Magia/Poesía

Luciana De Luca & Santiago Craig

Ella/
Puérpera
Todos los balcones son homicidas.
Todas las nubes preparan rayos. Todos los autos son potenciales montañas de añicos: los vidrios, astillas que van a clavarse encima de mi culpa, muerta de miedo.
Todo el aire es piedra y arena y humo negro.
En los brazos duerme: poco más de tres kilos de huesos y piel enfundada de un suave vellón de animal. Apenas abrir la boca para succionar, para gritar y después nada. La nada de los días, el ruido de la boca hambrienta que hurga, egoísta, el pecho espantado.
Todas las luces hieren los ojos, hieren las manos que protegen la vista.
Todo el silencio está saturado de latidos metálicos. ¿Cómo era antes el silencio?
Todos los saludos son aullidos. La cortesía es una puñalada ardiente. Todos los abrazos son asfixia.
Ella en los brazos, yo su barco, la cama la isla. Semanas encalladas, sin ver más que el televisor, sorbiéndonos el sudor –ella, yo- que (nos) pespuntea el labio de arriba.
¿Cómo era antes el miedo?
Todas las palabras son acertijos, son enemigas.
Un pozo lleno de monstruos que intentan escapar hacia arriba. Para comerla a ella y guardarme a mí para cuando el hambre apriete y el alimento sea escaso, entonces sí: voy a ser el mendrugo justo.
Todos los árboles van a desmoronarse encima de nuestro paseo. Y, como deberían hacer las hojas, la madera va a desarmarse y aplastarnos, con ruido de trueno, rumor de bosque.
Todo es amenaza. Todo quiere morirnos.
De a poco voy pudiendo no respirar. Ella se abandona: el cuello no le sostiene el cráneo diminuto. Soy yo la que le acomoda el cuerpo para que parezca un cuerpo. Para que recupere su forma. Abre los ojos: no me mira. Se queja y pliega las piernas.
Ahueco las manos y la monto sobre mi antebrazo, mi muñeca. La levanto en el aire: no pesa. Los monstruos asoman las pezuñas por debajo de la tapa que tapa el pozo y que ya no puedo sostener. La abrazo y respiramos sincronizadas. Le pido perdón, perdón a gritos.
Su dedo meñique señala algo que no llego a ver. Quién sabe me esté indicando la salida.

Él/
Los juegos
I
Veo temblar un copo de espuma
en mi taza de café.
Veo en una revista,
escrita con letras de imprenta amarillas,
una frase de la estrella de un reallity show.
Su sueño es conducir un programa para chicos o
hacer teatro infantil en el verano.
Veo dos mujeres que
acomodan un cochecito de bebé
entre las sillas y se sientan, agotadas;
veo a la moza que
se acerca con una bandeja cargada de vasos
y tazas y platos vacíos.
Veo temblar un copo de espuma
en mi taza de café.
Veo que van
y vienen
los chicos.
Algunos lloran, otros
piden algo para tomar.
Dicen “tengo sed”,
en realidad. No piden nada.
Dicen “tengo sed” y
exigen que se la calmen.
Todos los chicos gritan.
Veo esos ruidos.
Pies descalzos pisando
charcos de Coca-Cola. Veo
temblar un copo de espuma
en mi taza de café.
Adelante, la plaza blanda y atrás,
los toboganes y el pelotero,
el laberinto de tubos
anaranjados y verdes
de plástico, veo.
Sobre todo a mi hija.
A Emma veo gatear
adentro de un tubo amarillo y
después tirarse por el tobogán.
La veo saltando encima
de una colchoneta inflada,
descalza, con las medias sucias,
frotándose los mocos
con el puño de la camiseta.
Veo a las cuidadoras
con sus mamelucos rosados
paradas cerca de la puerta,
en el castillo de bloques,
al final de los toboganes.
Las veo distraídas, a veces,
demasiado, pensando en sus cosas,
o en nada. Aburridas.
