por Celeste Farbman*
Hoy nace
Era el segundo monitoreo en tres días y el quinto de la semana. Estaba acostada en la camilla del consultorio de mi obstetra junto a Julieta, la ecografista, que casualmente se llamaba como la hija que estaba esperando. Julieta le pidió a Maxi, mi pareja, que fuera al kiosko a comprar cosas dulces para estimular el movimiento de la bebé, pero ni la Coca ni los alfajores que me trajo lograron nada.
El consultorio funcionaba en el cuarto piso de un edificio ubicado en el barrio Caballito, el centro neurálgico de la Ciudad de Buenos Aires. Tenía dos habitaciones convertidas en espacios de atención, uno era el de Andrea, y el otro, el de Jesica, las obstetras del centro de salud. También había un cuarto completamente oscuro para las ecografías, y otro ambiente, el más grande de todos, que funcionaba como sala de espera. El día que me enteré que mi embarazo se terminaba, el consultorio estaba lleno de futuras madres.
Ese jueves, me recibieron Jesica y Julieta, porque Andrea, mi obstetra, estaba de guardia en el hospital. Colocaron el monitor alrededor de mi panza y nos dejaron solos. Maxi y yo sabíamos que las cosas no andaban bien, así que, durante las dos horas que estuvimos en esa sala, casi no hablamos. Julieta y Jesica se turnaban para entrar, conversaban entre ellas y movían el monitor. Afuera el cielo se caía a pedazos, y adentro mío, un poco, también.
Para mí, parir era el rito de pasaje a la maternidad y fantaseaba con eso incluso antes de estar embarazada. Leía artículos, blogs, entrevistaba a doulas y parteras en mi programa de radio, militaba contra la violencia obstétrica. Pienso que, por todo eso, cuando Andrea me avisó por teléfono que ya no podíamos esperar más y que reservaba el quirófano para las ocho de la noche, empecé a llorar sin consuelo. Ella intentaba calmarme con argumentos médicos y otros que no lo eran tanto: estás a punto de conocer a tu hija y eso es una buena noticia, me decía. Nos quedamos un rato más, con Maxi, solos en el consultorio. Aún faltaba un mes para que el embarazo llegara a término. Cuando por fin salimos nos despedimos de Jesica y de Julieta y bajamos en el ascensor hasta la planta baja. Me quedé parada, bajo techo, mientras Maxi acercaba el auto hasta la puerta del edificio. Saqué el teléfono y reenvié el mismo mensaje a mis amigas y familiares. Hoy nace, escribía en mayúsculas. Mi amiga Laura me respondió con una foto junto a su hija y me dijo que la lluvia era un buen augurio para nacer.
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Inventar un lenguaje
El once de julio de 2019, pasadas las nueve y media de la noche, me estrené como madre. A la clínica llegamos en taxi, bajo una lluvia torrencial. En el camino, con Maxi improvisamos una playlist con canciones de Jorge Drexler para que nos acompañe dentro del quirófano. No había tiempo, así que fuimos a lo seguro. En el ascensor de la planta baja encontramos a nuestra partera Marcela. Era una tipa muy simpática que habíamos conocido dos semanas atrás, en el curso de preparación para el parto vaginal que no iba a tener. Cuando vimos los videos de la indígena mexicana que paría a sus hijos sola, en el río, por recomendación de Marcela, me pareció asombroso. Hoy pienso que fue injusto con nosotras, conmigo y con Julieta, llegar hasta la puerta del ascensor y no saber qué pasa en una cirugía. La partera estaba acompañada por su hija. Los bebés eligen cuándo nacer, dijo.
Subimos y Marcela nos llevó a una sala pequeña donde me preparó para la cesárea. Me colocaron la vía en la mano izquierda, me rasuraron la pelvis, y cuando estuve lista, al menos mi cuerpo, un enfermero me llevó en silla de ruedas hasta el quirófano ubicado unos pocos metros más adelante. Iba como anestesiada, aunque no había puesto ni un pie en la sala de operaciones. Escuchaba a la obstetra hablar de cualquier cosa con la neonatóloga y yo pensaba que los nacimientos son únicos y a la vez algo absolutamente rutinario en la vida de estas personas. En un punto las entendí.
