Relatos/Partos

Levité Azul

Por Ignacio Segade*

Me preguntó si prefería Aquarius de pera o Levité de manzana. Eran las únicas aguas saborizadas que tenían. Desde mi traumática salida del trabajo en Coca Cola que no dudo en elegir siempre las marcas de la competencia: Pepsi, Seven-Up, Gatorade o, como en este caso, Levité, aunque sea de Danone me acuerdo de las palabras de un director de FEMSA que decía que eran unos desleales, que había que aplastarlos como cucarachas y que Danone era hoy la verdadera competencia de Coca Cola por liderar el negocio de aguas saborizadas, la pelea más difícil de la compañía. “Levité de manzana está bien”, le contesté a la chica de la caja de la confitería del sanatorio.

Habíamos llegado a las once de la mañana para juntarnos con Lara, la partera, porque Piru había estado toda la noche con contracciones. No eran regulares pero sí constantes. Y fuertes, dolorosas. Por suerte teníamos un par de horas de sueño encima porque ya se veía que el día iba a ser largo. Nos habíamos levantado temprano y Ciro nos había ayudado mucho con las contracciones, masajeando a Piru, besándole la panza; como sabiendo lo que se venía.

Dejé a Piru sobre la entrada de Córdoba y después de dar un par de vueltas con el auto me di cuenta que a diez metros cruzando Ecuador había un estacionamiento. Tiré el auto ahí y entré al sanatorio. En los sillones de la entrada estaba esperándome Piru, que me dijo que Lara estaba llegando. Había también otra pareja embarazada que yo ya conocía de los cursos de preparto y del programa de parto respetado. Les había prestado siempre especial atención, eran pendejos, medio hippies y este era su primer embarazo, creo que esperaban un varón y él siempre tenía cara de susto. “¿Dónde dejaron a su otro hijo?”, me preguntó ella cuando Piru fue al baño. “Con mi suegra”, le contesté. Pensé en ese momento que precisamente esa pregunta era lo que nos distanciaba de ellos y de ese susto en sus caras. Azul iba a ser nuestro segundo bebé, nuestro segundo hijo. Hija. Nosotros estábamos tranquilos, yo creía incluso que quizás Azul no nacía ese día y era todo una falsa alarma. También pensé que la otra pareja había llegado primero, y que seguro les daban la sala del programa más grande.

Mientras Piru estaba en el baño llegó Lara. “¿Y Ari donde esta?”, me preguntó. A pesar de que le dije que estaba todo bien, Lara casi sin escucharme empezó a caminar en dirección al baño. A medio trayecto Piru ya salía y nos encontramos todos: Lara, Piru y yo en el centro de la planta baja del sanatorio. Ellas se abrazaron, y después de una breve charla en la que lo único que entendí fue “vamos a la guardia”, empezaron a caminar hacia los ascensores. Yo iba atrás llevando las dos mochilas y las dos bolsas que teníamos. Sin anunciarnos en ningún lado Lara nos llevó a una salita de guardia en el subsuelo. Rápidamente se puso unos guantes de látex y le hizo un tacto a Piru. La salita era chica y tenía un biombo que la separaba en dos. Entre sus gestos y sus palabras nos dijo que faltaba mucho, que no tenía más de uno de dilatación y que así no nos podíamos internar e iniciar el programa, que teníamos que esperar unas horas, salir a caminar o volver a casa y ver cómo evolucionaba, que la mano iba lenta. Me desorienté un poco, no era lo que esperaba. Creí que iba a repetirse la misma eterna y lenta espera que en el parto de Ciro. No había dicho nada hasta ese momento. Rompí mi silencio y le pregunte si el trabajo de parto se había iniciado, si Azul iba a nacer. Lara me miro y me dijo “obvio, nace hoy”. Para un ansioso como yo eso ayudó y no ayudó. Ayudó porque me dio certezas de que Azul llegaba y no ayudó porque la mano venía lenta y era obvio que iba a ser un largo camino. Me pregunté si sería cuestión de un par de horas, esa noche o al día siguiente. Igual me tranquilizó saber que eso imparable que es el trabajo de parto había empezado. Siempre me gustó eso de imparable. Lo imparable de la naturaleza, lo imparable de la vida. Que empieza y que termina, sin parar. Como un motor que solo tiene botón de encendido. Y el motor ya había arrancado. “No luches contra las contracciones”, le dijo Lara a Piru, “las necesitamos para encontrarnos con Azul, y más si vamos a respetar todos los tiempos”. Fue una frase que me pareció súper precisa y que le robé a Lara y que repetí durante las horas que se vinieron.

