por Maricel Cioce*
Hoy tomé un taxi para llevar a vacunar a mis hijas. La última vez que salí de casa fue para parir, y ni miré ni presté atención a nada ni a nadie. Esta vez fue diferente. En una de las tantas frenadas, con el semáforo en rojo, vi a través de la ventanilla a una mujer que caminaba en círculos por la vereda, amamantando a su hijo, que parecía dormir enganchado a su pecho.
Durante mi internación en el sanatorio, varias mujeres —muchas, muchas— entraban a la habitación en distintos momentos. A ninguna las reconocí. Porque eran muchas.
Porque yo estaba drogada. Porque todas llevaban cofia y barbijo. Una y otra vez, me preguntaban sobre la teta:
—¿Y mami prendió?
—Mami, no veo que pongas a tus bebes a la teta.
Una de estas señoras, con lentes grandes, me masajeó los pechos, porque según ella, tenía un problema. Y yo, entregada, partida, paciente de obra social, tuve que insistir en que no iba a amamantar.
—¿Por qué, mami? —me preguntaban.
Les explicaba los porqués como si estuviera argumentando ante un comité de expertos que tenía que dilucidar si yo era un caso digno de observación.
La ausencia de teta los entristeció. Digo, los entristeció porque me lo hicieron saber en ese momento.
Mis hijas nacieron durante la Fase 1 de la cuarentena obligatoria. Esa semana, se daban múltiples charlas sobre lactancia y COVID.
Un par de tetas.
Un par de hijas.
Un par de días de internación.
En la primera noche, mis bebés aparecieron sentadas alrededor de una mesa redonda que parecía de póker, con el paño verde. Estuvieron conversando sobre la lactancia.
Una de ellas fumaba, la otra sostenía un vaso de whisky. Y yo, parada, al costado, esperando recibir órdenes.
No quise volver a dormir, por si esas criaturas aparecían intempestivamente. Pero en la vida real ellas dormían. A veces maullaban, como gatitos.
En la vida real yo todavía no era madre, y las palabras «madre», «mamá», «mami» me alejaban de esa idea. Lloré. En la vida real, la enfermera entraba para tomarme la presión, y yo aprovechaba para pedirle más Tramadol, que aliviara los dolores.
No sé a qué vino, pero me acordé de mis días de infancia en San Clemente. De las jaurías que solían estar en la playa de Punta Rasa. De refugiarme en esa calma, y de correr, correr por ahí. Me acordé también de unos peces diminutos que me golpeaban las pantorrillas. Y entonces me di cuenta: Yo tenía mi mano cerrada en un puño, pegada a mi cara, y me di cuenta de que mi estado emocional no era el mío, no sé de quién, pero el mío no era. Mi cuerpo, que no era el mío, era chiquito, y a la vez estaba hinchado. Yo también me había convertido en bebé y estaba junto a ellas, en una cuna transparente. Y después llegó el doctor Liker, para darme el alta, pero no me encontró.
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Maricel Cioce / Es escritora, socióloga, docente, y coordina proyectos culturales.