Veo temblar un copo de espuma
en mi taza de café.
Hay un nene que es más grande que el resto,
tiene una camisa a rayas, lo veo
colgando de la red que hace de puente
entre los tubos. Se bambolea y
los pies le cuelgan encima de los otros chicos.
No está bien que haga eso. Deberían decírselo.
Las chicas de los mamelucos.
Tan distraídas. Las veo.
Y veo a la moza que atiende
a las mujeres a mi izquierda,
cansadas, con el cochecito cerrado ahora y
un bebé de unos tres o cuatro meses
enganchado en la teta de la más flaca.
Piden  la torta de manzana y el té de la promo.
Veo que baja un poco
la luz que llega desde el techo
transparente y abovedado,
desde las puertas de vidrio.
Se nota más la presencia del televisor sin tanta luz.
Pasan dibujos animados. Sin sonido.
Uno de esos canales para chicos
que están las 24 horas.
Veo un elefante con corona y
un mono vestido de marinero.
Veo temblar un copo de espuma
en mi taza de café.
Y al fin levanto del plato la cuchara
y cierro los ojos apenas,
un instante, y
aplasto el copo y
revuelvo. Mezclo leche y café.
Va a llover,
en cualquier momento,
una tormenta.
Yo ya la veo.
Veo como dicen
que ven algunos pájaros,
algunos insectos. Veo
con todo el líquido de los ojos,
todo lo que se mueve veo;
veo el calor y las ondulaciones del viento,
los cambios de ritmo
en el pulso de las cosas, veo
respirar, incluso, veo
la insinuación, la posibilidad
de presencias.
Desde que soy una mamá,
no una mujer solamente.
Algo más, algo mejor.
Un pájaro, un insecto.
Veo los sonidos. Intuyo
las tormentas viendo
cómo tiembla un copo de espuma
en mi taza de café.
Porque estoy
en el mundo total
de los animales, estoy
en la inmersión completa.
Va a llover y
soy la mamá de un cachorro
que juega entre los truenos, y
las mesas de plástico y
las chicas distraídas
de mamelucos rosados.
Soy la que puede ver todo
y tengo que hacer algo.
Me levanto y pestañeo.
Es heroico pestañar y no nos damos cuenta.
Eso leí en un libro.
Un hombre a una mujer le decía que pestañar
era un acto de valentía microscópico.
Dejar al azar ese instante, no controlarlo.
En la cama,
mirando el televisor,
le decía que cada vez que cerramos
y volvemos a abrir los ojos,
las mujeres estamos tomando una decisión.
Poder dejar de mirar y
elegir seguir mirando
es ser valientes.
No hay relámpagos
ni se ve avanzar una sombra gris
encima de los juegos.
Puedo entender la calma todavía
de las mujeres que toman gaseosa y
comen porciones de torta de ricota
mientras sus hijos se tiran de las remeras y
se golpean con pelotas de plástico baboseadas.
Entre tantos gritos y bullicio es normal.
Apenas se nota que hay árboles afuera;
que hay una vereda lisa de cemento
que va manchándose con hojas amarillas
(húmedas ya, lubricadas) que
caen desde los árboles que
(apenas se nota) están afuera.
Se mueven las palomas también.
¿Quién va a mirar, a pensar en los palomas?
Ya volaron lejos, algunas,
ya se fueron, porque saben,
como se yo y no las otras mujeres, que
va a explotar, en cualquier momento
(cualquier momento pronto)
una tormenta de las grandes,
de las gordas y rechonchas
abrumadoras tormentas que
rompen y
arrancan y
tiran y
muerden y
asustan.
Yo vi en la televisión
a un hombre que
flotaba agarrado a
un caballo muerto,
palmeras dobladas y
enroscadas como plastilina
por el viento y el agua.
Yo vi todos esos programas y
leí todos esos diarios y
todas esas novelas que
cuentan los desastres con arte y con ingenio y
me tiemblan en los ojos y en el pulso y
no puedo mirar, no puedo
moverme sin evocarlos.
