Relatos/Partos

parto natural

PorDolores Gil*

Hace un tiempo escribí: todo lo que había planificado para mi maternidad terminó saliendo al revés. Parto natural, lactancia exclusiva, licencia prolongada. Mi quinto embarazo, el que finalmente no perdí, fue perfecto. Llego al Hospital Británico un lunes frío de invierno con las ilusiones intactas. Elegí mi carré de Hermès porque es una ocasión especial y me pinté de rojo las uñas de pies y manos. Mi ingenuidad me da una ternura infinita.
Pasamos la noche despiertos; quedo internada porque tengo la bolsa fisurada. El monitoreo constante no me deja dormir y me ofusco. Ahora pienso con nostalgia en esas últimas horas escuchando el latido de Félix, arrullada por el tun tun amniótico, siendo los dos una misma cosa. Temprano vienen a ponerme una vía: el dolor del pinchazo me parece una afrenta a mi integridad. Quieren inducirme por mi historial de abortos, por mi diabetes gestacional, porque ya son casi 40 semanas y mi caso preocupa al jefe de Obstetricia. Acepto mansa. Ya estoy cansada de estar embarazada, me gana la ansiedad por conocer al bebé. Si me pongo a hacer las cuentas, hace cinco años que lo estoy esperando. Paso la noche despierta, con contracciones indoloras que noto por los vaivenes de las líneas del monitoreo. Por momentos el micrófono pierde el latido y me provoca angustia, pero sé que es una falla del aparato, que tiene varias décadas.
De todos los residentes del Británico, al que más conozco es al minion. Lo bauticé así por la obsecuencia que demuestra frente a mi obstetra, su jefe. El martes a la mañana entra triunfante con la oxitocina y a las dos horas, munido de una aguja larga, como de tejer, quiere romperme la bolsa. No me gusta la idea pero me resigno. Apenas me acomodo en la cama para recibir el pinchazo siento una patada diferente, como un ronroneo de un motorcito y una cascada cálida que baja por mis piernas. La rompió un segundo antes el bebé. El minion se queda con las ganas de reventar el globo.
El encuentro con el dolor es instantáneo, sin preámbulos. Llega de repente, en oleadas, y es mucho más fuerte del que sentí cuando tuve que expulsar a los dos fetos muertos. Entra la partera y me aconseja sentarme en el inodoro para facilitar el trabajo, todavía me faltan cinco centímetros. Me voy a otro mundo: entre contracciones apenas tengo tiempo de recuperarme. Trato de respirar: imposible. Trato de pronunciar el mantra de la o, pero solo me sale gritar la a. Me quedo afónica de llorar. Grito con todas mis fuerzas, como un animal salvaje y desesperado. Las médicas me calman y me dicen que ya va a pasar, me hacen tragar un líquido amargo que no me alivia nada, me distraen pronunciando mi nombre.
Me pierdo en el dolor: toda mi vida tratando de controlar para terminar así, a merced de una fuerza más poderosa que mi cuerpo. Albergué la idea romántica de parir sin anestesia; ahora imploro para que me den la epidural. Ya va, un ratito más, me prometen. Pierdo de vista a D.; a veces lo siento masajeándome la espalda cuando me pongo en cuclillas, pero no lo puedo ubicar en la habitación. Quiero salir corriendo, escaparme y seguir embarazada. ¿Puedo volver a mi casa?
Me trasladan a la sala de partos en una silla de ruedas, me dan una epidural con la que podré caminar y terminar la dilatación y durante media hora vuelvo al planeta Tierra: charlo, hago chistes, sonrío porque Félix está en camino. Al rato vuelvo a sentir las contracciones, primero como un leve dolor de ovarios, después me toman por completo. Subo a la camilla. En la sala están mi obstetra y tres o cuatro residentes entusiasmados por asistir un parto vaginal. Son una pequeña hinchada personal. Los últimos tres de la semana, me cuentan, fueron cesáreas.
Siento una presión y una urgencia, como si me estuviera partiendo ahí abajo. Maite, la residente tucumana, mete mano y trabaja el cuello. La intrusión es insoportable. Pido más anestesia pero no me hace efecto. La partera se sube a la camilla y me recuerda cómo pujar: lo intento una, dos, tres veces. Me siento poderosa cuando me agarro de los pedales, saco toda la fuerza que tengo, vuelvo a caer rendida. Con cada contracción, Félix baja y después vuelve a subir. “Como un resorte”, escucho que dicen. Después le voy a ver la cabecita cónica de la fuerza, nos va a hacer gracia. Me acuerdo de que estoy en el Británico y pienso en el verso de Viel Temperley: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Desconozco todo sobre el mío. Yo no quiero ir hacia él, quiero retroceder.
El obstetra está sentado al lado mío. Me acaricia el brazo y me da un beso. Me pide que descanse, que en veinte minutos volvemos a intentar. Los latidos de Félix están perfectos, dice, el pibito ni se enteró que está naciendo. Tengo una intuición: este bebé no va a salir por su cuenta. Abro la boca y me escucho pidiendo la cesárea: no puedo más. Me sorprendo pero me perdono.
La operación es desagradable. El pánico me da su última cachetada: siento que me voy a morir. Después leo que es una sensación común en las parturientas. El anestesista, sentado detrás de mí como un terapeuta cariñoso, me salva del horror con su voz dulce y asertiva. Tengo miedo, le repito. “Tus valores están perfectos pero estás muy nerviosa. Si querés te duermo un poquito, pero no vas a conocer a tu bebé”. Entonces me acuerdo de Félix y tomo mi primera decisión de madre: prefiero atravesar el pánico. ¿Cuánto más habrá que nadar?
Siento el bisturí, la separación de los tejidos, cómo me lo despegan para traerlo a este mundo. Tres vueltas de cordón -una en el cuello, otra como una bandolera y la tercera en una pierna- lo retenían in utero. Me lo traen todo morado y con el ceño fruncido. Lo huelo como a un cachorro: sangre metálica que lamo sin pensarlo. Por fin es mío, lo amo locamente, lo sé al instante.

 

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Ella/ Dolores Gil nació en Buenos Aires en 1981. Es Licenciada en Letras por la UBA. Trabajó como docente de literatura y lenguas clásicas en diversas instituciones. Fue colaboradora en la revista Ñ de Clarín y el suplemento Moda y Belleza de La Nación. Además, fue redactora de la edición argentina de Harper’s Bazaar. Es cofundadora de @lacapsulamoda.