Nostalgia del futuro

Sin norma para llorar

Por Melina Torós*

Mi abuela se murió y a los tres días parí a mi hijo. La vida me pateaba el vientre y la muerte el pecho. 

El miércoles 2 de septiembre al mediodía mis papás tocaron el timbre de mi departamento, miré por la mirilla porque no esperaba a nadie. Los ví a los dos y lo supe. No tenía las llaves a mano y me di media vuelta a buscarlas sobre una mesita donde las guardaba. En esos cuatro pasos se me vino la escena de la película “Rescatando al soldado Ryan” donde la mamá de los cuatro hijos está lavando los platos y por la ventana ve llegar un auto del ejército y ella sabe que en ese auto viaja la noticia de un hijo muerto. Abrí la puerta enojada y dije: “¿qué?” un gato se escapó al pasillo y mi mamá fue a buscarlo. Lo miré a mi papá y le volví a preguntar: “¿qué?”. Hacía días estábamos en un diálogo eterno sobre la salud de mi abuela y mi pregunta estaba sobre el final de la conversación: “falleció” dijo mi papá. Entré a mi casa arrastrando mi panza enorme y me senté en una silla. Me agarré la cabeza y lloré. Mi mamá se arrodilló y me abrazó. Como pude le dije “lo lamento mucho” pero ella no entendió. Yo me estaba por convertir en madre y mi mamá acababa de perder a la suya. Como si mi abuela hubiera hecho una posta de la maternidad en nuestro linaje. 

Debo haber sido la última en enterarme, ya lo sabían todos, pero mi mamá se preocupaba por mí. “No quiero que te pase nada” me decía pero es inevitable cubrir a un hijo del dolor. No sé cómo pero dejé de llorar y al ratito llegó Manuel, mi mamá lo había llamado al trabajo para decirle que iban a venir a contarme. Llegó y me fui a bañar, en la ducha sentí un alivio que me relajó de la cabeza a los pies: mi abuela estaba con su mamá, donde quiera que sea que los muertos se reencuentran. Siempre decía que si podía pedir un deseo sería estar cinco minutos más con ella y ahora, en la muerte, la había encontrado para la eternidad.

Nació mi hijo y no la lloré más. Al principio estaba nublada por ver llorar a otro y la vorágine de dar la teta, cambiar pañales, calmar a un bebé no me dejaban asimilar la idea de mi abuela muerta. ¿La abuela Norma se murió? El sujeto no encajaba con el predicado. No encajó por meses hasta que llegó mi cumpleaños y ahí me di cuenta que mi abuela no iba a estar y lloré. Lloré con mi mamá y le dije que no entendía nada y mi mamá que tampoco entendía nada me trataba de explicar lo inexplicable.

Durante meses lloré como en mute. Lloré con el pecho, ahí como una bolita que retumbaba pero que no llegaba a salir. Lloré mucho en la ducha. Esperaba que todos durmieran y me daba media vuelta y lloraba tan en silencio que nadie se daba cuenta. Lloré como si estuviera prohibido. Lloré como si alguien me fuera a retar. Cuando empezaba a llorar escuchaba la voz de mi abuela cuando me retaba “basta Melina” y yo no lloraba más. Lloraba como si en cada llantito mi abuela se fuera de verdad pero si lograba no desatar el llanto mi abuela seguiría atada a la vida. 

Un día escribí sobre mi abuela y esos llantos miserables desaparecieron. Fue como si el nudo horrendo que pesaba sobre el pecho se convirtiera en un moño rechoncho y elegante. 

Pasaron casi cinco años y lloro a mi abuela con frecuencia. La lloro porque la lloré mal por años. A mi hijo le digo que las cosas se hacen bien o no se hacen y ahora la lloro bien. Con ruido, con lágrimas, con moco, la lloro fuerte, con lamento, con el cuerpo, con el dolor abierto y desarmado de haber perdido a mi abuela. Al fin y al cabo, ese dolor es directamente proporcional al amor que nos tuvimos. 

>>>

Ella//Soy Melina D. Torós, tengo 32 años y vivo en la Ciudad de Buenos Aires con mi hijo. Estudié Lic. en Comunicación en la UBA. Nació Fidel en 2015 y decidí que escribir era lo que me gustaba. Escribo mucho, poco, a veces, cuando puedo, pero lo hago. Me gusta mucho la música y leer, sobre todo obras hechas por mujeres. Colaboro con una columna semanal sobre ese tema en el Instagram de @red.entre.violetas. Participo en el taller de escritura de Gabriela Bejerman.