Ya no se bien porqué todo este miedo.
A esta altura ya no se.
Miedo de que un rayo al final, un tornado,
un desastre se ensañe conmigo
o con lo que quiero
y nos desaparezca.
Pero ahora no importa,
para nada ya, saber eso.
Importa que me pare y que corra con la mano
la taza de café, las servilletas,
para no tirarlas; que empuje las sillas y la mesa,
para tener espacio y gritar “Emma”.
No gritar, decir “Emma”. Llamarla, sin exagerar,
sin asustarla, para que venga tranquila, inalterada.
Mi esposo habla siempre bajo y nos obliga
a estar casi al borde del susurro.
Todo para él es irse de tono, todo es exabrupto,
interrupción. No hace falta gritar
nunca, salvo
que algo te duela, salvo
que alguien te esté golpeando
los dedos del pie
con un martillo.
Hay otros martillos, le digo yo,
pero él no entiende.
Es el dolor de hombre el que conoce.
Por eso tiene algo que decir cada vez
que estiro las uñas y el cuello
para llegar antes que la tragedia,
por eso canturrea
su arrullo de cigüeña amanerada y revolea los ojos
cuando yo me desencajo y gruño
y tiemblo
y me hundo.
No es abrupto el derrumbe
de la tarde en la plaza blanda, no es súbito.
El alboroto como de costas
que sacuden latas y
envolturas de chocolate,
todos esos restos
que vamos dejando en el suelo
durante  el verano, es el habitual y constante,
ni se mosquea.
Pero yo se que afuera
están atentos los coches, listos
para darse vuelta y flotar
como escarabajos muertos y
que los árboles desvestidos
ahogan una excitación que
los recorre por adentro,
líquida,
entre sus anillos concéntricos.
Porque hay cosas
que sólo el otoño y yo
estamos mirando ahora.
¿Cómo lograr, sin derrumbarme,
claro, sin alarmarla, llamar a Emma
y que me escuche,
que corra con la urgencia necesaria?
Cintas de humo voladoras,
apenas visibles, sí,
pero visibles,
se enroscan encima de las mesas
y las sillas, trenzan
el aire cavernoso.
Y yo,
entre esas cosas tan definidas,
tan bien plantadas,
tengo que llegar antes de que estallen
los truenos y avanzar
a pie firme, corriendo
a otras madres y a otros chicos.
Yo no me relajo,
aunque entiendo, sí,
a los demás, claro,
yo no puedo.
Tengo que correr
temblando entre las tranquilidades,
cuando veo cómo se separa
de la luz el cielo, cómo se cierran
encima nuestro
las espaldas del viento y la lluvia
ya idénticas a las cáscaras
de un mejillón.
Es absurda esta parsimonia
en la que insisten,
que me disculpen,
tanta indiferencia delicada.
Dicen “Tomás”, sí,
dicen “Sabrina”,
“Federico”, pero
lo dicen
como si sacaran
números de una bolsa.
No ven la belleza
pegoteándose entre las sílabas, no ven
el cuidado que exige
esa perfección encapsulada.
Pero yo sí, yo veo todo,
como un robot o un insecto,
por eso no aguanto (no puedo)
y corro hacia la plaza blanda y
toda esa gente (la otra gente)
se asombra,
se ofusca y
se hace a un lado
para dejarme pasar
como si fuera yo un insecto,
un robot,
o cualquier otra cosa extraña.
Escucho que se caen
platos o cucharas
detrás de mí,
que me insultan entre dientes
las mujeres,
irritadas, claro
que escucho, todo,
también los truenos,
las ramas de los árboles
peladas y silbando,
la voz de Emma y
la de los demás jugando
sus juegos, cada palabra.
Y corro porque la lluvia
golpea en el techo ya,
no porque exagere,
corro porque solamente yo
puedo salvarlos a todos
y porque quiero que me toquen
y me abracen,
para dejarse rescatar,
para escapar conmigo del desastre,
cada una de esas manos infantiles.

