Rito de iniciación
I
Recuerdo esos días interminables,
meses fugaces
donde desee la muerte
del hombre que dormía a mi lado.
Cómo iba a entender él
el acto inconcebible de crear,
la magnitud de este amor
y de esta rabia también.
Llevaba hielo entre las piernas,
un dolor me recordaba que
habían cortado con un cuchillo,
donde antes me esperaba el placer.
Pasé cuatro días sin bañarme,
un mes sin salir a la calle.
Me olvidé de tomar agua,
y le temí a la locura.
No lloré cuando nació,
lloré un día frente a un plato
de arroz blanco y frío.
Tenía que aprender a renunciar,
me dolía desarmarme.
II
Mi niña,
la prueba irrefutable de un pasaje,
ya no soy el centro de mi vida,
ahora le temo a la muerte.
Supe que el miedo al dolor de parto
es la antesala
a este dolor real
de estar partida en dos.
Inventamos un rito que
se repetía invariablemente,
como una ceremonia
de iniciación.
Dormíamos siestas,
la miraba todo el tiempo,
la olía,
la amamantaba,
la volvía a oler.
Le olía la cabeza
como si fuese el oxígeno
que necesitaba para respirar.
No sé realmente quién sostenía a quién.
III
Recuerdo la ilusión por dormir,
el temor a las diez de la noche,
al llanto continuo
y las canciones de brazos mecedores.
Nada alcanzaba esas madrugadas,
compartíamos la angustia,
la incertidumbre de no saber
ya quiénes éramos
o en quiénes nos íbamos a convertir.
Todas las noches
anticipaba la catástrofe,
el cumplimiento de la profecía,
el estallido del desconsuelo.
Éramos dos extrañas,
o dos niñas
Y la hora de brujas
era todas nuestras noches.
Nos enfrentamos con la oscuridad,
fantasmas y monstruos feroces.
Intentaba protegerla de las bestias
y de mí.
IV
Un día, el caos no llegó.
Era de madrugada
y aquello no se desataba,
las bestias no aparecieron.
Una fiesta íntima
que a nadie le importaba.
Todos dormían mientras
chocaban los planteas
para las dos.
Nadie se enteró del acontecimiento:
Ella me sonrió.
La prueba había terminado,
ya podía confiar en mí.
Y yo, tan hija de mi madre,
como nieta de mi abuela,
estaba siendo sacudida
por un viento devastador.
Aunque me pareciera un delirio,
esa noche sentí que,
después de tres meses de su nacimiento,
me había convertido en mamá.
Pude reconocerla también:
era mi hija.
Ya no podría vivir sin ella.
Recogimos nuestras partes,
le di la bienvenida al mundo,
y nos sentimos seguras
por primera vez.
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Ilustración/ «Monstre perdu», Max Gómez Canle, 2004. Fotografía: Viviana Gil.