por Ana Wajszczuk*
Leonor trabaja con dos clínicas de reproducción asistida. Consultó a una sobre la posibilidad de hacer la ovodonación con una donante no anónima. Con la hermana de su paciente, concretamente. Y respondieron que no: sólo aceptan donantes anónimas y reclutadas por la misma clínica.
Martín apoya su mano sobre mía para tranquilizarme, porque estoy por saltar de la silla del consultorio, quiero ir yo misma a la clínica esa a que me digan en la cara que no.
La esperanza que se abrió con la propuesta de Cecilia resulta que también está fiscalizada por la medicina. Que decide –al menos en todas las clínicas que consultamos— que la donación de óvulos debe ser anónima. Aunque en la Argentina hasta el momento no exista ninguna legislación puntual al respecto.
—Las posiciones están muy divididas—, explica Leonor. La tendencia mundial de todas maneras es ir hacia el fin del anonimato. En Europa hay sistemas mixtos, e incluso en algunos países la donación anónima está prohibida en base a que priman los derechos de la persona por nacer a tener acceso a la información sobre su origen genético por sobre el derecho a la privacidad del donante. Hay un cierto estigma en dar material genético como si fuera cualquier otra célula, muchas fantasías rondando, y el anonimato es una suerte de protección ante eso. Y hay otras cosas en juego: la Sociedad Española de Fertilidad, por ejemplo, sostiene que si no fuese de esta manera, la cantidad de donantes sería menor en un contexto donde cada vez más mujeres tienen problemas reproductivos.
—O sea, que no les toquen su negocio— digo, rabiosa.
—No, o no solamente. También es un tema, por razones culturales o incluso religiosas, bastante más tabú que la donación de esperma. Muchas parejas que reciben gametos donados están muy a favor del anonimato, aunque en términos estrictos hay que consignar en la partida de nacimiento si el bebé fue concebido por técnicas de reproducción asistida. Cuesta mucho llegar a esta instancia, ustedes lo saben bien. Y una vez aquí muchos prefieren hacer borrón y cuenta nueva.
Yo no quiero ningún borrón y cuenta nueva. Nadie me va a convencer que es mejor no saber que saber. En ningún asunto de la vida. En todo caso, quiero elegir saber o no. Saber de dónde, de quién, de qué historia, de qué cuerpo proviene el óvulo que origine a un posible hijo o hija. Que ese posible hijo o hija pueda también saberlo, sobre todo.
Odio a las sociedades de fertilidad, a las clínicas de fertilidad, a los expertos en fertilidad, a los laboratorios de fertilidad, a los congresos de fertilidad, a las influencers de fertilidad, a las nutricionistas y a las gurúes de fertilidad, a todos los fértiles que guían y aconsejan a infértiles, empezando por el primer médico al cual acudimos hace tanto tiempo que parece otra vida, cuando ninguna de mis amigas tenía el más mínimo problema para quedar embarazada ni las periodistas de mi edad publicaban en ningún medio crónicas sobre su experiencia congelando óvulos. Un médico que me quiso enviar directo a un tratamiento in vitro en la segunda consulta, y cuando yo no pude contener el llanto dijo, cortante: “La fertilización asistida abre una gran posibilidad donde antes no la había. Si lo vas a tomar de ese modo, empezamos mal”. ¿Sabe qué, doctor? Sí. Empezamos mal. Y seguimos mal.
Quizá la única persona entiende esta desazón, esta bronca, pienso, es María. La única que puede entender por qué me parapeto como si estuviera detrás de una barricada y del otro lado, del lado que no es el nuestro —el mío y de Martín pero sobre todo el mío— estuvieran los médicos y las clínicas y los estudios y la ciencia. Somos amigas desde los diez años y aunque hace dos décadas que casi nunca coincidimos en el mismo país, muchas veces nos tocó vivir situaciones parecidas.