II
Hijo pregunta:
“¿Qué es la luz?
¿Qué son los charcos, las lagañas,
el olor a pan que nos queda en la mano
después de tocar
los picaportes de bronce?
¿Por qué hay llaves,
huesos,
epidemias?”
Y padre responde:
“Deberías asumir ciertos terrores.
Saber que todo
se puede descomponer en cifras:
la desdicha,
las sílabas,
los girasoles.
A veces, para crecer,
hay que atarse campanas a los tobillos
y dejar que el silencio
se ocupe de nuestros labios”.
Hijo pregunta:
“¿Y si quiero defender
a los reyes de la nieve,
usar sombreros de espuma y
sentarme en los jardines
a dibujar cruces con un palo?
¿Si quiero escuchar
cómo crujen los hilos,
cómo es el tono delgado que
se filtra en las ranuras,
en los ojales,
en los agujeritos de las sábanas?”
Y padre responde:
“Entonces,
deberás apelar a la certeza que exhalan
los zapatos lustrados y los telescopios;
no sucumbir a los colores fortuitos
que el miedo escurre y enjuaga
en cada desvelo. Deberás,
con cierta regularidad,
fingir un mareo y un tropiezo”.
“¿Qué tengo que llevar
en los bolsillos
si voy en un barco de papel,
quieto,
a ningún lado?”,
pregunta hijo,
“¿Abrojos, espinas,
ramos de violetas,
recortes de revistas, programas de cine?”.
Y padre responde:
“Vayas donde vayas,
aunque no te muevas,
es bueno tener siempre
un verdugo fulminante
en tu valija”.

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Poemas/
Luciana De Luca y Santiago Craig son marido y mujer, tiene dos hijos. Emma de 7 años y Teo de 4.
Ella/Luciana De Luca, nació en 1978. Es editora, periodista y escritora. Sus cuentos fueron publicados en algunas antologías: Cuento Raro (Outsider), El Libro de los Muertos Vivos (Lea), Brasil, ficciones de argentinos (Casa Nova). En el 2013 Milena Cacerola y El 8vo Loco editaron su primer libro de cuentos, Las fiestas no son para los niños, en el marco de la Exposición de la Nueva Narrativa Rioplatense. Edita www.emmayrob.com, un blog de recursos no tradicionales para padres con niños chicos.
Él/Santiago Craig nació en Buenos Aires en 1978. Publicó en 2010 su primer libro de relatos, “El enemigo”. Sus textos fueron incluidos en varias antologías, entre ellas: “Antología Cuento Digital Itaú 2012 y 2014”, “Antología de Relatos El Fungible”, de Editorial DeBolsillo, “Cuentos Cuervos”, de Editorial Planeta y “Ella y otros relatos”, del Premio Municipal de Literatura Manuel Mujica Láinez. En 2012, ganó el Premio Provincial de Poesía de Córdoba con su poemario “Los Juegos”, publicado luego por la Universidad. En 2013, su libro de relatos inédito “Tormentas” obtuvo una mención especial en el Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz. En 2015 ganó el primer premio del Concurso Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional y la editorial Interzona, con su cuento «Elefante». En 2017, su libro de relatos «Astronautas» fue reconocido con una mención de honor por la Fundación El Libro. Durante 2017, la Editorial Entropía publicará su libro de relatos “Tormentas”.

Ilustración/ Florencia Bauzá: ¨Estudié diseño gráfico pero la vida me llevó a tomar el camino de la ilustración. Fundé Enamorada del Muro, junto a Carolina Vagliente en 2009, donde nos dedicamos al diseño de empapelados, murales, y vinilos decorativos. La considero mi tercera hija, después de Francisca y Josefina, cocreadas con Martín. Pueden ver mis trabajos en http://florbauza.tumblr.com/http://enamoradadelmuro.com/ ¨.