Relatos/Partos

Qué suerte tuvimos

Por Damiana Poggi*
Dentro de pocos días, mi primer hijo – Ítalo – cumple un año. La sensación es la de haber estado sumergida en una larga hora que empezó con las primeras contracciones y que prolongada hasta hoy, se construyo de días y meses en los que fuimos una bola de leche, siestas y descubrimientos conjuntos. No puedo creer que ya haya pasado un año. Si cierro los ojos puedo sentir todavía la presión en las caderas, el dolor. La textura lisa del barral de la cuna de la cual estuve colgada durante más de 18 horas con intervalos que empezaron en siete minutos y terminaron en poco más de uno. Puedo sentir el calor y la humedad de febrero, mes de lluvias y tormentas. El sabor del helado de limón que Agustín salió a comprar y que me daba en la boca con una cuchara de sopa. La sensación helada del metal en la boca como un bálsamo.

Durante todos estos meses intenté escribir este relato infinidad de veces. Tengo carpetas abiertas en mi computadora, notas en cuadernos. Durante las noches de alerta materna, elaboraba relatos de parto de forma mental. Me autocontaba mi propia historia como quien repite un mantra buscando narrar lo inenarrable. Como si de esa forma pudiera yo, madre nueva, comprender a través de imágenes y palabras la experiencia de la maternidad. Tan inmensa y novedosa, desplegándose entre mis sábanas y mi cuerpo como una ola de sensaciones que forma una pátina de amor sobre todas las superficies de la vida. Qué suerte tuvimos! El 8 de Febrero de 2017 a la 1:12 de la madrugada, el bebé más lindo del mundo vino a vivir a nuestra familia.

Pero volvamos un poco para atrás.

En Septiembre de 2015, me entero por un mail del Laboratorio que llega a mi teléfono, que estoy embarazada por primera vez. En casa de una amiga, ambas mirábamos los números de la subunidad beta como una comparsa de cifras que bailoteaban frente a nuestros ojos sin entender del todo si eso era, realmente, un resultado positivo. La respuesta de mi ginecóloga al mensaje de texto fue: sí, estas súper embarazada. De 7 semanas y feliz de la vida, esos meses de mucho trabajo y alegrías, se chocaron de frente con un camión gigante en contramano, que en noviembre de ese año, venía a enseñarme que si hay algo que no podemos manejar, es el impulso y el devenir de la vida y su relación con la muerte. El embarazo se había detenido. Fue triste, pero intentamos pasar esa experiencia con simpleza y tranquilidad. Bajamos el colchón al living, cerca del baño y nos quedamos acurrucados como animales, abrazados hasta que todo terminara. Agustín lavó bombachas con sangre, cocinó, compró remedios y toallitas gigantes en la farmacia, y fue, sin saberlo el hombre más inmenso y hermoso que haya existido jamás. Gracias! Entendí que tenía que dejar ir lo que fuera que hubiera dentro mío para que algo nuevo pudiera venir y así me despedí de ese primer embarazo. Esa experiencia, de alguna forma, fue el primer lazo con la maternidad y su primera gran enseñanza: la maternidad es una experiencia incontrolable, tiene su propia fuerza, y es “en” y “más allá” de nosotras mismas.

Varios meses después, en la estación Rivadavia de tren saliendo del trabajo, recibía un segundo mail del Laboratorio, al que decodifiqué como una experta en números, y en pocos segundos, supe que estaba embarazada por segunda vez. Me fui a una reunión con esa noticia palpitando en secreto y cuando llegué a casa, hice un test que confirmaba el resultado para poder meterlo en un sobre, asumiendo toda la cursilería del asunto con una alegría indescriptible y poder decirle a Agustín: – Tomá, te llegó esto.

Los primeros meses los transitamos un poco taciturnos, con la cautela de quien sobrevuela un campo minado. Estábamos asustados. Pero de a poco, la nueva experiencia de embarazo y la panza que crecía nos fueron ablandando. Nos pusimos en contacto con el grupo Nacer en Familia, y así, fuimos recorriendo el embarazo y preparándonos para el parto.

La decisión era que Ítalo naciera en casa. Yo siempre me había imaginado mi parto de ese modo, y Rita, la hija de Agustín también había nacido en su casa, así que la idea se vislumbraba como la natural para recibir a nuestro hijo. Preparamos todo y esperamos. Mi fecha probable de parto era el 2 de Febrero. El 7 de febrero visitamos a Alejandra para un monitoreo (Al que ella llamaba la excusa para vernos un ratito) Cuando entramos me miró, enorme y robusta con su pelo blanco y me dijo: – Sí, hoy sí tenes cara de parto. Le dimos el frasco con mermelada casera de regalo que le habíamos llevado y nos fuimos a casa.