Me recosté en la camilla con ayuda del anestesista. De reojo vi a Guillermina, la médica de guardia que me había atendido la semana anterior cuando me internaron por un pico de presión. Ella también me reconoció. A los pocos minutos me aplicaron una inyección por la espalda que me durmió desde el ombligo hasta los pies, y cuando Maxi entró, ya me estaban operando. No pasó mucho tiempo hasta que la obstetra pidió que me inclinen la cabeza para ver salir un bebé del centro de mi cuerpo, y en ese mismo momento, la partera y el resto de los médicos que estaban siendo testigos de mi transformación más radical, comenzaron a nombrarme mamá. Me felicitaban y acercaban a Julieta para que la besara antes de llevarla al control; mientras tanto yo, adormecida, cortaba uno a uno los lazos con el resto del mundo. Me alzaron hasta la camilla y me llevaron a una habitación pequeña, con una cama y un baño. Me quedé un tiempo sola, no podría decir cuánto. Tal vez, media hora. La sensación de cansancio aumentó y tuve que cerrar los ojos hasta que Maxi cruzó la puerta con la bebe envuelta en una sábana blanca con el nombre de la clínica bordado en hilo rojo oscuro. Se acercaron y nos sacamos nuestra primera foto familiar. Luego, debieron llevarla nuevamente a neonatología y allí la dejaron internada. Yo, rendida y desembarazada de una vez por todas, caí en un sueño denso.
A Julieta la vi al día siguiente, cuando cumplí mis primeras diez horas de madre; estaba en la sala de cuidados intermedios del segundo piso de la clínica, conectada a respiradores y sondas para recibir el alimento. Yo, en cambio, me sentía desconectada de casi todo.
Para ingresar a la neo había que respetar un protocolo de higiene que con el paso de los días lo hacía en automático. Junto a la puerta vidriada había una estantería con decenas de guardapolvos de friselina transparente que usabas y descartabas en cada visita. Con el delantal puesto, te pedían que te laves las manos y luego las rocíes con un alcohol de perfume dulce, como de frutilla. Los miércoles era el día que las abuelas y abuelos podían ingresar a conocer a los nietos que no nacieron como los hijos de la mexicana del rio. Con los días comencé a sentirme
profundamente resentida.
Adentro de la neo la luz del sol iluminaba las cunas ubicadas sobre la ventana; sonaban sirenas de baja intensidad que se volvían estrepitosas cuando algún cable se movía de lugar o un bebe dejaba de respirar por unos segundos. Desde la puerta de entrada, en esa primera visita, busqué a Julieta con la mirada, sin estar segura de poder reconocerla ni tener claro cómo nombrarla. Me acerqué a las cunas de a poco, hasta que la vi. Estaba con los ojos cerrados y tenía varios sensores adheridos a su cuerpo pequeño de treinta y seis semanas. Me senté en una silla y una enfermera abrió la incubadora para ponerla en mis brazos por primera vez. La ansiedad y el apuro por volver a acostarme recorrieron mi cuerpo. La miraba, Maxi nos sacaba fotos, las puericultoras me hablaban para que le ofreciera la teta; yo la acariciaba con curiosidad. En ese momento sentía que mis movimientos eran solo gestos, la forma de una madre, carente de palabras. Apenas lograba sentir algo más que dolor y cansancio. Me pareció una buena idea irme y volver a mi habitación dos pisos más arriba. Esa noche, me desperté llorando y repitiendo que una bebé tiene que estar con su mamá. A veces el cuerpo llega antes que el corazón.
Era sábado cuando bajé nuevamente al segundo piso para ver a Julieta, que ya no estaba en la incubadora sino en una cuna de acrílico transparente, justo debajo de la ventana por la que entraba la luz. Me acerqué y parada frente a ella le toqué la carita mientras dormía. Le dije hola pichona, solo por decir algo, en voz muy baja, y me di cuenta que ser madre también es construir un lenguaje común.
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Celeste Farbman nació un sábado lluvioso de 1985. Estudió comunicación social y trabaja en organizaciones de la sociedad civil como coordinadora de prensa. En abril de 2024 estrenó un podcast sobre nacimientos por cesárea, HOY NACE, junto a la productora Florencia Flores Iborra. Estos textos fueron elaborados en el taller de escritura coordinado por Larisa Cumin, «La invención de la memoria». La maternidad fue el empujón que necesitaba para comenzar a escribir.