Relatos/Partos

Es tu clon

Por Ana Clara Perez Cotten*

Dos días después de ver un Evatest positivo me subí a un avión de Lufthansa con destino a China. Durante la escala en Frankfurt, mientras comía un pretzel con los pies apoyados en la valija, hice una primera aproximación a la maternidad: tiré un par de preguntas en Google. Sin ningún tipo de malestar, me prescribí, por miedo a intoxicaciones, una dieta de siete días basada en arroz y té. Todavía en tránsito, listé los posibles síntomas, entusiasmada con la posibilidad de que mi cuerpo pudiera darme, rápido, señales de eso que, hasta el momento, era solo un dato visual: un test con dos rayitas positivas.

Aislada de las respuestas de Google para mis nuevas preguntas por la censura china, trabajaba de día y escribía –seguía trabajando– de noche en el piso 19 de un hotel cinco estrellas de Beijing. Era el segundo y último viaje de Cristina Kirchner como presidenta para robustecer la “relación bilateral estratégica e integral”, un mantra bobo repetido por los funcionarios que la acompañaban. Los periodistas que cubríamos la visita orbitábamos como testigos de la comitiva: reuniones, conferencias, encuentros diplomáticos y charlas informales.

De noche, a un ritmo vertiginoso y desde un escritorio laqueado en negro y con dos teléfonos que imaginaba destinados a un ejecutivo, escribía crónicas. A la madrugada respondía las consultas de mis editores, desde la cama, con el celular, entresueños.

Una de esas noches, en la habitación del hotel y a contrarreloj de Occidente, me hice el segundo Evatest: un dispositivo chino con ideogramas inentendibles que compré en una farmacia de Beinjing a fuerza de señas y que dio idéntico resultado. Dos rayitas, positivo. Tenía presente el registro publicitario con el que se venden esos tests: la cara de la mujer es una tabula rasa que no denota alegría ni preocupación. Mi cara –la vi en el espejo de un baño revestido en mármol y puedo verla todavía hoy– fue de absoluta incertidumbre.

Unos minutos después del test chino, sobre el blanco impersonal del algodón grueso de las sábanas de la cama del hotel, saqué con el celular una foto de mi panza todavía chata, interrumpida por el ombligo. De vez en cuando vuelvo a esa foto y dudo: no sé si es una selfie más o si es la primera foto de mi hija. Tal vez, las dos cosas. Pasa el tiempo y la duda –¿Soy yo o es ella?– se repite, se multiplica, cobra espesor.

Ni vómitos, ni mareos, ni sueño, ni antojos. Tampoco aumentaba de peso. De vuelta en Buenos Aires y un poco asustada por la falta de signos, me comprometí con la idea de reforzar todo lo que hubiera de corporal en el proceso y me anoté en un curso para embarazadas. La Secta, como me gustaba decirle, subrayó y confirmó la sospecha:

escuchar con especial atención al cuerpo apaga la cabeza. Tres veces por semana, en un primer piso bañado de luz matinal, quince embarazadas bailábamos en ronda guiadas por las instrucciones de una mujer que insistía en que para poder parir era necesario salir del discurso y amigarse con la corporalidad. En pleno invierno entrábamos en calor, nos sacábamos las remeras y nos perdíamos en una suerte de danza ritual, en juegos de contrapesos, una contra la otra, redondas. El ambiente estaba impregnado del olor fuerte de las cremas vitaminosas y pesadas con las que nos untábamos las panzas para evitar las grietas. Cada dos o tres semanas, una paría, pasaba del otro lado y nos abandonaba. No recuerdo el nombre de mis compañeras, ni el de los hijos que llevaban dentro. Tampoco sé de qué hablábamos mientras nos cambiábamos, exhaustas, en el vestuario, pero tengo la certeza de que mi hija quedó bautizada por la alegre seguridad de ese gineceo.

Cinco meses después, durante unas vacaciones parisinas, en un departamento de la rue Saint-Jacques sentí por primera vez el cuerpo de Emilia en mi cuerpo. Un pececito, registré, imprecisa, en el cuaderno de viaje. La panza, tardía, se dibujó por primera vez en una foto en los jardines de Luxemburgo, pero la molestia de los diez kilos de otredad se hizo notar recién en la semana cuarenta. Dejé de ir a trabajar, abandoné la danza tribal, las caminatas diarias de más de diez kilómetros y me autoindiqué reposo absoluto hasta que se desencadenara el parto.

La confusión de los cuerpos reapareció con las contracciones. Iba a una consulta de rutina, mi idea no era quedarme ese día en el hospital. Había que esperar y la partera me aconsejó que me quedara tranquila, que usara el espacio de la habitación para hacer “cosas normales” y así ofrendarle al cuerpo la señal química de que todo iba bien. Saqué el libro que tenía en mi cartera y me puse a leer. Cosas normales contra la incertidumbre, pensé. A los pocos minutos la lectura quedó interrumpida. Una contracción maduró como un rayo en un grito tan fuerte que que devolvió a la partera a la habitación. El libro estaba en el piso. Suspiró, lo levantó y lo guardó en el placard. El mensaje se reveló más claro: algo “normal” implicaba seguir el dictado del cuerpo. Un cuerpo, cuando contiene otro cuerpo, impone su voluntad.

