Relatos/Partos

Sin peri ni pañuelo blanco

Por Agustina González Carman*

“Va a salir como por un tubo”, “lo escupís”, “va a nacer en el colectivo”, “va a ser más fácil que con los primeros dos”, son algunas de las frases que más me repitió la opinión pública parental durante el embarazo de mi tercer bebé. Mientras atravieso el puerperio, pienso en esas frases hechas y desactualizadas que nos tiran por la cabeza como abrojos que se nos van pegando en el cuerpo y que, uno por uno, tenemos que ir desprendiendo. Aunque tener hijos es “lo más normal del mundo”, parece imposible aceptar lo intransferible de la experiencia. No encuentro la respuesta pero me consta: los embarazos y los bebés movilizan a casi todas las personas. “El mundo es un desastre como para traer hijos”; “los bebés son tiranos”; “es una responsabilidad para toda la vida”; “no dormís, no comés, no vas al baño en libertad”. Las razones sobran pero la estadística contraataca: mientras la mayoría de las especies no paran de extinguirse, nacen 95 millones de bebés por año.

Cuando tuve a mi primer hijo, hace 9 años, dije nunca más. Ahora estoy criando el tercero. En broma, los obstetras le dicen “olvidocina” a la oxitocina que nos hace poder parir a nuestros hijos.

“¿Es el tercero? Ya estás re canchera”, me dicen. Digo que sí, pero siento que no, que como una primeriza a la inversa, con cada nacimiento el miedo se acentúa. Debe ser la edad, me digo, y confirmo que por cada bebé que nace un mito sobre la maternidad se derriba.

Debo confesar, un poco con gracia y un poco con vergüenza, que cuando nacieron mis dos primeros hijos, Simón y Homero, yo no sabía lo que era la epidural. La obra social no me la cubría, entonces ni se la mencionaba. Para que mi médico atienda el parto de mi primer hijo tuve que pagarle aparte: me cobró $700 en 2008, lo recuerdo muy bien porque ahorré monedas de $1 en una botella durante todo el embarazo.

Cuando se lo conté a mi nuevo obstetra me dijo “no te preocupes, ahora la vas a tener”. El 14 de mayo era la fecha probable de parto, y yo venía preparada mentalmente para romper bolsa en el subte desde la semana 36. Con todas las anécdotas que me contaba la gente sobre terceros partos, con todos los “va a salir como por un tubo, lo escupís, va a nacer en el colectivo” que escuché durante el embarazo, mis expectativas estaban claramente dirigidas a la escena hollywoodense, con el pañuelo blanco asomando por la ventana del auto. Ese domingo 14 de mayo jugaba River-Boca, temí romper bolsa y que en el hospital no hubiera nadie. Soñé varias veces con partos en la vía pública y en mi trabajo, pero pasé el día con algunas contracciones aisladas. Nada más.

Mi médico me citó el martes 16 para ver como andaba, me revisó y con una sonrisa me informó que tenía 5 centímetros de dilatación. Estaba a mitad de camino sin haber tenido contracciones de parto, sin haber sufrido dolor. Ahí volvieron los entusiastas del “esto va a ser un trámite” a hacerse presentes. Me ofreció inducir el parto y le dije que sí, así que me llevaron a la sala de dilatantes y me pusieron una vía con oxitocina. Eran las 12:00.

Los residentes entraban y salían continuamente, me hacían preguntas, me ofrecían cosas. Fueron muy amables y contenedores, pero enseguida detecté que mi aliada en todo ese proceso era la partera vieja. Las embarazadas nos desvelamos por elegir un obstetra que nos haga sentir seguras, pero a la hora del parto la figura clave es la partera. El dolor es tan enceguecedor que necesitás la voz de la razón bien a mano, la persona que te diga qué tenés que hacer, que te recuerde que tenés que respirar, que te habilite a cambiar de posición, que te ofrezca opciones.

En las horas que siguieron los residentes, mi obstetra y las parteras vinieron millones de veces: a revisarme, a hacerme preguntas, a controlar contracciones, a ofrecerme “la peri”. A diferencia de las veces anteriores, hice el trabajo de parto sentada, un poco en la cama y otro rato sobre el inodoro. Dilataba un centímetro por hora, al final no era un trámite.

