Relatos/Partos

Mi pequeño maestro

Por Lorena Rossel*

Eran como las 4am más o menos cuando, como siempre en esos días, me dieron ganas de ir al baño. Me paré lento de la cama, con cuidado con la panza que ya estaba enorme. Habíamos bajado la cama al living por que me costaban muchísimo las escaleras. Cuando me senté en el inodoro, medio dormida, sentí húmeda el pijama. Le mandé un Whatsapp a mi mamá, la única persona que podía estar despierta a esa hora. Fiel a su estilo, me contestó alarmada: “Por favor llama al doctor, agarra tus cosas y ándate a la clínica.” Que pesada, pensé, y me volví a meter a la cama. Estábamos justo dentro de las 36 horas en las que yo no podía parir: toda mi familia política había partido a Europa el día anterior y Gabriel, mi esposo, no volvía hasta ese día a la noche.  Esto no puede estar pasando, me dije, y me obligué a quedarme dormida.

Me volví a despertar después de un rato. Había agua por todos lados. Llegó el momento de enfrentar lo que estaba pasando. Agarré el celular para avisarle a Gabriel, que estaba en Mendoza haciendo su primera cosecha de vino. Entró directo al buzón. Volví a intentar. Nada. ¿Qué hago? Le escribí a mis suegros, que estaban en España y ya despiertos. Habían adelantado sus vacaciones para poder estar para el nacimiento de su nieto Tomás, que estaba programado recién para dentro de un par de semanas (Tomás tenía otros planes, claramente).

Adivinen qué, les dije.
Noooo, me contestaron.
Por favor, encuentren a su hijo, les pedí.

Le mandé un mail al doctor, que me recomendó que me quede un rato más en casa. Yo tenía ganas de tener un parto lo menos intervenido posible y habíamos acordado que para eso era mejor demorarse en llegar al hospital. ¿Y ahora quién me lleva? pensé, mientras las contracciones empezaban a sentirse. Miraba el celular y apuntaba en un papelito los minutos entre las contracciones, como nos habían enseñado en curso de pre-parto.  Llamé a Guille, una amiga que vivía a 3 cuadras de mi casa. Me daba vergüenza la situación y la hora, pero no tenía muchas opciones.

Hola Guille, soy Lore. Rompí bolsa, ¿crees que me puedas llevar a la clínica?
Uy Lore, no estoy en casa, dormí en Maschwitz
, me contestó dormida.
Ahhhh bueno no te preocupes, me voy en taxi, perdón por despertarte, y colgué.

No había llegado a pensar en una siguiente opción cuando sonó mi teléfono. Era Guille.

Bancá Lore, estoy acá con Conny. Nos tomamos un café y te vamos a buscar. ¿Podés esperar?.
Sí, sí, mil gracias.

Obviamente no tenía el famoso bolso listo. Justo lo había anotado en mi agenda para ese mismo día, 2 de abril, feriado de las Malvinas. Puse a llenar la tina y subí a abrir las maletas en las que guardaba todas las ropitas que me habían regalado en mi baby shower limeño. Ni siquiera las había lavado. Escogí tres mudas talla 0 de un algodón suavecito. No pude resistir rosarlas contra mi cachete y sonreír.  Ya casi, le van a quedar hermosas. Prendí la lavadora, me serví una copa de vino tinto, y me metí a la tina.

Gabriel seguía sin aparecer. Mis suegros cada tanto mandaban un mensaje con el progreso de la búsqueda. Mi mamá también escribía, desesperada por que me vaya a la clínica y ya camino al aeropuerto a ver como se subía a un avión.

Yo, mientras tanto, trataba de mantener la calma, respirar, y seguir apuntando las contracciones en mi papelito. Se iban acercando cada vez más entre sí y empezaban a doler. El vino y el agua calentita ayudaban.  Acostada en la tina con la luz apagada, respirando profundo y tomando sorbos de Malbec, fue la manera que encontré para hacer la espera más llevadera. Esperar el trabajo de parto. Esperar a mis amigas. Esperar la lavadora. Esperar a Gabriel. Pero sobre todo, esperar a Tomás.

Cuando llegaron Guille y Conny, me encontraron sentada en el comedor, con mi copa de vino, secando la ropa de Tomi con un secador de pelo. Nerviosas y con resaca no sabían bien que hacer (se habían acostado 5 minutos antes que yo las llamara, me contaron después). Guille se puso a hacer un mate y Conny no paraba de hablar. Yo seguía apuntando números en el papelito; números que cada vez se parecían más entre sí y que eran más difíciles de escribir. La respiración me costaba y me atajaba de la silla con cada contracción. Como olas del mar, cada vez mas fuertes, cada vez más seguidas.

En medio de todo eso apareció Gabriel.

Rompí bolsa hace un par de horas, le expliqué.
Ok, agarro el auto y voy para allá.
Andá ya al aeropuerto o no llegas, le dije y le pasé el teléfono a Guille.

Había llegado la hora de irnos, las contracciones estaban a menos de 3 minutos una de otra y se me hacía cada vez más difícil aguantar el dolor.  Agarré el bolso, tomé el último sorbo de vino, y nos subimos al auto. A las casi 8 am, en ese feriado de Las Malvinas, Buenos Aires estaba vacía y hermosa, alumbrada por las primeras luces tenues de la mañana.