El tiempo borró el dolor, pero no el registro: un útero en contracción es como ir a la guerra. Dieciseis horas duró el combate. Soy especialmente sensible a los caprichos de la luz: la primera vez que vi a Emilia un rayo de sol rebotaba contra el modular de acero inoxidable. Clon, es tu clon, dijo el médico sin medir nada cuando la sacó de mi cuerpo y la puso en el mundo. Sus ojos celestes pero marcadamente rasgados, lo primero que pude ver cuando la apoyaron sobre mí, me linkean a diario con la incertidumbre de Beijing. Junto pruebas para poder responder el día que Emilia me pregunte por qué es achinada.

Guardo el Evatest y la confirmación china. También guardo el cuaderno en el que tuitié –a mano, con tinta roja– el trabajo de parto durante toda la noche; la pelusa blanca, casi pelo, que le corté de la nuca en el sanatorio; la pulsera que le pusieron con mi nombre en la nursery cual posesión (el del padre, curiosamente, no lo anotan entonces); el ticket de un vuelo al que nos subimos juntas y la entrada al primer recital que escuchó. La maternidad puede ser un inventario.

Por algún capricho de la medicina que se me escapa y que le suma artificio al paso del tiempo, el embarazo se mide en semanas y los primeros años de vida en meses. Adopté ese criterio. Los primeros dieciocho meses de la vida de mi hija los pasé inmersa en esa mezcla de intensidad y desconcierto que implica interpretar a un otro que pide, crece y cambia. Todo consistía en atar cabos y desentrañar una lógica.

El rol de intérprete cambió cuando Emilia empezó a hablar. Anoté sus primeras palabras, pero la velocidad hizo que el gesto se volviera estúpido. Entonces, aquel primer desconcierto de origen chino mutó en deslumbramiento. Ser testigo de cómo alguien aprende a hablar es volver a descubrir el mundo. Mi voz grave se mezcla con la suya, muy aguda, en un contrapunto de caprichos, correcciones, vocalizaciones y confusiones.

Escucharla implica aceptar que muchas veces las cosas no son como las imaginaba: antes de Emilia, me esforzaba en torcerlas; ahora, implicaría violentar su voluntad. Usa con fluidez el imperativo y ordena el mundo en dos categorías que podrían convertirla en una usuaria diestra de redes sociales: “gusta” y “no gusta”. Parece tan segura de lo que quiere que a veces temo administrar de la crianza un dictador platinado de noventa centímetros. Escucho también en su seguridad, como si fuera la música de fondo, una interpelación: ¿Y vos, Ana, qué querés?

Desde que descubrió la potencia de las palabras, los días con ella son una performance. Sé que lo que hace no dista mucho del camino que recorren otros chicos de su edad, pero el recorte que hace cada vez que nombra algo es una especie de regalo, un plus, con el que no contaba. Su primera palabra fue un ruido, las dos vocales que forman “ea”, la interjección del latín clásico. Le gusta decirle “abu” a las rubias de más de treinta que se cruza por la calle. Llama “agua de mamá” al vino tinto, sustituye el “mamá” por un calculado “Ana” cuando se enoja. Grita “tetas” cuando se topa con una publicidad de ropa interior. En el mar, dice que los peces le hacen “mimos”. A veces me dedica un “mami

Ana linda” y a mí me gusta imaginar quién y cómo es la “mami fea”. Su idioma es más eficiente que el mío y me dan ganas de mudarme.

Tal vez por mis intereses (o por mis limitaciones), cuando aprendió a hablar sentí que algo de ese gran todo que es la maternidad empezaba a ponerse bueno: perdía opacidad y se dibujaba en palabras. En la plaza, la miro de lejos y reaparece la pregunta: ¿Es ella o soy yo? Corre, trepa, se cuelga, habla con desconocidos y cuando se acuerda, me busca con la mirada y me dedica un grito con una indicación, siempre en imperativo. Hace unos meses, en un pasillo del supermercado, una señora me hizo un comentario que no por coloquial deja de ser siniestro: cuidala, te la pueden robar. Miro a Emilia a distancia prudencial y supero el extrañamiento que siento cada vez que me acuerdo de ese consejo. ¡Cuidado!, grito mientras trepa a un subibaja y baja sin contrapeso. ¡Cuidado!, me responde, como si fuera eco. Le saco la lengua. Cómplice y especular, copia el gesto y me tranquiliza: es ella la que me roba a mí.

 

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Ella/ Ana Clara Pérez Cotten nació en Buenos Aires en 1984. Es periodista, corre, le gusta el azul en todas sus presentaciones. En 2015, se convirtió en la mamá de Emilia, la china occidental que multiplicó las preguntas.

Foto/ Dominique Besanson