por Kiki Olmedo*
Zoilo empezó un día a estar muy necesitado conmigo. Olfateó su competencia antes que yo. Los dos sabíamos que había algo raro, pero yo no quería confirmarlo. No me quedó alternativa. Compré una prueba de embarazo y me senté, incrédula, viendo cómo las dos líneas se definían en la ventanita. Lloré encerrada en el baño y lloré por días después. Lloré por no quererlo y lloré por no poder deshacerme de él. Mi alien.
Todos los lunes a la mañana Lili, mi psicóloga, me ayudaba a asumir mi realidad. Me llamó la nave. La nave de otra nave. La nave de mi alien. Todas las tardes recorría una nueva curva de este cuerpo extranjero. Como yo en esta ciudad que no elegí, sino a la cual sólo acepté mudarme.
La noche antes de que llegaras no fue la noche antes de que llegaste. Porque te hiciste esperar. Rompí bolsa después de un rapidito que sería mi último en mucho tiempo. Como una pelopincho desbordándose en mi cama. ‘Bueno’, dijimos los dos después de secar y poner toallas sobre el colchón, ‘vamos a dormir que todavía falta mucho’. Tenía muchos libros y cursos encima, creía que entendía todo lo que estaba pasando…
No. Nada de lo que pasaba iba a ser ‘entendible’ en el sentido tradicional de la palabra. Cuatro horas de avanzar el trabajo de parto dentro y fuera de la ducha, las ‘olas’ en mi cuerpo alistándose para tu llegada me cubrían y temblaba de dolor. Pero podía soportarlo, respirando, imaginando esa anestesia anaranjada creada por mi mente. Imaginando que pronto tendría a mi alien conmigo. Me comí un helado de palito y decidimos salir al hospital.
Todo paró.
Volvimos a casa, por suerte. ‘Hasta mañana al mediodía’, me dijo la matrona. Llegó el mediodía del día siguiente con más dolores y ningún avance fisiológico. Era hora de empezar intervenciones. Tubos por todos lados, agujas que entraban en mi cuerpo, ya hinchado, para seguir inflándome como un globo de cumpleaños. Todo lo que no quería. Todo lo que me había convencido que no me iba a pasar. El dolor no aminoraba, la anestesia naranja se convirtió en anestesia de verdad luego de 18 horas. Hypnobabies tocando en el parlante de fondo toda la segunda noche. Y llegó Cali a sostener mi panza, literalmente. Gracias al universo por las doulas, porque con sólo un compañero no hacemos nada las parturientas…
Alrededor de las 6 de la mañana ya era el momento. No pude moverme mucho. Mi alien precioso tenía un ritmo cardíaco inconsistente y la matrona de turno no quiso arriesgarse a darnos nuestro tiempo. De repente todas las luces del cuarto se prendieron, me encandilaron. No era momento de concentrarme en mi cuerpo sino de los médicos. Me hablaban de informed consent pero nada de este alboroto se parecía a dar consentimiento… Ahí estaba yo, siendo espectadora de mi propio parto, intentando recordar el plan que con tanto esmero había tipeado para las enfermeras. Todo se fue por la ventana. Saliste apresurada con la ayuda de una ventosa, un sombrerito de duende. Y antes de que pudiera comprender que estabas de este lado, te sacaron de mis brazos, nos separaron por primera vez para examinarte toda. A. me levantaba el pulgar en señal de ‘todo OK’ desde el otro lado del cuarto. Te devolvieron a mí unos minutos más tarde. Le dije a A. que apagara los sonidos de hipnosis. Era hora de tu playlist, mi Luz del Amanecer, empezando por la Canción de bañar la Luna.
Seguía sin lograr comprender qué había pasado las últimas 30 horas, los últimos 30 minutos… Quién era este pequeño ser semidesnudo que dormía pegado a mí? Como un marsupial pelado y confundido. Sólo podía seguir la corriente, fluir con los días y las noches amalgamados en un solo tiempo y espacio. Se me llenó el pecho de miedos. Y después llegó la leche. Ya no era yo, sino un ser al servicio de otro ser. Una nave transformada.
Escribí sobre 19 miedos en tus primeros 5 meses de vida, y rumié sobre incontables más en las horas entre sueño e insomnio. Viéndote dormir, chequeando tus pañales y tu respiración con una mezcla de admiración y pánico. Lloré por la mujer que fuí y por la que podría haber sido, lloré porque en ese momento las otras mujeres no parecían entender. Lloro todavía. Con un luto intermitente porque te resiento, pero al mismo tiempo la vida sin vos no tendría la luz del amanecer. Desde el otro lado te veo, ya no la bebé que fuiste. Tus ojos grandes, tus palabras configurándose. Algunas de ellas extranjeras también.
El amor puede tomar infinitas formas a tu lado, recién empiezo a descubrirlas todas. Y vendrán más y vendrá más llanto y más decepción en mí misma y espero superar temores infundados para ver que yo tampoco soy la que fui sino mucho más por ser tu nave. Y cuando me llames como hoy a las 6 de la mañana, parada desde tu cuna, voy a tropezarme, somnolienta y torpe, para buscarte. Y como hoy, siempre vas a ser mi Luz del Amanecer.
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Kiki Olmedo: mujer, artista, migrante, madre. En ese orden. Nació en Salta Capital, la hija del medio entre otros 6 vástagos. Recorrió años en el Taller Azul de arte infantil, donde se enamoró del arte y de las letras. Allí participó con dibujos y textos en la publicación de múltiples libros. Estudió en la UNA, en Buenos Aires, y sus viajes la llevaron a probar suerte en el exterior.
Luego de estudiar escritura en NYU, contribuyó en publicaciones de arte como artnet News y Observatoire de l’art contemporain. Su práctica artística se vincula con su historia personal, el desplazamiento geográfico y la transformación de la identidad, íntima y compartida. Hoy sigue explorando y resignificando este interrogante a través de proyectos colectivos como inmigrante y, más recientemente, desde la mirada de la maternidad. Vive y trabaja en Estados Unidos. || kikiolmedo.com