Decidimos ir a hacer tiempo a la confitería del sanatorio, estaba vacía y parecía un lugar tranquilo como para que Piru dejara llegar las contracciones. Y ahí me encontraba yo, en el dilema de elegir entre Aquarius de pera o Levité de manzana. “Levité de manzana está bien”, le contesté a la chica de la caja de la confitería. La etiqueta de la botella tenía la promo de Minions. Eso me llevó a recordar a Ciro, no había pensado en él hasta ese momento. Lo extrañaba, ¿qué estaría haciendo? Ya era cerca del mediodía.

Estuvimos unas dos horas en la confitería. Piru tenía contracciones cada tres o cuatro minutos y ya casi no podía estar sentada. Se apoyaba en la mesa y yo presionaba la zona baja de la espalda durante los cincuenta segundos que duraba. Era algo que había aprendido en el parto de Ciro, cómo masajearla. Era mi aporte a la causa, mi cura para su dolor. Mientras tanto le repetía la frase: “no te comas las contracciones, las necesitamos”. Me encantaba. La gente nos miraba, sonreía y a veces comentaba. Yo tomé un café y compartimos un tostado. En esos tres o cuatro minutos entre contracción y contracción aproveché para abrir la compu y liquidar algunos mails que tenía que mandar, sabiendo que se venían días de silencio en lo laboral. Disparé el concurso en la fanpage de Toddy y le mandé varias presentaciones que le debía a mi jefa.

A eso de la una y media llamamos a Lara y bajamos a la guardia otra vez para la segunda revisión. Esta vez estaba acompañada del obstetra de guardia, un chico de no más de treinta años. Que los médicos empiecen a tener mi misma edad me aterra, me da una sensación de desprotección total. Si yo no sé nada, ellos tampoco. Él trató rápidamente de desentenderse de la situación diciendo que estaba haciendo un reemplazo. Traté de adivinar de dónde era, me pareció correntino o entrerriano. No intervino para nada. Lara volvió a revisar a Piru. “Tres de dilatación. Ahora sí, te quedas. Vamos a hacer la internación”. Cuando terminó de decir eso, se cortó la luz. La salita quedo a oscuras, solo iluminada con una luz tenue de emergencia. Nos quedamos todos callados y subimos por las escaleras a la recepción del sanatorio.

El trámite para la internación se hizo largo y tedioso, porque el entrerriano no había cerrado el caso todavía. Por eso Piru con Lara fueron subiendo al quinto piso. La luz iba y venía, pero todos hacían como si nada. No me alarmé, supuse que había un grupo electrógeno o algo así para los pisos en donde se juegan los partidos importantes de la vida y la muerte. Cuando terminé todo subí. Entré en la habitación 509. Estaba Piru agachada y en contracción, mientras Lara le pasaba una especie de bufanda por la espalda, como si estuviese lustrando un zapato gigante. Yo las miré y dejé los bolsos sobre un sillón largo que había, en paralelo a la cama. Era la habitación grande. Eso me puso contento. Parecía un cuarto de hotel, tenía un baño con una antesala y una bañadera, un par de mesas y era todo ventana; con unas cortinas con motivos coloridos que contribuían a la atmosfera hotelera.

“Siéntanse como en su casa chicos. Les dejo esto por si te hace bien el calor”, nos dijo Lara sosteniendo la bufanda negra. “Hay dos formas de masajear que la van a calmar, una es comprimiendo hacia adentro la cadera y la otra es al revés, hacia afuera”, me dijo a mí, y salió de la habitación. Me alegraba tener una tarea y, como con el oxígeno en el parto de Ciro, me dispuse a asumirla con total responsabilidad. Tomamos un poco de Levité de manzana, quedaba menos de la mitad ya, nos relajamos y nos desarropamos un poco, como si estuviéramos verdaderamente en un hotel. Inflé la pelota con la boca y Piru puso música de su I-phone. “Es el mismo listado que con Ciro”, me dijo, y mientras sonaba algo de Lennon su cara fue mutando en un gesto de dolor. Agarré la bufanda y empecé a hacer mi trabajo. Debían de ser las dos y media.

Transcurrieron varias horas y varios momentos en la habitación 509. Primero probamos con la bañadera. La llenamos y Piru estaba cómoda ahí. Parecía relajada y le bajaron un poco las contracciones, se le hacían menos frecuentes y menos fuertes. Cuando venía una, le acercaba el duchador a presión a la espalda, en la zona de siempre, la espalda baja, y así se le hacía más soportable. Y cuando la contracción pasaba teníamos tres o cuatro minutos de calma. Yo me recostaba en el piso del baño, hablábamos, reíamos, planificábamos. Era un momento bien reflexivo de lo que estaba por venir. Hablábamos de Ciro, de nosotros. Nos preguntábamos si faltarían dos horas o doce. Cada media hora más o menos entraba Lara y nos preguntaba como venía todo. Y volvía a salir. Era nuestro lugar, nuestro nido, nuestra casa durante esas horas. Me acordé de que cuando nos casamos mi hermana Lara (ja) nos decía que con Piru hacíamos “casita” ahí siempre donde íbamos. Hacíamos nuestro hogar en cualquier lado adonde íbamos. En la 509 teníamos nuestras cosas, nuestro amor y nuestra música, que para ese entonces ya había cambiado. Sonaba, creo, Badly Drawn Boy.

