Nostalgia del futuro

Otra tríada

Por Estefania Giandinoto*

Me mudé a mi actual casa embarazada de 38 semanas. Me mudé de barrio también, y a los cinco minutos mas o menos parí. Durante los dos primeros años de crianza no hice otra cosa que dedicarme a mi hija, armar mi hogar. No solamente en cuanto a montar una casa semi vacía y a medio reciclar, sino también a crear las dinámicas de una familia que se está armando. No es lo mismo un departamento mínimo en la ciudad, donde todo es accesible, que una casa estándar pero de otra escala, en la provincia. Christian, mi marido, arrancaba entonces con su proyecto independiente y se pasaba las horas del día y unas cuantas de la noche encerrado en su oficina o viajando. Él dice que me ayudaba bastante con la beba y es cierto, yo sigo sosteniendo que lo que no recibí fue contención emocional. “Tomeitou, tomatou”, duelos que nunca terminan de resolverse.

Mis padres aportaban poca presencia o al menos no de la que yo necesitaba. Mis amigas estaban en distintos puntos de la ciudad y en situaciones similares. En ese momento todavía no manejaba. Mis paseos eran usualmente de a tres y eso no incluía a mi marido. Éramos cochecito, perra y madre. Estaba tan acostumbrada a este trío que cuando salía sola de la casa seguía repitiendo en voz alta los comandos que le decía a mi perra para que cruzara o no la calle. “Cruzá Rita”. “Junto acá”.

Se sumaron algunos problemas físicos, nada grave, pero algo complejos de resolver si todavía transitamos el síndrome de cerebro y emociones de puérpera. Tuve varios episodios de lumbalgias que me tuvieron por semanas metida en casa. Me acuerdo que una tarde, sentada en el piso con la columna contra la pared, vi cómo mi hija se largaba definitivamente a gatear. Ella aprendía a desplazarse y yo estaba completamente parada. Una paradoja medio cruel pero que me dejó claro uno de tantos aprendizajes: ya no somos el último eslabón de la cadena y es este último el que tiene prioridad.

Estaba bastante sola todo el día y el grupito de madres y bebés que armó mi profesora de yoga las mañanas de los martes, era más esperado que ese par de manos dispuestas a sostener al bebé después de pasar horas queriendo encerrarme en el baño y perderme un rato.

Para terminar con el drama emo maduro, justo cuando la niña empezaba guardería, tuve que operarme un pie. Una operación con un post operatorio de dos meses. Estuve con dolor bastante tiempo antes y después de la operación y tuve casi un año de kinesiología dos veces por semana para poder rehabiliar el movimiento.

Mis amigas encaraban la segunda generación de hijos y yo no podía encargarme de mi misma. Mi Charly García interno me repetía todo el tiempo “¿Por qué no te animás a despegar?” Ni idea Charly. Creo que es más fácil tenerse pena que ser feliz. Estaba torpe, limitada, mi sinapsis era defectuosa, tenía miedo, pero sabía perfecto que tenía que armar mi red.

Quizás hayan sido las sesiones de magnetoterapia o algún acomodamiento hormonal tardío porque sucedió que un día finalmente me dí de alta del puerperio. Era diciembre y cerrábamos las clases de yoga practicando en el jardín del Museo Raggio, un palacete francés prodigioso con sede en mi barrio actual. Hablo de hacer una práctica de cuento sobre un colchón de flores de jacarandá en el piso, jardines impecables mechados con esculturas, árboles octogenarios y avecitas de cuento trinando por lo bajo.

Después de la clase hicimos un picnic de cierre en ese entorno increíble y cuando estaba saliendo del predio tuve la visión que ordenó todo. Me acercaba a las escalinatas de salida y vi a los tres: marido, hija y perra, que me habían venido a buscar y me esperaban en la entrada. Los observé sin que me vieran, casi escondida. Yo en la distancia, desde mi mundo, acercándome a ellos. Mi figura individual frente a otra tríada posible. La posibilidad de no ser parte del bloque familiar todo el tiempo sin dejar de serlo. No poniendo nada en riesgo. Habilitándome, retomándome.

Los años que siguieron no tienen desperdicio, un despliegue de intereses nuevos y sorprendentes fueron surgiendo. Descubrí que me encanta hacer deportes, que el yoga es un camino hacia el aprendizaje del cuerpo y de estabilización emocional. Cambié la alimentación, estudié cientos de productos y recetas nuevos. Desperté mi curiosidad espiritual. Volví a escribir y viajar sola. Me abrí a muchas amistades y circuitos nuevos. Recuperé mi cultura general.

Casia nació y yo renací. La necesidad de despegar, viajar volar, poder ver lo mismo con otra mirada y afilar la misma para ver lo que antes se me escapaba.

Confieso que mi crianza se volvió por épocas más aérea y que aprendí a tercerizar algunos tramos sin culpa. Necesitaba experimentar el desapego. La idea de que si no estoy presente tampoco pasa nada, de que si me pierdo algo está bien, de que no puedo ni debo querer abarcarlo todo, que criarla bien según mi propio manual es darle espacio para que experimente por fuera de mi escote y mi mirada. Y que mi escote, se siente muy bien también cuando está despejado y siente la caricia del viento fresco del río.

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Ella/ Estefanía aka Tofu Giandinoto. Fui diseñadora gráfica y productora de radio. La maternidad me sacudió las prioridades y solté todo. Mis talentos actuales no cotizan en Linkedin. Hoy soy yogini aspiracional, aunque me alineo más con un bhogui y algunas veces ando destartalada como buen rogi. No van a ver fotos mías ejecutando asanas imposibles, aunque es probable que pronto me crucen en una sala de yoga dictando clases. www.to-fu.com.ar

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