Minerva Vitti*
Entro a la piscina y se borra mi cuerpo de tierra. Pido que apaguen la playlist. Quiero silencio. Me coloco en cuatro patas, hundo mi vientre y dejo que el agua acaricie mis mejillas. La curiosidad del animal me hace existir en un limbo líquido. Ondeo como el mismo oleaje y las olas tocan mi lomo. Quiero tocar el agua con mi lengua, beberla y un hilo rojo se desprende de mí. Intento atraparlo para descubrir lo que me dice su textura pero se escurre entre mis dedos. Mis ojos lo persiguen en toda su travesía. Es un hilo suelto que ya no puedo ensartar a las agujas de cada contracción. Pujo y se continuan soltando los hilos. Algunos tienen coágulos que se abren como una flor en el agua. Mi cuerpo es una tela con cientos de hilos rojos que se descosen. Mi cola frondosa se mueve igual que una memoria abierta entre aquellos hilos que surgen de mi territorio interior.
Solo mi dorso inflado como una isla y mi canto de siglos quedan afuera de la superficie.
Continúo balanceándome en cuatro patas debajo del agua. Ignacio se coloca delante de mi y me mira fijamente, sus ojos oscuros son los de otro animal salvaje y no puedo sostenerle la mirada. En un momento él y Simona, mi obstetra, me toman de las manos, me lleno de sus fuerzas y los suelto. Vuelvo a cerrar los ojos y entro en la oscuridad de mi vientre.
Mis gritos se mezclan con los gritos de mi bisabuela pariendo a mi abuelo y a sus hijas en esta misma casa en un campo de Italia.
Siento el agua caer en mi espalda. Ignacio la recoge con la jarra de peltre que tiene el dibujo de la mariposa, la misma que aparece en las fotos de 2012 cuando visité por primera vez este lugar.
De pronto recuerdo un sueño: voy a una floristería a comprar una rosa y unas calas. Días
después llevo una rosa a la tumba de mi bisabuela paterna Rosa, una ofrenda para pedirle permiso para parir en su casa. También compro una planta de calas para tener cerca a mi abuela materna Rafaela.
Ya no hay fronteras en esta cueva-útero. Me desplazo de un linaje a otro. Me refugio en sus flores. Todas laten en mi ombligo. Aquí, en este presente, no soy más extranjera.
***
Cada tanto Simona sumerge un espejo para mirar entre mis piernas. Con un colador recoge los excrementos que expulso con cada contracción. No siento asco ante esas pequeñas piedras marrones que raspan mi ano abierto como un nenúfar. Sangre y excrementos brotan. Todo duele mucho más y mi voz ya nace de una garganta rasgada y caliente como las piedras que se desbarrancan adentro de mí cada vez que pujo.
Simona me pregunta si quiero tocar lo que se asoma en el orificio de mi vagina. Entonces siento un círculo perfecto envuelto en una gelatina que me llena de una fuerza jamás experimentada. El aro de fuego. La memoria abierta. “Cuando venga la contracción puja con todas tus fuerzas”, me dice la otra voz de mis adentros, “puja y apóyate en el grito, atraviesa el aro de fuego”.
Miro de frente la cueva de agua. El fondo oscuro se traga mi rostro. Mis ojos son de esta noche. Desciendo como un balde en un pozo profundo. Este parto es un desplazamiento al continente materno. Mi cuerpo es mi único hogar real.
Me arrastro hacia el ángulo de la piscina que está más cerca del altar que hicimos para el parto. Me quedo en cuclillas. Me aferro fuerte a los brazos de Ignacio y no me voy más de allí. Ya no vocalizo, grito porque me arde la piedra atravesando mi aro de fuego. El grito son unas manos empujando aquella piedra filosa fuera de mí. El grito llega con cada pujo.
