Relatos/Partos

RELATO DE NUESTRO (RE)NACER

Por Agustina Vera*

8 de abril de 2020

Hilos de luz se vislumbraban en la persiana cuando me levanté al baño. Ya había perdido la cuenta de cuántas veces había ido, intentando con la caminata calmar el dolor que aumentaba, observando en silencio mi cuerpo, buscando distinguir si esos espasmos eran finalmente las contracciones que marcarían el comienzo y el fin. El baño frío me despabiló, y el líquido tibio corriendo por mis piernas terminó de despertarme. Tosí nerviosa, como me habían enseñado que debía hacer, y el líquido fue más abundante, y ya no paró.

Lo primero que sentí fue miedo, una emoción visceral, bien profunda, desconectada del pensamiento, inmanejable. Una catarata de imágenes me aturdieron, me imaginaba el día por delante, detalles, olores, sensaciones, supongo que quería llenarme de escenarios posibles, ahí donde reinaba la incertidumbre, el no saber. Como siempre, la ansiedad me jugaba una mala pasada.

Desperté a David quien rápidamente accionó el plan internación, mientras yo me propuse empezar a respirar, enfocarme en mi cuerpo.

Prendí la ducha, y me dejé envolver por esa catarata dulce, mientras comenzaba a contar. Algo me hacía sentir que ese era mi lugar, sumergida en el líquido, ahí donde todo el dolor se mitigaba. Pero había decidido parir en el hospital, no por falta de información, sino por no haber trabajado suficientemente mis miedos, por haber escuchado más a otras voces que a la mía, por haber silenciado mi intuición.

El viaje en auto fue eterno. La media hora que nos separaba del hospital era poco tiempo hacía unas semanas. Pero esa mañana el tiempo se medía con cada contracción, y ya iban más de diez. Yo vocalizaba, David también, y ese coro me aliviaba, la panza, el alma, los pensamientos. Me conectaba con ese presente.

La pandemia había frenado al país y al tránsito porteño, así que el viaje resultó más corto aún. Apenas David frenó el auto, bajé tambaleándome, apurada, buscando atención. Cuando el cuerpo duele, los demás no existen, la urgencia propia es la que manda. Necesitaba que alguien me dijera que faltaba poco, porque cada vez veía más lejos mi fantasía del parto sin anestesia. Minuto a minuto me encogía, me partía, me doblaba a la mitad sin darme cuenta.

Cinco de dilatación, trabajo de parto iniciado, bolsa rota. Internación indicada.

Tardaron otra eternidad en darme una habitación, tiempo que pasé en la sala de espera, deambulando mientras balbuceaba neologismos. Me sentía observada, pero nada me impidió ser una mamífera.

Apenas entramos en la habitación, entendí que ahí iba a suceder todo, quizás la experiencia más importante de mi vida hasta ahora. Tenía que habitar el espacio, hacerlo mío, propio. Tapé el sol con las cortinas pesadas, apagué las luces, todo quedó en penumbras. Me imaginé pariendo en una cueva, desnuda, transpirada, extasiada.

La tarde se fue volviendo cada vez más íntima. Me quedé sola en la habitación, por fin. Decidí darme la segunda ducha del día. El agua era un bálsamo tibio ante el dolor que partía mi abdomen. Me quemaba y me aliviaba a la vez. Escuchaba mi voz: profunda, grave, animal. Apenas veía mis piernas, se escondían y aparecían al ritmo de los saltos que daba en la pelota. El pelo chorreando sobre la cara me daba la sensación de estar vocalizando en medio de montañas, el eco me transportaba a otro lugar, a lo incipiente. Mis pechos pesados me hacían perder el equilibrio, y así me mantenía despierta.

Después de varias horas de jugar a la valiente, de comer un alfajor, de cantar canciones con Davi y de varios tactos, me alentaron a que vayamos a la sala de partos. En un arrebato de agobio y miedo, decidí anestesiarme, sentía que mi cuerpo me lo estaba pidiendo, que así no podía, que cada contracción cerraba en vez de abrir.

El oasis duró una hora, durante la cual salió de mí una fuerza que no sabía que tenía. Estaba poseída y necesitaba terminar con eso ya, cambiar de escenario, conocerlo a Gaspar de una vez.

Pero no pudimos nacer de ese modo, ni él, ni yo. Algo estaba trabado, no fluía al exterior. Llena de nudos internos, tuve que levantarme, y con ayuda de Davi y mi partera cruzar el pasillo.

En este nuevo espacio todo era luz, pero no de la que ilumina, sino de la que te parte el ojo hasta no ver. Las voces me distraían de lo que estaba por suceder. El ruido a metal frío me daba miedo, me hacía sentir indefensa. Quise contar cuántos éramos, pero perdí la cuenta. Quería reservar los minutos de vigilia que me quedaban para ese momento que, sabía, estaba cerca. Sentía que yo sólo era mis brazos colgando, mi pecho esperando, y mis pensamientos ansiosos. Las piernas que me habían arrastrado hasta ese cuarto pálido, ya no estaban. Hilos de agua salada tapaban mis orejas, haciéndome sentir como debajo del agua.

Creo que mi cuerpo estaba por dormirse, y yo luchaba por mantenerme entera. Cuando en ese minuto pasadas las seis de la tarde, lo vi estrenar el mundo: sus ojos perdidos buscando, su piel blanca resbaladiza, sus patitas nadando en el aire. Sin que mediara pensamiento alguno, de modo instantáneo y visceral, mi calor y mi música lo envolvieron por primera vez.

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Ella/ Soy Agustina, nací en julio de 1986 y vivo en Martinez. Busqué ser mamá durante 5 años, realicé varios tratamientos de fertilidad. Gaspar es mi primer y único hijo vivo. Perdí varios embriones, y tengo dos criopreservados. Mi oficio es escuchar a las personas, y me dedico a la psicología de modo profesional. Siempre sentí que ayudar a los demás es mi modo de devolver algo del privilegio en el cual nací. La maternidad marcó un antes y un después en mi vida, me transformó y me transforma todos los días. Introdujo varios signos de pregunta allí donde había certezas. Me encanta estudiar y escribir, soy curiosa por naturaleza. Actualmente estudio Astrología. Creo en el poder de las palabras, de los abrazos, de los encuentros. Creo en la energía del cielo y de las estrellas.
Mi página: https://psicologa-agustina-vera.negocio.site/