Cuando llegamos a la clínica, Conny me ayudó con los trámites. La partera se demoró y el dolor empezaba a hacerse insoportable. Caminaba lento pero con urgencia de un lado a otro de la sala de espera. Todo era beige. Las sillas, las paredes, las puertas. Sólo el logo de la clínica en azul.

La partera llegó casi una hora después (algo pasó con los papeles de su auto, me dijo) y me llevó a una pequeña habitación a examinarme.

Ah no, dijo a los pocos segundos, este bebe está sentado. Es cesárea.
¿Qué? No lo podía creer. ¿Me había pasado las ultimas cinco horas bancándome el dolor para nada? Tantos meses soñando con algo más natural, respetado y ahora iba a cesárea no programada? Quería matar a mi doctor. En la última consulta me dijo que creía que Tomás estaba sentado, pero que aún había tiempo para que gire y que había que confirmarlo con una ecografía. Ecografía a la que nunca llegué por que recién me dieron turno para la semana siguiente.

OK, le dije, mientras se me derramaban lágrimas de impotencia y dolor, pero ponme la anestesia ahora.
Lo siento
, me dijo, pero tu doctor esta en otra cesárea y se va a demorar en llegar. La anestesia solo te la puedo poner media hora antes.
Solté el llanto. Había soportado estoicamente el dolor motivada por un parto poco intervenido. Ahora que éste ya no era posible, seguir aguantando por que mi doctor tenía un conflicto de agenda no tenía sentido.

Tranquila, vamos a hacer todos los preparativos así cuando llega el doctor solo te opera y listo, dijo la partera, haciéndose la simpática. Me dirigió hacia otro lado de la clínica. A Conny no la dejaron acompañarme por que no era “familia.” Se quedó parada en la puerta, con el café en la mano y el bolso colgado del hombro, mirándome entrar.

Durante los siguientes segundos, minutos, horas, no sé bien, me encontré sola, semi-desnuda en una sala pre-operatoria de hospital. La silla era incómoda y fría. Las contracciones me sacudían entera, me dejaban sin aire. Había perdido muchísima agua con las horas. Tenía ya casi 8 cm de dilatación.  Sentía una presión contra el marco inferior de mi cuerpo, contra el ancho de mis caderas. Todo era tan fuerte, tan intenso. Mi cuerpo se desgarraba, se abría. Cada tanto, desde otra sala, escuchaba el primer grito de un bebé que irrumpía en el silencio, y me acordaba de por qué estaba ahí, y me reía, y las lagrimas se volvían de alegría, me agarraba la panza y me consolaba en que Tomás ya casi estaba conmigo.

Mientras tanto, Gabriel había conseguido subirse a un taxi avión (¿o avión taxi?), aterrizar en Aeroparque, encontrarse con Guille, y llegar a la clínica. Ni se te ocurra hacer el ingreso porque no llegas, le habrá dicho Guille. Y con esa suerte que tiene él, esa que lo hace subir siempre a los aviones cuando no hay lugar, llegó al mismo tiempo que mi doctor, que lo hizo pasar justo en el momento en que lo estaban interpelando.

Cuando entraron al quirófano, a mí ya me habían puesto la anestesia. Una aguja inmensa que me penetró la espalda y me amputó las piernas pero calmó todo eso que palpitaba y presionaba en mis entrañas. Me acosté hacia atrás en la camilla y los vi entrar por fin. Gabriel, con una sonrisa de oreja a oreja, sintiéndose ganador por haber llegado al nacimiento de su hijo.  Mi doctor, animadísimo, contándome la conversación que acababan de tener en el vestidor sobre Mendoza y el vino.

Me operaron dos doctores, cada uno a un costado de mi panza. Hablaban entre ellos como si se hubieran juntado a comer unas medialunas en el café de la esquina. Cosas de todos los días. El clima. Las vacaciones. Los colegas. Ya no me dolía, pero se sentía todo muy extraño. Rebuscaban y movían cosas en lugares que antes eran solo míos pero sobre los cuales hacía varias horas no tenía control.

La cesárea duró unos pocos minutos. A las 11:45 am, siete horas después de las primeras gotas de agua de la madrugada, llegó Tomás. Primero salió su culito (como le cuento ahora y nos reímos), después su espalda, y al final su cabeza. Un pequeño bulto violáceo y resbaloso, con una mata de pelo oscuro y despeinado.  Mi pequeño maestro. En ese momento no lo entendí, pero la lección de ese día era que su papá iba a llegar para él y no para mí.

 

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Ella/ Lorena Rossel nació en Lima pero vive hace 10 años en la república de San Telmo. Estudió Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas y ejerce como consultora en temas de conflicto y violencia. También es profesora de Yoga. Le encanta leer desde chiquita y hace poco empezó a escribir como vehículo de sanación. Participa en talleres de escritura creativa con Natalia Romero y Barbara Duhau donde ha encontrado un hermoso refugio. Vive con su pequeño maestro, Tomás, que tiene 7 años y es Aries como ella.  IG @lorenarossel