A la noche, sola y leyendo en el sillón, empezaron unas contracciones muy a-rítmicas y sin dolor. Lo que ocurría era nuevo y supe que estábamos cerca.

Aquí, un parate para hacer pública una reflexión post parto: Cuando sientan que están a pocas horas de parir, duerman. Esa noche con Agustín nos quedamos mirando el final de una serie que estábamos viendo hasta las tres de la mañana y a las seis, casi sin haber dormido, me desperté con muchas ganas de hacer pis. En el trayecto al baño me di cuenta que perdía líquido transparente y que en la bombacha, el mítico tapón mucoso, gelatinoso y rojizo, se presentaba radiante ante mí, vaticinando el nacimiento de mi hijo.

Le avisé a Agustín y al poco tiempo empezaron unas contracciones bastante rítmicas cada cinco o seis minutos y considerablemente dolorosas. Llamamos a la partera que nos dijo que venía para casa en unas horas cuando terminara de darles el desayuno a sus hijos. Mi forma novata de atravesar el dolor era ponerme en cuatro patas sobre la cama y vocalizar unas “oooo” tan intensas y sonoras que cuando llegó la partera y vio semejante despliegue escénico, me dijo: -Tranquila, no te subas a las contracciones con tanta intensidad que esto recién empieza y vas a necesitar esa energía para más adelante. Sugirió que cuando viniera el dolor intentara dejarlo ir para poder dormir un poco más y se fue al living. Los tres nos dormimos. Cuando nos despertamos me preguntó si me podía hacer un tacto para ver cuánta dilatación había, le dije que sí y confirmó lo que ella ya sabía: estaba con 4 de dilatación, faltaba mucho. Se fue y nos pidió que estuviéramos en contacto.

No pude volver a dormir, las contracciones eran muy dolorosas y se mantuvieron así durante todo el día, caminé por casa, me colgué de los barrotes de la cuna, vocalicé más bajito y con menos derroche de energía, comí algunas frutas, tomé mucha agua y así, en esa actividad, la cabeza se fue poco a poco a un lugar de irracionalidad y nebulosa, que lo que sigue después, tiene esa especie de bruma mística que me acompañó hasta muchos días después del parto.

Ahora, varios meses después tengo la certeza de que las 16 horas de trabajo de parto que pasé sola en mi casa -acompañada de Agustín, pero no del equipo con quien elegimos parir- no me ayudaron demasiado. En el momento no supe detectar esa necesidad de ayuda, de compañía, y por lo tanto no lo pude pedir.

En el curso de pre parto se repetía mucho una frase: – “uno pare como es”, esa proclama teñía cada encuentro.

A mí, esa idea me perturbaba, porque muchas veces, uno es esa suma de lo que cree que es, más lo que desconoce que puede ser, más el misterio de la vida y la mirada de los otros. Entonces, me era difícil pensar quién era y por lo tanto cómo iba a ser mi parto. Había armado un escenario que consideraba respondía a lo que para mí era importante, la casa estaba hermosa y ordenada, había comprado velas, tenía esencias que perfumaban el ambiente, una pelota, un arnés para colgarme y así una serie de cosas que yo creí que eran el reflejo de lo que yo era y por ende cómo sería mi parto: un parto sereno, con luz tenue de velas blancas, perfumado y armónico.

Y no, en realidad, la experiencia de parir, fue una enorme oportunidad para conocerme y reconocer mis deseos, mis miedos, mis límites y mi potencia.

A las diez de la noche, cuando el equipo completo vino a visitarnos nuevamente, yo ya no daba más del dolor, seguía con 4 de dilatación, y llevaba casi 48 horas sin dormir. Las velas, el perfume, el orden, y toda esa escenografía que creí importantes realmente no lo eran. Entendí que el parto para mí, tenía otro ritmo, otro color, otra imagen a esa que había imaginado y recreado una y mil veces.

Unos días antes del parto, fuimos a una cena con mucha gente en casa de amigos. Cuando nos fuimos y nos despedimos, toda esa gente, como una hinchada de barras bravas desbocada, celebraba la inminencia del parto y gritaba con el puño cerrado en alto: A parir, A parir, A parir!

Salí de ahí tremendamente emocionada y con una fuerza en el cuerpo que resonaba en el pecho con un pulso fuerte y rotundo. Como cuando uno está en un lugar pequeño con la música muy alta y puede sentir como resuena el sonido en los huesos.