Al ratito Piru salió de la bañadera para que Lara la revisara. “Tenés 5 de dilatación”, sentenció. Ya no sabíamos si era mucho o poco. Supongo que nuestra cara de desorientación sirvió para nos dijera que esta segunda mitad iba a ser mucho más rápida, sobre todo porque era el segundo parto, que el útero tiene memoria. Yo me seguía preguntando por dentro si “mas rápido” significaba dos o seis horas. Piru había empezado con contracciones a la madrugada, y ya eran las cuatro de la tarde. Ansioso.

Estuvimos un largo rato fuera de la bañadera, las contracciones eran más seguidas e intensas. Noté a Piru un poco cansada. Me dijo que le había bajado la presión así que recargamos con agua la botella de Levité. Una y otra vez ella se apoyaba sobre la cama o la pelota, con la cabeza entre los codos, mientras yo, sentado en el sillón le masajeaba la espalda o le frotaba la bufanda sobre el coxis. Gemidos y gritos empezaron a acompañar las contracciones; pero todavía había aire, risas y charlas entre contracción y contracción. Lara le preguntó a Piru si necesitaba una anestesia suave para sobrellevar mejor la situación. Piru contestó segura que no. Hasta ahora era todo natural: globulitos de árnica y rescue diluido en la botella del jugo. También algo con esencia de lavanda, un aroma que inundaba la habitación, que también había traído Lara. Creo que ese fue el principio del fin, el principio del nacimiento de Azul. 17 hs.

Piru volvió a la bañadera a pesar de que había bastante vapor en el baño, hacía calor y eso le bajaba la presión. Era donde mejor podía soportar las contracciones que se repetían cada tres minutos y que duraban uno y medio. Ya se le había transformado la cara, estaba muy transpirada y tenía los ojos rojos. Y muchos pelos sobre la cara sobre sus ojos azules. Se sentó con las piernas cruzadas mirando hacia afuera, el agua a la altura de las tetas y los brazos en el borde con la frente apoyada sobre sus dos manos. Cambié el playlist de Spotify y puse Bossa Nova, algunos discos de Vinicius con Toquinho y Maria Creuza, los de La Fusa estaban seguro. Y subí el volumen para que se escuchara desde el baño. Ya no me podía sentar, estaba todo el tiempo con el duchador a presión en la espalda de Piru. Y ella gritaba. Ya casi no hablábamos. No había mucho tiempo entre contracción y contracción. Encontré una forma en que el duchador, por la misma presión que hacia el agua, se mantenía a una distancia justa de su cuerpo, yo casi no hacía fuerza y a Piru le calmaba el dolor. Cada tanto también la abanicaba con una toalla de mano o le tiraba agua fría en la nuca.

“Siento ganas de pujar”, me dijo en un momento. Era lo único que tenía que pasar para que empezara el parto de verdad. Que las contracciones se acompañen del reflejo de pujar. “Llamá a Lara”. Salí de la habitación y la encontré sentada afuera en el pasillo. “Siente ganas de pujar”, le dije, y entramos los dos. Piru salió de la bañadera, eran las seis. Ya no se le veía la cara y se apoyó con el pecho, la cara contra la sábana de la cama y las piernas un tanto abiertas con los pies en el suelo. Formando una L casi perfecta. Su cabeza entre los codos y no se le veía la cara. Cuando Lara o yo le hablábamos ella levantaba la mirada y contestaba. “Bueno, este es el momento en el que definimos si viene o no el anestesista. Si lo llamo lo tengo que llamar ahora”, nos dijo Lara. No entendí. Piru ya casi no podía hablar y solo gritaba que le dolía y que sentía que se desmayaba, pero alcanzó a decir otra vez que no. Lara nos dijo que igual lo llamaba por las dudas. Me pareció tranquilizador. Volvió a revisarla. “¡Genia! ¡Ya está!”, gritó. Supuse que estaba con diez de dilatación. Genia. Lara estaba agachada atrás de Piru. Yo no sabía bien qué hacer. Lara le dijo a Piru que ya había pasado la etapa muscular, que ahora iba a empezar a sentir cómo se le abrían los huesos, en la cadera, que iba a doler pero que dejara que su cuerpo actuase.