Pujo y grito. Mientras más levanto la voz más rueda la piedra. La piedra me raspa. Tiene espinas de puercoespín. El grito llega con cada contracción, luego reposa la voz en mi garganta raspada. La vagina, la vulva, la garganta conectadas por un solo canal. La vulva es la voz. Lo que arde arriba, arde abajo. La corola envuelta en una gelatina es un espejismo adentro de la cueva, lo que toqué no existía, solo el ardor de la piedra.
“Violetta, ven”, la invoco. La corola envuelta en una gelatina no es un espejismo. Pujo y sale de mi vulva. La cabeza violeta está unos minutos debajo del agua. El cuerpo de la cabeza reposa dentro de mí. La cabeza violeta respira porque el cordón umbilical le envía oxígeno. Otra contracción. Pujo. Grito con todas mi fuerzas. Los hombros, los brazos, las manos, el dorso, los genitales, las piernas, los pies. Veinte dedos, dos ojos, una nariz, dos orejas, una boca. Cabellos. Un rostro. “Dios mío, Dios mío”, es lo único que repito. El agua se llena de hojas y pétalos. Ya no siento las espinas y las piedras.
***
11 de marzo de 2024. 11:53pm. Una figura blanda trepa hasta mi pecho con la ayuda de Simona. Es mi cuerpo sobre mi cuerpo unido por un hilo que sale de mi vulva y culmina en su ombligo. Aún no nos hemos separado. La luz azul cae sobre nuestra piel. Solloza un segundo. El único pasado de Violetta es el agua. Su presente: los brazos de su padre envolviéndonos a ambas y las mujeres, tres obstetras y una doula, que han acompañado nuestro nacimiento. Se las presento una por una: Simona, Sarah, Noemí, Valentina.
La sangre se escurre entre mis piernas y nos sacan de la piscina. Camino desnuda con Violetta, una toalla envuelve la parte de su cuerpo que no está pegada a mi piel. Nos acostamos en el mueble. La sangre proviene de un pequeño desgarre en mi vulva. Me colocan una inyección para prevenir la hemorragia.
Simona acomoda a Violetta en mi seno izquierdo, la ayuda un poco abriéndole la boca y empieza a mamar. Cuarenta minutos después vuelvo a sentir contracciones -el contacto piel a piel y la succión de la bebé estimula la oxitocina que las reactivan- y alumbro a la placenta, la hermana gemela de mi hija. Decidimos que ambas se separarán cuando el cordón umbilical deje de latir; así que Violetta continúa unida al cordón mientras la placenta le dona su último soplo de vida, las últimas células madres para protegerla en este mundo.
A Violetta la pesan, la miden, revisan sus reflejos y el frenillo “perfetto”. A la placenta le revisan ambas caras, el follaje de árbol inundado que miraba Violetta y la que penetró mi útero.
Seguimos iluminados por las velas y la cascada de luces en la pared. Nuestro nido se ha convertido en una cueva caliente en este invierno gracias a las estufas de gas y leña.
Violetta regresa a mis brazos para seguir mamando. Mientras tanto me cosen como si fuese una tela. Arde mucho. Respiro profundo. Afortunadamente son puntos superficiales pero no dejo de pensar en cómo después del parto el cuerpo sigue padeciendo.
Noemí me ofrece mi primera comida después de parir: un pedazo de pizza y un té de camomilla.
Como no tenemos una manguera Valentina vacía la piscina -llena de agua y sangre- con tobos. No sé cuántos saca. Observo todo desde el sofá con Violetta pegada al seno y la placenta envuelta en un cobertor clínico de cama. Devoro mi segundo pedazo de pizza.
