Nostalgia del futuro

ignacio molina

Nací a las dos de la mañana del jueves 5 de agosto de 1976 en el Hospital Español de Bahía Blanca. Fui el tercer hijo de mis papás, una ama de casa que en ese momento tenía veintiséis años y un odontólogo de treinta y cinco. Mi hermana había nacido en el 69 y mi hermano en el 71. Yo llegué después de un bebé que murió a los pocos días de vida y de un par de embarazos abortados de manera natural a horas del parto. Es decir que nací de casualidad: si hubiera muerto en la incubadora o en la panza de mi mamá en la semana treinta y pico nadie se habría sorprendido demasiado. Tal vez por eso no me habían pensado un nombre y viví mis primeras horas anónimo. Cuando vio que estaba sano mi mamá preguntó: “¿Ignacio?”, y a mi viejo le gustó.
El primer recuerdo que tengo es extraño: hay un nene de dos años con un enterito marrón caminando hacia una ventana; yo lo miro desde una esquina del cuarto pero al mismo tiempo ese nene soy yo. A esa altura, a mediados del 78, ya había nacido mi hermana menor. La casa donde vivíamos quedaba en la calle Lamadrid, en el centro de la ciudad, a dos cuadras de la Plaza Rivadavia, y era muy grande: tenía cinco habitaciones, tres baños, una terraza y un living y una cocina que me parecían enormes. En el mismo domicilio, en la planta baja, estaban el consultorio de mi papá y el departamento con enredadera y patio de baldosas anaranjadas de mi abuela. Su marido (mi abuelo) había muerto unos años antes: él había sido el primer dueño de esa casa y el primer odontólogo del consultorio.
Durante los primeros tiempos compartí la pieza con mi hermano, un cuarto de paredes y muebles marrones que daba al balcón y a la calle. Mis hermanas tenían un cuarto blanco y rosa en el medio del pasillo y mis papás uno de empapelado de florcitas que daba al otro extremo del balcón y era el único que tenía aire acondicionado.
En los meses de verano hacía un calor seco muy intenso y en invierno mucho frío. Cuando yo era muy chico toda la familia hizo un viaje en auto a las Cataratas del Iguazú. Todos menos mi abuela y yo. Por varios años yo me apropié de los relatos que escuché cuando volvieron y estuve convencido de que también había viajado. Contaba, por ejemplo, que mi hermano siempre comía lo mismo, milanesas con puré, aunque hiciera mucho calor, y que las cataratas te empapaban aunque estuvieras muy lejos. Más adelante me confesarían que yo nunca había viajado y que me había quedado en Bahía al cuidado de la abuela. Calculo que mis compañeros de jardín les habré hablado de ese viaje. El jardín se llamaba Caperucita Roja y quedaba en la calle General Paz, a unas cinco cuadras de mi casa. Tenía un patio con un cantero de arena gigante, algunos árboles y un espacio de tierra con dos arcos para jugar a la pelota. La directora se llamaba Aurora y una vez, para un acto, me disfracé de marinero. De mis compañeros sólo recuerdo el nombre de dos (Leandro y otro Nacho). En ese jardín, en abril del 82, les entregamos chocolates y regalos a unos colimbas que estaban a punto de partir hacia la guerra de Malvinas. Las nenas y los nenes hicimos una fila y les íbamos entregando los regalitos a los chicos vestidos de soldados que nos agradecían y nos saludaban con un beso o una caricia en el pelo. Para esa época vinieron a vivir a casa Delia y su hijito Aníbal. Delia también trabajaba en la casa y su marido estaba preso en la cárcel de Villa Floresta por haber matado accidentalmente a un tipo en un bar de Mercedes, en una pelea de borrachos. Aníbal tenía un par de años menos que yo y enseguida se convirtió en el quinto hermano de la familia. Ambos vivían en el único cuarto de la planta baja, que tenía baño privado, una ventana hacia el patio de la enredadera, una buena estufa y unas baldosas anaranjadas que daban sensación de frescura en verano. Para tomar la leche yo tenía una taza amarilla exclusiva: no podía tomar en otra ni nadie podía tomar en esa. También tenía una obsesión con las chinelas: tenían que quedar toda la noche alineadas milimétricamente en paralelo a un borde de una baldosa del suelo y no podía salir de la cama si no estaban ahí.
Cuando tenía cuatro o cinco años mi papá empezó a llevarme a ver a Liniers –el club donde él había jugado de chico– en el torneo de fútbol de la Liga del Sur. Íbamos de local y de visitante y las canchas se llenaban: todavía no había TV por cable ni Olimpo jugaba a nivel nacional. La mayoría de los equipos acostumbraban cambiar de camiseta para el segundo tiempo y eso me gustaba. Siempre hablábamos de los viejitos de Liniers que le pegaban al alambrado con un diario enrollado para quejarse del arbitraje. Para esa época mis papás ya habían comprado la casa de Sierra de la Ventana, un pueblo enclavado entre arroyos, campos y sierras a poco más de cien kilómetros de Bahía. El terreno de la casa era muy grande e incluía parte del arroyo San Bernardo que pasaba por atrás. Mi hermana mayor y yo éramos rubios; mi hermano y mi hermana menor eran morochos. Con el tiempo me fui acastañando, pero en las fotos de los setenta y principios de los ochenta mi pelo se ve de una tonalidad amarilla. De lo que pasaba fuera de mi casa o del jardín hasta mis cinco o seis años (es decir, de lo que pasaba en el país gobernado por la dictadura cívico militar) no tengo muchos recuerdos.
En la tele había dos canales (Canal 7 Teledifusora Bahiense Color, y Telenueva Canal 9) en los que veía la hora de dibujitos que pasaban mientras tomaba la leche al volver del jardín, y en mi casa se escuchaba LU2 Radio Bahía Blanca. Las primeras sensaciones de angustia que recuerdo tienen que ver con esa radio: en primer grado fui al colegio Don Bosco, al que entraba a la una del mediodía. Mi mamá me llevaba, a veces en auto y a veces caminando (eran unas seis cuadras) pero antes, mientras terminaba de almorzar en la cocina, escuchaba la musiquita del noticiero de las 12:30 y sentía que la voz del locutor iba a anunciarme que estaba por empezar mi jornada escolar y me hacía correr un escalofrío de congoja por la espalda.

 

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Ignacio Molina. Nací en Bahía Blanca en 1976, como ya conté. De adolescente me mudé a Buenos Aires con parte de mi familia. Más tarde empecé a escribir cuentos y novelas y publiqué varios libros: tres de ellos salieron por la editorial Entropía (Los estantes vacíos, Los modos de ganarse la vida y Los puentes magnéticos) y los últimos tres por Falsotrébol (El cuarto deseo, Todos los minutos para vos y Hogar es un signo de pregunta). También publiqué dos libros de poemas por Pánico el Pánico: Viajemos en subte a China y El idioma que usan todos. Trabajo en editoriales y coordino talleres literarios. Escribo el newsletter Sinestesia Salvaje. Tengo un hijo adolescente llamado Fausto.

Instagram: @ignacio._molina