María vive en Barcelona, y siempre quiso tener hijos. Su novio, en cambio, no. O no aún. María, después de años de idas y venidas, de un aborto espontáneo y de mucha terapia, decidió seguir en pareja, pero embarcarse sola en la búsqueda de un hijo o hija. Empezó a investigar con su tenacidad de politóloga, se unió a una asociación de familias monomarentales, se dio cuenta que como extranjera y “soltera” sería muy difícil que le otorgaran la guarda de un niño en adopción. Y entonces decidió hacer un tratamiento de fertilidad con un embrión donado, aunque no la convencía para nada el anonimato de los donantes, alguna pareja que ella jamás conocería y que por razones que tampoco nunca conocería habían decidido donar ese embrión. Y así llegó su hija al mundo. Que ahora, además, era hija también de su novio, que había adoptado a la beba.
Mirá Ana, para mí nunca fue un tema la genética, me dijo la última vez que hablamos, una llamada donde la noté feliz como hacía tiempo no la sentía, mientras de sonido ambiente se escuchaban ruiditos de bebé. Te juro que miro a Lola y siento que es un milagro, que fui bendecida, que es una locura hermosa cómo llegó ella a mi panza y a mi vida, que hasta de una manera rara que no puedo explicar bien me alivia no tener nada en común genéticamente con ella. Yo no tengo más que agradecimiento, hace algunos años atrás mujeres como vos y como yo no hubiéramos podido ser madres, al menos no de manera biológica.
Me emocionó lo bien que había resultado su historia y las extrañas maneras en las que una familia podía armarse, como constelaciones caprichosas de estrellas. Pero a las clínicas de fertilidad, María, las odio, le dije. Odio su marketing del altruismo, sus eslóganes de la ovodonación como un acto desinteresado de amor de una mujer anónima, que se retira pudorosamente de la escena para que otra emerja triunfante y logre el “sueño” de “formar una familia”. Odio que decidan a priori que el proceso sea anónimo porque es más eficiente para ellos, que no ofrezcan la opción del no anonimato a las mujeres que les venden sus óvulos y a las que se los compran luego a la clínica…
Vender, comprar…no es tan así, me interrumpió María. Técnicamente a las donantes se les paga por las molestias del tratamiento, no por los óvulos, y las que recibimos los óvulos o embriones pagamos los costos de ese tratamiento.
Bueno, María. Odio todo ese campo semántico en torno a la palabra donación que arman las clínicas. Odio sus eufemismos, sus tiempos eternos, sus caras de póker, sus procedimientos estándar, sus promociones con descuento en el mostrador de entrada, la manera fordista de atender, sus recepcionistas, sus salas de espera, sus plantas de interior.
—¿Y en la otra clínica con la cual trabajás?— le pregunta Martín a la médica, y mi mente regresa a mi cuerpo, que sigue sentado ante el escritorio de madera estilo nórdico y los recetarios color rosa del pulcro consultorio de Leonor.
—Con este antecedente yo les sugeriría que en la otra clínica pidan una entrevista ustedes mismos con el director. Si van y explican su caso, es más probable que les den una respuesta positiva que si lo propongo yo. Muchas veces no quieren donaciones de gametos que no sean anónimas porque temen problemas a futuro entre la donante y los padres, o conflictos de orden psicológico.
Encima eso. Esto no tiene fin.
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Ana Wajszczuk nació en Quilmes, en 1975. Es editora y periodista. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y el magíster de Escritura Creativa en la UNTREF. Sus artículos aparecieron en periódicos y revistas de Latinoamérica como La Nación (Costa Rica), Gatopardo, GQ, SoHo; Radar, Clarín, La Nación Revista, Noticias y La Agenda de Buenos Aires, entre otros. Publicó en poesía Trópico Trip (1999, Del Diego) y El libro de los polacos (2004, Algaida, XXII Premio de Poesía Ciudad de Badajoz; reeditado en 2022 por Caleta Olivia) y la no ficción Chicos de Varsovia (2017, Sudamericana), adaptado al teatro, premiado por el Estado y la TV de Polonia y elegido como uno de los 20 libros latinoamericanos del año por el diario El País (España).