Nostalgia del futuro

Algunos domingos

Por Vanina Colangiovanni*

Sube la luz de la mañana. No la escucho hace años pero en mi cabeza suena “Sunday morning” de Velvet underground. “It’s just a restless feeling by my side”. Abro los ojos y veo el techo blanco con líneas de luz que refulgen, tejido luminoso que tiembla, y me hace pensar que tengo una existencia acuática. Recupero por partes la conciencia de mi cuerpo, el cuello, los hombros, la cadera, los tobillos. Me alegro porque, dentro de todo, no me duele nada y anoche dormimos bien. Cada vez me alegran cosas más simples. Tomo impulso y voy a la cocina. Le hago el desayuno al pequeño, que viene hasta mí con el pelo revuelto y los ojos que son apenas dos líneas, no puedo evitar sonreír al verlo, lo abrazo y hundo mi nariz en su pelo, huele a felicidad. Me deja apretarlo y besuquearlo por un momento pero después, como si se acordara de que ya no es un bebé, le da una vergüenza retrospectiva y me aparta, se va corriendo. En un rato, el padre vendrá a buscarlo. No sé si se acuerda de esto, pero él también está inquieto. Lo siento con mucha nitidez como si fuera parte mía. A veces somos como un mismo organismo con dos cabezas. Él reacciona a algo que yo estoy pensando; o yo percibo su angustia, me desarma y pierdo la paciencia. Algunos domingos a la mañana no puede concentrarse en nada, no quiere jugar, no habla, desayuna con bocados y sorbos mínimos, como un pajarito. Algunos domingos a la mañana el tiempo tiene una velocidad incierta, parecen eternos, los minutos no se acaban, entonces pongo el agua para el té y ya pasaron dos horas. No se entiende.
Llega inexorable el mensaje de mi ex que dice estoy abajo varios minutos antes de que sea cierto. Mientras lo leo puedo ver que en ese preciso momento el niño entró en su propio mundo, empezó a jugar y está haciendo hablar a sus muñecos. Me da mucha pena cortarlo. Me termino de vestir. Entro en su cuarto, le digo que tenemos que bajar, no quiere, me dice que no, quiere jugar, da miles de vueltas, se saca las zapatillas que acabo de ponerle y las tira por el aire. Saco mi última reserva de tolerancia, le digo que su papá lo está esperando, que vamos, que lo ayudo a ponérselas de nuevo. Me mira con enojo, me enojo yo, después de un rato se deja, agarramos las dos mochilas con cosas para los próximos dos días, miro de nuevo que no nos estemos olvidando de nada que haga que tengan que volver. Meto en la mochila el pantalón para el colegio que todavía está mojado, me arrepiento, lo saco y meto uno que no está sucio pero sí usado y sé que esto va a generar un malestar, manifestado en algún mensaje ulterior de reclamo pero no tengo opción. Bajamos.
El encuentro quincenal en el que nos vemos los tres, la cesión de mando, consiste como mucho en diez minutos. Pero me destruyen. Él hace un esfuerzo por saludarme, se da el traspaso de bolsos, de mis manos a las suyas, es el único contacto que existe, le digo las dos o tres cosas que tenía pensadas, las más importantes, porque sé que más no va a escuchar y ni siquiera estoy segura de que asimile estas. Siento piedras en los bolsillos que me hunden en el suelo. Me hago la tonta con mis propias sensaciones para subsistir. El niño me abraza, lo abrazo fuerte, lo cubro con mi pelo, le digo que lo voy a extrañar, me dice que él también, que me quiere mucho, mi pecho se anuda, duele. Se van. Vuelvo a respirar. Trago mi saliva que parece como un tóxico espeso. Me tomo mi propio veneno líquido. En dosis.
Me quedo sentada en el sillón, inmóvil, mirando a la lontananza durante un rato largo, no tengo idea de cuánto. La cabeza, en cambio, no se queda quieta.
¿Dónde estaré en dos años? Me gustaría ponerme una alarma exactamente en dos años contados desde el día de hoy y ver exactamente dónde estoy, cómo estoy. ¿Estaré viviendo en el mismo lugar? ¿con las mismas personas? ¿habré escrito o tendré avanzado un libro? ¿Seguiré trabajando en el mismo lugar? ¿Estaré con alguien o sola? ¿feliz?
Después es como si despertara de golpe, tengo que salir de casa. No importa si llueve o truena. Empiezo a armar un bolso de supervivencia. Elijo uno, dos, tres libros, me cuesta siempre decidirme, saber qué voy a tener ganas de leer así que exagero. Llevo también mi cuaderno de hojas blancas para anotar o dibujar cualquier cosa que surja. Nunca se sabe. Me refugio en un lugar con café y wifi, hago como el fakir, abrazo el dolor, estrecho entre mis brazos esta certeza extraña que viene con puntada en el estómago. La incomodidad es un hueco donde quedarse inmóvil a ver si nace algo.

>>>

Vanina Colagiovanni nació en Buenos Aires en 1976. Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA); también estudió Letras. Desde 2007 es una de las editoras de Gog & Magog y se dedica a la gestión cultural. Ha publicado una novela, Laguna (Bajo la Luna, 2016), y tres libros de poesía por Gog & Magog, Travelling (2004), Sala de espera (2007) y Lo último que se esfuma (2011). Participó de las antologías Quedar en lo cantado (2009), Fuego cruzado (2009) y Mirad al cielo: ¡los renos caen ardiendo! (2009).