por Juana Inés Casas*
Duerme en pedacitos. Despierta sobresaltada. Sueña que Miguel vende drogas, son drogas excesivamente peligrosas, mezclas de distintas drogas que vio en series y películas. Están en peligro. Todos. O más bien los dos, los dos que ahora son tres. Viven en una casa rodante perdida en el desierto que, en un momento, y así sin razones, explota.
En las últimas noches del embarazo no soñó nada, casi nada, tiene el registro de despertarse muchas veces, y ver el reloj del teléfono. Apenas las doce, las dos, las tres y veinte, las seis y cincuenta. Eureka. Durmió más de tres horas. He ahí una buena noche. Ahora es igual, pero más constante. El bebé se despierta a cada rato, apenas mueve sus manitos y empieza a lanzar unos gemidos y ella —que vivió toda su juventud en un primer piso a la calle, rodeada de micros y bocinas, pero sin inmutarse por los ruidos infinitos— se despierta sobresaltada.
Tiene miedo de que Félix enloquezca y comience a ladrar al bebé y lo despierte. Tiene miedo de que el moisés ceda, que el bebé se caiga, se tire o se pare en un momento de la noche en que nadie lo ve y tire esa estructura de madera, tan pero tan frágil, al piso. Tiene miedo de que Miguel la deje, pero a la vez no le importa nada.
Duerme otro rato. En esos minutos, sueña que sale en bicicleta y lleva al bebé en un canastito. Es un lindo día. Baja a ver unos libros y después tiene que hacer fila para que la atiendan en la panadería. Le gusta la sensación de andar en bicicleta, el día claro, el viento. Avanza por las calles, liviana y sin pensar en nada. De repente se da cuenta que el bebé no está ahí. El vértigo. Otro salto al vacío. Despierta. El bebé duerme.
Lo primero que se rompió fue la ventana de la cocina. Miguel, que quería dejar todo listo para el nacimiento, se levantó muy temprano y quiso abrirla, pero no llegaba. Era un tragaluz pequeño, ubicado cerca del techo. Tomó un escobillón y con el mango, intentó desplazar la estructura de aluminio. Luego, sintió el ruido y el vidrio que se estrelló contra el piso. Alguien tocó el timbre para avisar. Ella dormía, pero se despertó al oír los ruidos. Después se enteró que subió un vecino indignado y que el encargado del edificio que se enojó con ellos. Podría haber muerto alguien, dijo. Y ella se imaginó una persona atravesada por los vidrios multiplicados en el trayecto hacia el piso, una persona desangrada por el tragaluz de la cocina diminuta. Alguien podría haber muerto justo el día en que iba a nacer su hijo.
Pero no. No murió nadie.
Solo quedó roto ese vidrio y las ráfagas de viento cerraban con fuerza las puertas y ventanas. Ella igual intentó dormir un rato más pero no hubo caso. Se sentía muy inquieta, ansiosa. Las contracciones empezaron a las seis de la tarde. Hacía mucho calor y, como era domingo, el médico estaba fuera de la ciudad. También estaban cerradas las ferreterías del barrio y no había forma de reparar la ventana. El bebé nació al otro día, justo después de la medianoche. Cuando les dieron el alta, ella entró a la casa con ese ser diminuto en sus brazos, cubierto de una manta pese a que hacía calor.
Félix intentó saltarla y ver qué tenía en sus brazos. Ella abrazó con fuerza al bebé y lo llevó contra su pecho. Afuera se armaba una tormenta, el cielo estaba cada vez más oscuro y en algunos lados de la ciudad había empezado a llover. Pero no se dio cuenta de nada. Sólo sintió el ruido de la puerta al cerrarse con fuerza cuando una ráfaga de viento entró por la ventanita de la cocina y un fragmento de vidrio, que había quedado pegado al marco, se estrelló contra el piso.
Ahora ya han pasado las primeras semanas y Miguel duerme a su lado. En su mesa, junto a la cama, hay un libro de zombis y un celular descargado. Ya no deja la ropa al lado de la cama, se la saca en el balcón porque nadie fuma en casa. El olor a cigarrillo es algo que sucedió en el pasado. Miguel fuma en las noches en que saca a pasear a Félix. En las noches en que se queda a trabajar hasta tarde y tal vez, sí, se pida una cerveza en alguno de los bares a los que iban juntos. Aunque ella sabe que eso es casi improbable. Esos bares ya no existen, quedaron sepultados, vacíos, devorados por televisores que transmiten programas de deportes, luces fosforescentes y otras personas que le resultan tan tan ajenas.