Eso era para mí parir. El puño en alto, la fuerza de la vida que impacta certera, potente e incluso un poco violenta- pero de esa violencia buena, de la que hace que las cosas se muevan y se transformen, esa violencia que en realidad es la manera de nombrar mucha fuerza contenida que, llegado un momento, explota para transformarse en algo nuevo.

Esa violencia que contiene en potencia, el núcleo de todas las cosas y que, cuando se rompe y se divide, da origen a una nueva vida.

Reconocí que yo iba a parir a mi hijo encontrándome con esa fuerza interior. Esa misma fuerza que permitió que pudiera con cosas muy complejas y dolorosas en mi vida, esa potencia que arrasa con todo, incluso a veces conmigo misma.

Entonces, un poco llorando y un poco atravesada por todo, miré las velas, la bañera, el hornillo de esencias, la pelota y me encontré con la mirada de Agustín que estaba sentado en el inodoro mirándome y le pregunté si para él era una frustración que nuestro bebé no naciera en casa. Se rió, me abrazó y me dijo que no: -Me chupa un huevo todo y te amo, me dijo. Así que yo lloré y me reí al mismo tiempo, me duché, me puse el vestido que usé durante todo el embarazo, las ojotas y salimos todos rumbo a la clínica, al encuentro de nuestro para nada aclamado “Plan B”, tan plan B que ni siquiera me había tomado el trabajo de visitar esa clínica y no tenía idea de donde quedaba.

Metida en la bañera de mi casa, me di cuenta que para mí, lo importante era priorizar un parto natural y vaginal. Me di cuenta que en casa yo no estaba pudiendo hacerlo y que si me quedaba toda la noche, que era lo que Alejandra me había advertido que podíamos esperar porque yo ya había roto bolsa, corría el riesgo de llegar extenuada al momento del parto. Estaba agotada y necesitaba que me ayudaran a bajar un poco el nivel de dolor. Necesitaba cambiar mi propia energía, moverme de lugar…

En los pocos minutos que nos llevó prepararnos el dolor comenzó a ser cada vez más intenso. Cuando nos subimos al auto mi cabeza ya estaba en una zona de la conciencia a la que no sabría como describir, y las contracciones eran dolorosísimas. Cuando bajamos del auto, Agus se fue a solucionar el tema de los papeles y yo subí con Miriam, mi partera, a la sala de pre-parto. Ya casi no podía caminar y había perdido las referencias del entorno y del contexto. Miriam me abrazaba y me rotaba las caderas hacia adelante. No tengo muy claro cuánto tiempo pasó, pero fue breve. Casi sin darme cuenta estábamos todos en la sala de parto, disfrazados con unas cofias celestes horribles, pero muy contentos y dispuestos a la tarea: A parir! A parir! A parir!

En la sala de parto estábamos solo nosotros, la luz era baja y yo pude parir en la posición que quise, de la mano de Agustín que alentaba dando fuerzas e imprimiendo belleza.

Tiene tu pelo fue lo primero que recuerdo que me dijo Alejandra cuando apareció la cabeza, y a los pocos minutos, en cuatro o cinco pujos, Ítalo había nacido y estaba todo regordete y desnudo en mi pecho. Era mi bebé y ya estaba ahí conmigo. Que fiesta! Fue sin dudas el momento más maravilloso de toda mi vida, y eso, que tengo una vida hermosa que me ha dado grandes satisfacciones.

En la clínica no le hicieron ninguna intervención, estuvo con nosotros en todo momento y se prendió a la teta al instante de nacer. En la habitación, no me pude dormir. Me quedé despierta en la tranquilidad y el silencio de la noche mirando como mi hijito, cubría mi pezón con su boca diminuta y entendí que todo había cambiado para siempre.

Entonces, sentí por primera vez algo que vuelve como el viento zonda, a ráfagas de manera continua: Qué suerte tuvimos, el bebé más lindo del mundo vino a vivir a nuestra familia.

 

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Ella/ Damiana Poggi nació en 1984. Dramaturga y Directora de teatro. Licenciada en Actuación por la UNA. Trabaja  como programadora de danza del Área de Artes Escénicas del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Trabajó como docente e investigadora en la UNA, departamento de Arte Dramático y en el Área de Extensión Universitaria como docente de entrenamiento físico para actores.  Desde el año 2010 su trabajo se focaliza en la investigación acerca del funcionamiento de lo documental y el material de archivo en la escena. Su último trabajo como directora es Fuerza de Gravedad, obra de teatro-danza documental que aborda nociones como cuerpo, paso del tiempo y desgaste, a partir de la biografía de ex- bailarines que tienen entre 70 y 97 años.

 

foto/ Mariana Roveda