Magia/Poesía

el precioso ruido de un corazón

por Natalia Romero*

Mi hermana lee cuentos a su hija todas las noches. Ellas viven en la casa donde vivíamos con mamá. Las expensas todavía llegan a su nombre: Silvia Adriana Riposati. Leo su nombre en voz alta, como si tuviera que corroborar algo. Su nombre la hace existir. Mamá no desapareció.

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Cuando mi sobrina no se quiere lavar los dientes, las dos gritan y después, la voz de mi hermana pasa del enojo a la dulzura en un segundo. No sé cómo lo hace.

Mi hermana es madre. Casi se parece a la nuestra. Una madre que tuvimos las dos.

Me siento en el banquito de la cocina junto a la mesada, espío a las palomas por el ventiluz. Entra el viento frío de la mañana. Mamá y yo desayunábamos en esta cocina hace veinte años.

Se va a despertar la hija de mi hermana, va a decirme buen día y va a esperar la taza con yogurt y cereales para el desayuno. Voy a verle los ojos, iguales a los de mi madre. ¿Esto es el futuro?

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La rama de la hiedra la guío yo.

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¿Sabés que son pocos óvulos, no?, me dice la médica que recién me conoce. Vine por unos estudios de rutina aprovechando que estoy de visita en Bahía Blanca y acá es más rápido todo eso de los turnos. Sus rulos con spray están tan quietos como el poco aire que entra en el consultorio.

¿Antecedentes de cáncer de útero, mama u ovario en la familia?, me pregunta. Cáncer de ovarios, le digo, mi mamá. ¿Qué edad tenía cuando la diagnosticaron? dice ella mientras tipea. No levanta la vista para mirarme. Cuarenta y cinco. Murió a los cuarenta y siete. Pocos óvulos, ¿sabías, no? Tampoco levanta la vista. Hago un silencio bastante largo y le digo: Hay chicas de mi edad que no pueden obtener ni uno. Después le digo que se me hace tarde para una reunión y me voy corriendo.

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El corazón no miente.

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Anne Dufourmantelle: El instante de la decisión, en el que se toma el riesgo, inaugura un tiempo otro, como el traumatismo, pero un trauma positivo.

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¿Por qué este terror a enamorarme?

Es el trabajo del espíritu.

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A veces siento pena conmigo por haber estado tanto tiempo sin ver, como los caballos de carrera. Los ojos en un punto ciego. Ahora soy un caballo de establo. Ensayo la quietud para ver el horizonte.

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Mamá tenía miedo. Nunca me lo dijo, pero sabía que se moría. ¿Lo supo de verdad? Tuvo que haber sentido mucho miedo.

El abuelo miraba la escena. Desatornillé la biblioteca del garaje donde mamá daba sus clases de dibujo. Ocho tornillos. Uno por uno. La biblioteca estuvo apoyada sobre esa pared más de cincuenta años. Mi hermana se la lleva a su casa nueva. El abuelo tuvo que ayudarme con el último porque estaba muy apretado. Después, me puse a ordenar. Encontré un guante grande, negro, de esos que se usan en el invierno. ¿Y este guante suelto?, le pregunto. Ese se lo doy a tu papá cuando viene a podar las plantas, pero vení sentate, escuchá, me dijo el abuelo. Esos guantes me los regaló tu madre. Ella ya estaba enferma y una tarde yo había ido a acompañarla a esas aplicaciones que le hacían. Llovía y hacía mucho frío. En el apuro por llegar a la clínica no me di cuenta y se me cayó uno, nunca lo encontré, pero guardé el otro. Hice un esfuerzo enorme por no llorar. El abuelo hablaba de ese guante como si estuviera hablando de la mano de su hija. El mismo gesto inútil que me retiene a mí en las fotos.

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Después de lo que les pasó a ustedes, dice papá, porque eso no tiene que pasar y a ustedes les pasó, yo solo espero que les vaya bien, que las cosas les salgan más o menos bien, que el de arriba nos ayude, nos dé algo, Dios mío.

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Mamá era hija única. No tenía hermanas o hermanos. Éramos nosotras, sus hijas, las que estábamos ahí.

El cuerpo de mi madre, ¿era mío? ¿Es posible que fuera mío en algún punto? ¿Tenía yo algo con lo que quedarme mientras ella se iba? ¿Qué pasó con mi cuerpo cuando el de ella se fue?

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Escribo para detenerme, para quedarme un poco más.

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Las fotos son también una forma de conversación. Hablo con ella en el azul del lago que ella vio.

¿Lo que no veo no existe?

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Tengo que animarme. Salir del escondite. Poner mi corazón a la intemperie.

 

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Natalia Romero (1985) nació en Bahía Blanca, Argentina.
Escritora, poeta y docente. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA) y
Magíster en Escritura Creativa (UNTREF). Ha publicado los libros de poesía: Puede que la muerte mienta (2018), El principio luminoso (2019) y El amor sostiene el peso de la noche (2024). Infantiles: ABC, Mi primera cocina (2018), Dónde está lo que no está (2024), el ensayo: El otro lado de las cosas, La poesía como restauración de una voz en la obra de Diana Bellessi (2017) y su primera novela, El precioso ruido de un corazón, publicada en España, por Manos de pan (2025).
Participó en la residencia de arte Can Serrat en el Bruc, Barcelona (2024).
Coordina talleres de escritura y acompaña procesos artísticos desde 2014. Participa como docente del programa PAC (Prácticas Artísticas Contemporáneas) y tutora en Cruceros, red de residencias entre Latinoamérica y España.