Por Noe Vera*
En el segundo tanque australiano, el más grande, rodeado de bananos, dos metros abajo del manto de agua, abrazados por las patas, dos cadáveres de chinche molle ahogadas. Qué imagen impactante, triste, pero de mucha tragedia romántica. Parecían calaveras de larga data. Lucero nos contó que el de cuerpo más pequeño es el macho, que se sube hasta la hembra por la panza para copular ¡Cosas que aprende en la escuela! gritó la madre desde lejos. A la altura del suelo, una cofradía de verdes altos, bajos, verde inglés, verde musgo, verde loro nos abrazaban y los colores chispeantes de las flores nos hicieron las primeras cosquillas serranas. Margaritas silvestres, violeta aterciopelado-salvia-salvaje, cosmos naranjas, dalias salmón, dalias rosadas. Sonreir. Reir. Sonreir. Reir. Así toda la estancia. Caminamos las tres amigas y la niña rodeando la casa, subiendo y bajando escalones de madera y piedra. En movimiento, nos dábamos la vuelta, sorprendidas, para ver a los bajitos tan cargados de limones y pomelos. Realmente fértiles. En la huerta saludamos calabazas bebés, todavía verdes, de hojas veteadas y flores estrella chamuscadas, la mayoría blancas. Nos perfumamos los dedos acariciando el romero y así, olfateando colores y texturitas llegamos al invernadero del reino. Reinas Girgolas. Parecían sombreros de goma, boinas color crema de formas nubosas, inmensas. Crecen encimadas como si formaran departamentos. Arriba, el cielo era celeste eléctrico. Las nubes, algodón alta densidad. Nos sacamos una foto con ellas detrás en la terraza del dormitorio. El lugar más alto de la casa, donde se recibe el sol de la mañana.
Amanece. Horas después, la pareja hace su coreografía de quehaceres y cuidados como bailarines abrigados del valle. Una danza doméstica que envuelve a las huéspedes de todo su valor. Amor circulante. Sonreir. Reir. Sonreir. Reir. Así bailamos todas todo el día. Una hojea un libro. Otra prepara agua para el té. Otra despliega su computadora. Los ojos de la niña más pequeña hablan por sí solos, miran y abarcan. Su cuerpo danza por dentro. Nos acompaña. Cuando le hablamos, ríe, con toda la cara, con mucha gracia. Como si saltara.
La pareja es nueva en este paisaje donde eligió anidar. Llegaron en otoño hace cinco años cuando dejaban la sierra las catitas verde fluo. Familias llegan, familias se van. Las catitas volvieron la siguiente primavera. A la familia hasta acá la trajo Amapola. Nació para vivir en el paraíso. Un paraíso infernal dice a veces su madre cuando descarga. Quiere que la chamana la escuche. Que sepa su versión. Lleva collares con inciensos. Le toca la puerta. La chamana la atiende, se despereza, tiene el pelo gris. Le dice a todo que sí y no aporta palabra. Le prepara unas tinturas y le da indicaciones, que vuelva en un mes. Ronda de plantas. La madre sube a su camión y vuelve a casa. Sube la montaña. Desarrolla una paciencia que no sabía que tenía. Cuando llega, carga a su hija, la mira profundo, le canta. La encanta. Nació para tenerlas. Primero un esplendor, Lucero. Luego una flor, Amapola. Cuando la hija mayor pregunta qué es un aborto, el padre responde simple: no todos los niños nacen.
Momento de subir aun más alto. Vamos de paseo. En el camino a la Piedra Bola, una casa tiene muchos carteles que dicen: “Amapola” sobre cerámica en cursivas. “Amapola” en el pueblo es también una marca de cosméticos y al frente de algunas casas, crecen rojas y gigantes. Parecen ojos rodeados de pestañas rubí. Amapola tenía que llamarse así y crecer acá. De alguna manera lo dijo, sin hablar. Acá todo la escucha.
Vamos en hilera. La más torpe de pies, yo. Avanzo cautelosa. Adelante van mis guías. Las piedras son de todos los tamaños, algunas resbalan, tan pulidas. El sol nos hace transpirar. Agachados, agarrándonos de ramas. Saltando, si hace falta. Nace un arroyo, de repente. Pisamos agua en el camino. Cuando cruzamos al otro lado, para seguir adelante, cuesta arriba, sorteamos barro. Las zapatillas se nos mojan, las bolsas de tela se tambalean. Algunas llevan mucho peso, galletitas y agua caliente para la hora del mate. La niña nos lee en voz alta la señalética del camino. Los carteles alientan: “¡Vas bien! Seguí. Es por aquí” en todos parece que habla un duende. Llegamos pronto a la cima y el último mensaje dice: “¡Llegaste. Gracias a los elfos!”
Arriba de todo está para quedarse a vivir. El sol sigue presente pero hay viento y nos abraza. La frescura alivia. El suelo es plano, un mosaico. Invita a recostarse y eso hacemos. Más allá hay recovecos que parecen habitaciones con puertas. La piedra bola es imponente, custodia el pueblo. Tiene autoridad. Cada tanto sube alguien más, saluda. Cabemos todos. Miramos las casas desde nuestra altura: ahí la Meli, ahí Marisa, allá la escuela. ¿Y esa de dos plantas? Parece todo de juguete en la distancia ¿cómo puede ser? hace quince minutos éramos de ahí. Miniaturas móviles. El paisaje es un panorama que rebosa de colores. Degrada en verdes, con motitas violáceas, fucsias. Constelaciones. Aprendemos que las flores en la sierra son del otoño, en el verano hay menos verde y más amarillo, marrón, tonos quemados. En el verano hay un calor medio asesino.
Todo el tiempo un perfume, levemente azul. Expansivo, fresco, hermoso se mueve conmigo. ¿De dónde viene? Meto la mano en el bolsillo de la campera. Una ramita de lavanda fresca que me dieron en la feria. Cuando vuelvo a la ciudad, noto que permanece. La dejo ahí, que sea inmortal.
*Noe Vera/ nació en Buenos Aires en 1980. Publicó entre otros Colecho, Captcha, Selva Ociosa, Bicimami. También el poemario epistolar Las mejores amigas junto a Flor Monfort.
Co-edita junto a Marina Gersberg la presente revista digital y cree en la poesía como hogar del ser donde entran con protagonismo la maternidad, el amor y los vínculos con el resto de los seres vivientes. Tiene tres hijxs, dos humanxs y uno felino.