¿A qué bares estará yendo Miguel ahora?
Cuando se despierta y el bebé no llora, busca su celular y navega en internet. No lee nada. Sólo fragmentitos. Tampoco escribe ni responde mensajes. Está fuera del mundo. Lee los WhatsApps, los mensajes de Facebook, los correos. Cada vez le cuesta más escribir. Y no sólo textos largos sino cualquier cosa, incluso los saludos de cumpleaños.
Se baja unos pocos libros en el Ipad, sin pensarlo demasiado. A veces, intenta leer algo distinto. Los temas de sueños, rutinas, pañales, leche, llantos, dolores y demás, en cierta forma, están agotados. Ha leído mucho y sin embargo, nada parece ser suficiente. Todos los textos son una larga cinta transportadora por la cual se desliza noche y día en un presente continuo que es circular como todo lo que pasa en ese tiempo imposible de delimitar.
El bebé se acurruca a su lado. Se quedan dormidos.
Lo que quería, sí, era leer un libro. Pero apenas empieza, esas vidas le parecen ajenas, tan ajenas como todas las otras vidas, incluso la de Miguel que duerme ahí, a su lado.
La otra noche le pidió que salieran. Hay cierta humillación en esos pedidos y nada de espontaneidad. Lo hizo porque eso le dijeron que haga. El horóscopo. Las revistas. Sus amigas. Una terapeuta. Le pasaron su número y la llamó llorando, parada en medio de la góndola del supermercado, mientras el bebé dormía en su cochecito. Una imagen inmortalizada en todo el repertorio de publicidades de productos alimenticios. Una mujer perdida en una infinitud de latas de comida.
Cuando se rompió la canilla del baño pequeño, el problema real, según le explicaron después, tuvo que ver con las cañerías. Desde el fin de semana, habían empezado a notar que el agua salía turbia, con rastros de tierra. A veces, al abrir las canillas no salía nada, sólo se escuchaba un sonido extraño, como si el agua luchara por salir, como si juntara fuerza y quisiera salir a borbotones. No prestaban mucha atención porque el agua salía, un poco sucia si uno empezaba a ver en detalle, pero con fuerza suficiente como para enjuagarse las manos o lavarle la cola al bebé.
El plomero dijo que el problema era que se habían dejado estar, y que por eso era difícil que pudiera hacer algo ese lunes, con tan poco tiempo, y tanto trabajo en otro lado, así que les recomendó que cerraran la llave de paso del baño pequeño y dijo que iba a volver pronto. Mínimo son unos dos o tres días, señora. Vamos a tener que entrar a picar.
Ella secó el piso, el agua había corrido, se había multiplicado hasta llegar al pasillo y cubrir la madera, filtrándose por los pequeños rectángulos que habían recuperado de un remate y elegido entre los dos. Un piso de madera original. Ese había sido el lema que los había unido durante varios meses. Un gran punto de coincidencia. Vio cómo las pequeñas piezas de madera se hinchaban y comenzaban a formar un montecito. Cerró la puerta del baño y puso un cartel que decía “Fuera de uso”. Aunque igual sabía que nadie iría a ese baño ni leería ese cartel. Sólo ellos, los únicos que entraban a la casa en el último tiempo.
Recuperar espacios, reencontrarse con la pareja, volver a tener tiempo para uno mismo. La autoayuda también es una serie de frases que se repiten hasta el infinito y ronda por los mismos temas. Una cinta de Moebius agotadora y vacía que la lleva siempre al mismo lugar, pero siempre un poco más sola. La mujer debe tomar la iniciativa, invitar a salir, comprar regalos, armarse un tiempo y un lugar. El hombre se siente desplazado por el hijo.
Intenta seguir las instrucciones, pero hay algo de humillante en todo eso. El sexo en las relaciones estables, después de todo, siempre le pareció algo a lo que ella se entregaba, cedía, algo que el otro debía de buscar.