En cierto momento Sarah me dice que vayamos al baño para orinar y limpiar los puntos con Betadine. Simona le pide a Ignacio que se quite la camisa para que sostenga a Violetta, así también hace el piel a piel con su papá. Me siento en la poceta. Sarah me aconseja que mantenga la mirada al frente o hacia arriba para no marearme, tardo muchos minutos antes de poder orinar. El baño está iluminado con una vela. Cuando finalmente orino, Sarah me lava con agua, rocía Betadine en los puntos y me ayuda a ponerme un pañal y una bata con botones al frente. Al levantarme siento un vacío inmenso en el pecho, como si me hubiesen sacado el corazón. “É il vuoto” (es el vacío), me explican todas con una sonrisa.
Ya Violetta no está más dentro de mí.
Un pedazo de mi alma ha quedado expuesto en este mundo para siempre.
Al salir del baño no están los cobertores clínicos, ni las sábanas, ni mis restos en el suelo.
Las mujeres han limpiado y recogido todo. En el lugar de la piscina está el sofá cama desplegado, vestido con las sábanas que compramos para este día.
Simona acuesta a la bebé cerca de mis pies para vestirla con su primer conjuntito -un body que dice “nata in casa”, una tutina, medias y un gorrito- luego me la entrega para amamantarla con el seno derecho.
Ignacio se acomoda junto a nosotras con el velón rojo que nos iluminó en el nacimiento.
Ahora su llama nos ayuda a separar el cordón de la placenta. Valentina también está sentada en la cama estampando la placenta -aun unida a Violetta- en unas cartulinas blancas. Allí queda su huella húmeda como un árbol frondoso de sangre. Transcurren casi diez minutos antes de que el cordón se desprenda de la placenta. Huele a carne quemada. Unos segundos antes de consumirse, Simona lo sujeta por el extremo más cercano al ombligo mientras Ignacio continua sosteniéndolo por el extremo más cercano a la placenta. Violetta y yo quedamos en el centro. Cuando finalmente el cordón cede, Simona aplaude o sonríe, ya no recuerdo bien, como si ahora Violetta estuviese completamente de este lado.
Son casi las cuatro de la mañana cuando todas se marchan. “Ciao mia farfallina” (adiós mi mariposita), se despide Sarah. Valentina se lleva una bolsa negra con las sábanas, toallas, ropa y todo lo utilizado en el parto para devolvérnoslo limpio.
De pronto un silencio se apodera de la casa. Ignacio y yo nos quedamos contemplando a la bebé mientras la cascada de luces cae sobre nosotros.
A las siete de la mañana tocan la puerta. Es la Zia Benedetta que trae el desayuno: un pedazo de pigna, una torta tradicional italiana que hornean en Pascua.
Aun faltan dos semanas para el domingo de resurrección, pero de alguna manera este día se está convirtiendo en nuestro propio pasaje de la muerte a la vida. La estampita de José Gregorio Hernández me mira desde el altar.
*Este es un fragmento de mi relato de parto que hace parte de un diario en edición sobre mi experiencia de embarazo, parto y puerperio, con el sueño de que algún día se convierta en libro.
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Minerva Vitti (Caracas, 1986) Periodista especializada en pueblos indígenas, conflictos socio-ambientales y migración forzada. Ha publicado La fuerza del jebumataro: historias de despojo y fortaleza de la Venezuela indígena (Abediciones, 2019), que reúne una serie de crónicas, relatos y reportajes, escritos durante los primeros diez años de mi trabajo con los pueblos y comunidades indígenas. Además ha sido coordinadora editorial y autora en Salvar la vida en la Tierra. Hacia la conversión ecológica (Centro Gumilla, 2023) y Más fuertes, más rebeldes, más alegres. Historias de lideresas indígenas y campesinas en Venezuela (Centro Gumilla, 2024).
Publicó el relato El Bucare en el libro colectivo Intemperie, producto final de un taller de escritura con Marina Hernández. Actualmente vive en una pequeña aldea italiana desde donde escribe Legna verde, un newsletter donde reflexiona sobre identidad, memoria, territorio, naturaleza y, recientemente, sobre su experiencia de maternidad. Tiene un libro inédito. Puedes seguir su trabajo en su Instagram: @minervavitti