“Llamá a la neonatóloga”, me dijo Lara. Yo salí y me encontré a una chica que parecía médica, le dije que necesitábamos a la neonatóloga. Cuando volví a entrar Lara estaba hablando por celular y Piru seguía igual, en “L”, con la cabeza entre los codos boca abajo con el torso sobre la cama y las piernas rectas, abiertas y los pies sobre el piso. Supuse que hablaba con el obstetra, porque decía “¿Está subiendo?”. Ahí me di cuenta de que se había desencadenado todo. Piru gritaba, “Siento que sale”.

Entró la neonatóloga y Lara le dijo que preparara todo, que Azul iba a nacer ahí en esa habitación. Empezó a llegar más gente. Yo me puse las zapatillas y me arrodillé al lado de Piru. No me iba a mover más de ahí. Le agarré la mano. Ella me agarró. Me apretó con fuerza. Todo el pelo le tapaba la cara, que se hundía en el colchón. Su otra mano estrujaba un manojo de sábanas ya desordenadas arriba de la cama. Sonaba “Berimbau/Concolacao”, de Vinicius de Moraes, Toquinho y Maria Creuza. Del disco grabado en La Fusa, en Mar del Plata. Hermosas esas guitarras. Ese disco me lo había hecho conocer Piru. Pensé también que no estaría viviendo esta locura del parto sin intervención, si no la hubiera conocido. Le iba a agradecer cuando todo pasara. Eso me gusta de ella. Yo le hablaba al oído, le decía que faltaba poco, que tenía que aguantar un poco más, que ya se venía Azul. Lara decía que faltaban solo algunos pocos pujos, mientras esperaba atrás de la cola de Piru. Líquido amniótico y sangre caían formando charcos en el suelo. Seguía entrando gente, con barbijos y ambos. Ya no estábamos solos, pero seguía siendo nuestro lugar, con visitas. Lara le preguntó a Piru si podía acostarse y ella le contestó que no podía moverse, que sentía a Azul abajo, saliendo.

De repente las contracciones, que eran ya casi permanentes, cesaron. “Es la calma que antecede el huracán”, nos dijo Lara con una sonrisa. Fueron como dos o tres minutos de calma y silencio, en los que parece ser que la naturaleza brinda a la mujer las fuerzas de reserva para los últimos pujos. Se sentía una presencia natural, humana, animal, que nos excedía a todos los que estábamos ahí. Solo noté que se escuchaba de fondo “Canto de Ossanha”, del mismo disco La Fusa, y fue entonces cuando llegaron las últimas contracciones. Vi entrar al obstetra. Con ambo y cofia, tarareando una canción. No dijo nada, saludo a las neonatólogas, me miró, me guiño el ojo y quedó contemplando la escena, la composición humana de Piru, Lara atrás, y yo al lado. Otra vez, como en el parto de Ciro, me flasheaba el obstetra y su capacidad de descomprimir esta situación tan trascendental para uno y que es en realidad parte de la cotidianidad de todos los días de él.

En el siguiente pujo miré hacia abajo y vi una burbuja espesa y grande saliendo de Piru, que emitía un grito desgarrador. Sentí un escalofrío en toda la espalda. Volvió el silencio y yo ya no podía hablar. Una sonrisa se apoderó de mi cara, casi como única expresión de mi cuerpo. Lara dijo que faltaba uno más. En el siguiente pujo sentí un ruido y escuche que Lara decía: “agarrala por acá abajo”. Pensé que le hablaba al obstetra, que seguía mirando y sonriendo. Fue entonces cuando miré entre las piernas de Piru y la vi, una bolita azul que Lara sostenía y me ofrecía. Azul abrió los ojitos y me miró; y lloró. La sostuve con mis manos un tanto temblorosas y la coloqué en la panza de Piru, que seguía parada, como agazapada, que también la sostuvo con sus manos. “Hasta ahí, que no da más el cordón”, dijo Lara. Piru giró sobre su propio eje y se desplomó sobre la cama con Azul en sus brazos. Eran las 18:26. Azul había nacido. Mientras acariciaba a nuestra bebé la besé a Piru en la boca y le dije que la amaba. Volví a sentir ese olor de su boca y de su transpiración tan único como el que había sentido cuando nació Ciro, irrepetible, femenino, animal, natural. Piru miró a Azul, que enseguida se prendió de su teta, y le dijo: “Hola, hija”.

Piru me dijo que tenía sed, que quería agua. Divisé la botella de Levité que ya estaba recargada con agua por vez número diez. Y quedaba un fondito. Era la misma Levité, pero todo había cambiado.

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Él/Ignacio Segade nació en Buenos Aires en diciembre de 1984. Es Licenciado en Administración y trabaja en comunicación y marketing. Es papá de Ciro y Azul.