Pero igual lo intenta, lo invita, busca lugares en internet. Miguel le dijo, sí, claro, como quieras, cuando quieras. Le propuso ir al cine. A tomar algo. Ella le dijo sí, tomar algo, aunque hace tiempo que no toma nada.
El bebé tiene un sarpullido en la cola. Es un sarpullido que comienza ahí y luego se extiende por todo su cuerpo pequeño. Le pone cremas, compra pañales nuevos. Lo lleva a dos pediatras. Uno les dice que hay un componente genético que puede estar detonando esa dermatitis.
Genética, congénita. Todas las palabras que tienen genes son palabras que la alarman, la rondan y no la dejan dormir, pero cuando se duerme, el bebé despierta y quiere comer y ella está exhausta y un día, se queda dormida en la sala de espera del segundo dermatólogo infantil.
Es una siesta mínima y tiene el cochecito a su lado, pero la deja expuesta ante otras madres y frente a Miguel, que llega y la despierta porque suena el nombre de su hijo, su hijo diminuto, en el altavoz. Cuando salen del médico, Miguel le dice que está preocupado. Necesita descansar, distraerse o al menos eso es lo que concluyen después de una pelea de la que recuerda poco. Saldrán un viernes o un sábado.
La noche de la salida, la madre de Miguel viene a cuidar al bebé. Siente cierta censura en todo, en sus comentarios, en la manera en que carga al bebé, en las manos que repasan todo lo que ella hace. Ha criado tres hijos sin ayuda y sin padre. También todo ese asunto de la salida le parece condenable. No lo dice, pero ella lo sabe. La madre de Miguel es un testimonio estoico y viviente de que generaciones y generaciones de mujeres han sobrevivido a todo. Es sólo un período y requiere cierto encierro, cierta resignación. Ella se pone el abrigo y le da un beso al bebé en la pelusa que recubre su cabeza, cabecita de felpa, cachorrito de mamá, su pequeño caramelo envuelto en mantas y sábanas de algodón, su condena, su pasaporte al miedo.
Caminan un par de cuadras antes de tomar un taxi. Miguel casi no habla. Ella tampoco. No hay temas posibles. Sólo el bebé. Esa distancia momentánea y desconocida con su hijo la hace poner nostálgica, temerosa de lo que podría pasarle. Desde que nació, sólo una vez salió sola de casa manejando y para no pensar cantó todo el trayecto. La muerte está ahí, en todas partes de esa ciudad y de esas salidas sin él.
Para conjurar los miedos le detalla a Miguel todas las versiones de la sonrisa del hijo, una, dos, veinte versiones, también habla sobre las fotos que le ha tomado, de lo tibio que estaba su cuerpo esa mañana. Y es ahí, en esa tibieza donde, aunque no se lo diga, ella quisiera estar.
Miguel cambia de tema, habla sobre algo que no le llama la atención, algo olvidable pero que los conduce a lo que pasó en la habitación, a esa mancha de humedad. Primero era diminuta, apenas un punto que ella había preferido obviar. Luego un pequeño globo que fue creciendo hasta abarcar la esquina de la habitación recién pintada. Sacaron la lámpara que estaba ubicada cerca y luego la ropa que comenzó a humedecerse en el placard. La cuna la llevaron a la otra habitación, donde tenían un escritorio y la biblioteca, y luego el colchón de dos plazas. Sólo el colchón porque la cama no entraba. Guardaron los libros en cajas, desarmaron los estantes de la biblioteca y sacaron el escritorio para que quedara espacio para dormir. Ahí, un poco amontonados se instalaron. El bebé empezó a dormir con ellos en el colchón. Una tarde, mientras ella paseaba con su hijo por el barrio para que se ventilaran las habitaciones, Félix mordió los colchones y desparramó el relleno por el piso. También agarró el pijama del bebé que estaba encima y lo hizo jirones. Cuando llegaron vio pedazos de goma espuma y plush celeste claro por todo el piso. Miguel se llevó a Félix a la casa de su madre. Ella le dijo que sólo sería por un tiempo, hasta que todo volviera a la normalidad.