A las 15.30 me rompieron la bolsa, lo que desencadena las contracciones más fuertes. Estaba acercándome a los 8 centímetros de dilatación y sentía un dolor inexplicable, pero que podía aguantar. Los médicos venían cada vez más seguido, les dije que cuando sintiera ganas de pujar les iba a avisar y entre risas decían “vos sos sorpresiva” o “sos Jane de la selva”. A las 16.30 la dilatación estaba casi completa, faltaba coronar. Con la ayuda de la partera hice unos pujos y el bebé bajó. Me di cuenta de que estaba a minutos de conocer a mi nueva hija por las “ganas de cagar” que sentís cuando el bebé está por salir, y por la pausa que se provoca en las contracciones, una especie de meseta de bienestar que te da la fuerza necesaria para lo que viene.

Apareció Pato sonriendo, con la cofia y el traje de médico, y me llevaron en la camilla a la sala de partos. Fueron 2 o 3 pujos, no recuerdo bien, pero sí recuerdo que agarré el brazo de la partera y le pedí que no se vaya. Eran las 16.45 cuando Francisca asomó la cabeza. Los bebés parecen criaturas del mar cuando apenas nacen, que con el primer llanto se humanizan. Grises, húmedos, calientes y pegajosos: así luce una vida que comienza.

Pato sacó una foto y se le acabó la batería del celular. Cómo nos reímos de lo al pedo que están los hombres en el trabajo de parto. Tan al pedo (al menos en mi caso que no me gusta que me masajeen ni me agarren), que agotan la batería del celular. El médico dijo que los ponía en una posición patética e hicieron chistes sobre los hombres de antes, que fumaban en la sala de espera mientras esperaban noticias del nacimiento.

Yo pensé que las mujeres modernas podemos hacer casi cualquier cosa mirando el celular, todos podemos, menos el trabajo de parto. La concentración está dirigida a lo físico como ninguna otra actividad humana (tal vez el sexo) y es imposible pensar en otra cosa.

Es extraño porque es un dolor con el que hay que trabajar a la par; no es como el dolor de ovarios o de una otitis. No sirve llorar y quejarse, no se puede escapar, ni poner pausa. Hay que aceptar ese dolor, guiar esa fuerza vital que se apodera de una y acompañar la gravedad, porque ese dolor y vos van a hacer nacer al bebé. No hay curso preparto que te enseñe cómo hacerlo, pero misteriosamente una sabe.

No me dieron puntos pero perdí mucha sangre, y mi nombre clínico pasó a ser “trigesta sin peri”. Un rato después una enfermera embarazada de 5 meses me acompañó al baño y me desvanecí sobre ella. Recuperé la fuerza cuando gritó “se me hipotensó la señora”, para que la vinieran a ayudar, y me agarró un ataque de risa. ¿Soy una señora? Cualquier mujer con 3 hijos lo es, pienso. Tengo 3 hijos, me digo y no lo creo.

Francisca nació con radar de tercer hijo. La segunda noche en el sanatorio durmió 5 horas seguidas y no paró de mejorar. Las enfermeras me preguntaron si la había despertado para comer y les dije que sí, por supuesto. Días después, el pediatra de mis hijos me dijo que si despertás a un bebé que viene programado para dormir, lo podés romper. Y nadie quiere romper a un bebé que duerme.

No salió como por un tubo, más bien como por una pajita; no fui “sorpresiva” ni aparecí en Crónica por tener un bebé en el subte con la ayuda de un policía, no fue más fácil ni estaba “canchera”. No recuperé la pasión a la semana de parir, ni bajé de peso dando la teta (ni bajé de peso); no es el rol que mejor me sale ni me hace sentir más mujer, ni más plena, ni completa. Ninguna frase hecha de tapa de revista representa lo que es la maternidad para mí. Sí sé que en mí anidaba la necesidad de reproducirme, y que mi cuerpo acompañó ese deseo. Parirlos, criarlos y cuidarlos. Cosas heroicas que hace la gente común.

 

Ella/ Agustina González Carman es Licenciada en Comunicación Social, periodista y madre de 3 niños. Conocida además en la web por su blog Libertad Condicional,  de gran repercusión y pionero donde escribió durante varios años sobre las zonas oscuras de la maternidad. Actualmente coordina el área de Comunicación del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y colabora en el suplemento de Moda del diario La Nación y en la revista digital Paco.