En esos días fue cuando vinieron a examinar la mancha de humedad. Un gasfíter que les habían recomendado observó las paredes, canillas y cañerías. El problema tenía que ver con unas filtraciones que se habían originado dos pisos más arriba. O tal vez con las cañerías. La explicación era confusa y en un momento, ella dejó de prestar atención. Miguel le explicó después que debían romper la pared en el cielo raso para poder cambiar las cañerías, que igual tenían sus años. Era una obra costosa, deberían mudarse por un tiempo. Ella pidió que la mudanza fuera después, que esperaran, al menos hasta que el bebé tuviera ciertas vacunas, la Hexavalente y la Neumocócica, al menos. Pero el problema siguió creciendo y afectó el piso de abajo. Una madrugada, a las seis de la mañana, una vecina del 605 tocó el timbre varias veces. El bebé se despertó llorando y Miguel llegó dormido a abrir puerta. Escuchó algo sobre un techo que se venía encima. Luego la vecina les mostró las fotos con las manchas de humedad, las toallas desparramadas en el piso. El portero les recomendó cerrar las llaves de paso. Era una solución temporal, pero eso hicieron. Las paredes del baño se empezaron a llenar de hongos, pequeñas siluetas negras que comenzaron a avanzar por el pasillo y a tomar vida sobre sus cabezas.
Manchas borroneadas y difusas. En eso piensa ahora que está en el bar, en esa salida con Miguel. Un bar que podría ser una oficina o un cementerio con mucho ruido. Da lo mismo: nada en ese lugar la interpela.
Y además no los atienden. Es como si adivinaran que ella ya no está en el mundo. Ha sido desplazada de todo sitio que no sea un vacunatorio o un pediatra. Miguel va a buscar algo a la barra. Ha pedido unos mojitos. Una excentricidad, una ridiculez, piensa ella pero no dice nada. Sin querer, todo le recuerda a los pequeños frasquitos de leche sin alcohol que hay en su heladera. Esas reservas tan frágiles que podrán salvar a su hijo y reconciliarla con todo lo que era suyo hace tan poco: el alcohol, algún cigarrillo, la libertad.
Antes de tomar el mojito, va al baño. No puede dejar de sentir olor a mierda. Se lava las manos una vez más, ahora en el baño del bar. La luz fuera de su casa la hace ver un poco mejor. Sus manos han sido lavadas millones de veces en estos meses. Y aun así tienen ese olor.
Miguel está en la mesa con los dos mojitos. No ha tocado el suyo pero parece estar cómodo en ese lugar tan extraño para ella. Se pregunta si en estos días, que más bien ya son meses, ha estado ahí tal vez solo, con amigos o con alguna otra mujer. No le va a decir nada. Claro que no.
Al sentarse toma un trago, que le sabe raro, y piensa de nuevo en el bebé y en el manual de instrucciones del extractor de leche, esa máquina siniestra de última generación. Su goce, en cierta forma, está en un sitio imaginario que no es con Miguel ni con el bebé. Todos estos meses ha pensado la libertad como una mesa de madera en un café de París, de esas que aparecen en los cuadros baratos que cuelgan de alguna heladería de barrio, y en esa mesa se toma una copita de vino y se fuma un cigarrillo. Es una escena de una película de la Nouvelle Vague, o más bien un cliché, pero aun así es mucho mejor que ese bar ruidoso y esos mojitos demasiado dulces y alcoholizados. Pero igual se pide otro, y luego otro, aunque el tercero no lo termina. Y después no sabe bien cómo, se pone a llorar, y Miguel la abraza, pero su calor la agobia, y ella le dice que quiere un tiempo, que necesita estar sola, que no sabe bien qué le pasa, que intenta e intenta, pero no puede salir de esa especie de túnel que ni siquiera comprende del todo, un túnel que es vertical y en el que ella cae y cae sin poder detener el movimiento, una caída que no es vertiginosa, no. Es lenta, tediosa, infinita, una caída de la que no se puede librar, ni mucho menos recuperar. Esa caída los ha distanciado y esa distancia, a veces, le parece irreversible. Él no dice nada y ella vuelve al baño, pero no para lavarse las manos, sino para mojarse la cara, el pelo. Cierra la canilla y ve el óxido que se junta en la pequeña rejilla donde se filtra el agua y se queda un rato perdida en esos trazos anaranjados que le recuerdan lo inevitable.
Vuelven en silencio. Miguel mira el celular por momentos. Ella mira a la ventanilla y tiene ganas de quedarse dormida en el taxi y tiene ganas de apoyarse en el hombro de Miguel, en su abrigo oscuro, familiar. Pero no lo hace y el auto avanza por las calles hasta llevarlos a casa.
Al llegar, la madre de Miguel les abre la puerta muy despacio para no hacer ruido. Ha ordenado la ropa del bebé, ha puesto los pañales en una pañalera de tela y ha planchado los pequeños enteritos que estaban amontonados en un estante junto al lavarropas. También ha lavado los platos y esterilizado mamaderas. El bebé duerme.
Apenas hablan y Miguel lleva a su madre a la casa. Esa noche discuten, aunque no recuerda bien qué se dijeron, todo entra en un círculo infinito de reclamos repetidos, gritos y algo de odio. Recuerda su cuerpo agotado, acurrucado contra sí mismo, solitario y luego el bebé que se despierta y la busca, y se queda dormido encima suyo y ella también se duerme.
Al día siguiente Miguel se va. Por un tiempo, hasta que algo se aclare, hasta que puedan conversar más tranquilos. Por unas horas se siente tranquila, como si no tuviera que dar explicaciones o responder de una manera. La casa recobra cierta armonía hasta que en la tarde escucha un ruido fuerte. Una especie de estruendo. Ve cómo el agua comienza a filtrarse por la pared del comedor. Era improbable, pero pasó. Los arreglos de las cañerías abrieron una caja de pandora de fallas y grietas que no podría enumerar. Sólo retiene poca información, escucha que otro caño colapsó y justo es el que da a su departamento y el de la vecina. Eso dicen los funcionarios de la empresa de agua cuando vienen a dar las explicaciones. Ella no escucha demasiado. El bebé que tenía colgado con un foulard, abrazado a su cuerpo, estaba inquieto y ni su calor, ni sus latidos, ni sus susurros al oído lo aliviaban.
La vecina del cuarto piso le dijo que la ayudaría a acomodar las cosas, tal vez poner toallas y algunos baldes para evitar que el agua siguiera arruinando los muebles, filtrándose, hinchando el piso de madera.
Entra rápido y sin pensarlo pone algo de ropa en un bolso. No es ropa para ella, es ropa para el bebé y abrigos y pañales y sus cremas y mantitas. También saca el cochecito que estaba guardado en un rincón. Ve la cuna intacta, con sus frazadas y su velo de color blanco.
Deja el bebé en esa cuna abandonada junto al colchón de dos plazas, va hasta el baño y agarra un cepillo de dientes y un broche para el pelo. Se mira al espejo y se ve demacrada, con ojeras. Le cuesta reconocerse ahí, en esa imagen.
Vuelve a la cuna, toma al bebé en sus brazos, lo aleja de su cuerpo y luego lo abraza. Y en ese momento, la locura circular y alocada de los últimos meses se detiene, como se detiene cada vez que hace ese gesto.
Pero la pausa es breve y siempre pasa a otra cosa.
Le dice a la vecina que no importa, que se olvide de los baldes, y las toallas y las llaves del agua y los arreglos. Van a salir.
Con el bebé y el bolso en brazos empuja el cochecito hasta cruzar la calle.
Desde la vereda de enfrente ve el departamento, abraza fuerte al bebé, y apenas reconoce su balcón, y esas paredes que hay detrás de la ventana.
Miguel se ha ido, esa es una certeza, pero ella no sabe quién dejó a quién, cómo empezó todo ni hace cuánto tiempo. El origen del fin es tan incierto como el principio del amor. El cuerpo del bebé tiene la tibieza de siempre. Tira sus manitos hacia su cuello, como si quisiera abrazarla y ella lo ve, y se ve en esos ojos, y prefiere esa imagen, es mejor a la que ve en los espejos, y le parece, aunque tal vez fue casualidad, que su hijo quiere empezar a decirle algo.
>>>
Juana Inés Casas/ Nació en Argentina, pero desde el 2005 vive en Santiago de Chile, donde trabaja como periodista y editora. Es licenciada en Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires y publicó los libros de cuentos Segundo idioma (Montacerdos, 2023) y El tiempo de los peces (Ediciones de la Lumbre, 2011). Participó en antologías como Avisa cuando llegues (Bifurcaciones, 2019) y Vivir allá (Ventana Abierta Editores, 2017) y textos suyos han aparecido en revistas como Qué Pasa, Palabra Pública o Dossier UDP.