La herida de traer una hija al mundo
Estamos de visita en la casa de mamá. Tengo fiebre. No sé cómo ocuparme del cuerpo y de la cría en simultáneo. Mi cama de la infancia me permite descansar. Una torcaza anida en la ventana de la habitación. Un huevo magnífico asoma bajo las ramitas. La pájara empolla todo el día. Solo se aleja para alimentarse. Cuando está cerca, mamá se mueve con suavidad. Nos llama a la quietud y al silencio. Cada primavera su jardín aloja nidos entre las plantas. Jugamos a adivinar dónde ubicarán el próximo. A veces cambian de lugar, buscan lo mejor para sus pichones. Mamá trae jarabe y té con limón. Pasea a mi beba. La torcaza me mira desde afuera con ojos comprensivos. Duermo profundo. Hacía cinco meses que no dormía así. Cuando despierto, la pájara ya no está. Elena llora fuerte en el jardín. Su demanda me desespera. Quizá fue lo que me trajo de vuelta desde el sueño. Abro la ventana para llamarla. Me olvido del nido. Aplasto el huevo contra el marco de hierro. Escucho el crac. Algo se me rompe adentro. Lloro mucho más fuerte que mi hija. Solo puedo repetir la mamá. La mamá.
Vierto el agua de la pava en el termo floreado. Es la hora del mate en la vereda. La rutina apacigua el puerperio. Mientras bajamos, el ascensor frena de golpe entre el piso 8 y el 9. No es la primera vez que se rompe. Un vecino llama al servicio técnico. Me siento resignada en el piso. Cebo un mate, despacio, con espuma. Elena sonríe desde la wawita. Pellizca el pezón y se sumerge. La señora del octavo susurra con tono alarmado. No entiendo lo que dice. Se persigna. Quizá debería empezar a preocuparme. Elena asoma desde mi pecho. Hace su carcajada y vuelve a hundirse. Chupa y chupa. Sabe que la leche nunca se termina. Las paredes de espejo nos multiplican. Miles de tetas. Miles de bebas succionando. En la repetición se teje la fantasía. Jamás logran sacarnos de acá. Encarno a la Difunta Correa de San Isidro. El termo está vacío. Elena chupa y chupa. Con el correr de los días, empieza a haber peregrinaciones. El contenedor de basura del noveno se transforma en altarcito. Nos ofrendan agua que las devotas se encargan de mantener siempre caliente. Me piden milagros. Elena chupa y chupa. Estoy congelada para la eternidad en mi mueca de madre. La maternidad es resignación. Ella mira, ríe con ruido. Me quedo seca.
Algo debo estar haciendo mal. Mi beba sufre. Su llanto es un enigma. Me obsesiona. Trato de encontrar la causa de su dolor. Quizás estoy tomando demasiado mate. Busco en internet. Hay una investigación que relaciona la cafeína y los cólicos. Analizo cada detalle. Una detective de mi propia rutina. Estudio nuestro comportamiento. Busco patrones. Es la única manera de tranquilizarme. 06:15: Toma teta / Llora seis minutos / Se duerme. 07:45: Toma teta / Llora tres minutos / Hace caca / Se duerme. / 08:50: Toma teta / Mira para afuera / Se ríe. / 09:20: Como manzana / almendras / durazno / girasol. / 09:30: Llora ocho minutos / La paseo en fular / Se duerme. / 10:45: Como pan con dulce / Tomo mate / Toma teta. / 13:15: Almuerzo arroz con huevo. / 13:50: Toma teta / Llora siete minutos / Hace caca / Se duerme. Al mediodía, la táctica pierde eficacia. Dejo espacios en blanco. Olvido cosas importantes. Los márgenes se cubren de anotaciones imposibles de sistematizar. El misterio de su llanto me desdibuja. Mi beba es inquietante. Está fuera de mi control. Debería buscar nuevas estrategias. Ni siquiera recuerdo cómo hacer una lista. Tengo el cerebro lleno de leche
El padre se fue de la ciudad. Consiguió trabajo en el Sur. No nació para vivir en un departamento. Nos separan 1589 kilómetros y yo tengo el pelo cada vez más corto. Lo mutilo por tramos, a la madrugada. Cuando quiero huir pero me quedo. Hoy me visita con medialunas un chongo de los de antes. Solíamos viajar juntos. Le dediqué algunos poemas, con palabras recurrentes: ritmo libertad orilla. Nos sentamos con el mate a la mesa. Me escondo tras mi hija que duerme. Mis tetas son enormes. El chongo las mira. La izquierda gotea como una canilla defectuosa. No quiero que me vea. No me parezco a la que él conoce. Se prende uno en la ventana que da al río. El humo envuelve la ropa minúscula del ténder. Mi cuerpo se tensa. Pienso en las horas de lavado a mano. Estoy en posición de acecho. El jabón hipoalergénico. Fijo la mirada en su yugular. El planchado con el que insisten las abuelas. Me preparo para defender mi territorio. Pero sonríe. Visitarte es como viajar un ratito, dice. No contesto. Estoy rígida. Una loba esculpida en roca. Un cachorro humano colgando de mi cuerpo. Acá nada se parece a estar de viaje. Solo hay ausencia de movimiento. Excepto las gotas de leche que horadan la piedra.
21:47. Todavía nos une el cordón umbilical, pero algo se cortó. Miro a este ser, distinto de mí, que me apoyaron en el pecho. Hasta hace quince minutos no había borde entre ella y yo. Me distraigo. Mastico una galletita de queso. Trato de evocar el dolor que atravesé. Cómo fue el proceso que nos partió en dos. Su magnitud lo convierte en una memoria imposible. El padre corta el cordón con un bisturí. Cierro los ojos. Elijo desconocer el ritual que nos separa. Alumbro la placenta. Su humedad es un alivio para mi piel ardiente. Mi vulva es una flor desgajada. Tengo un desgarro de segundo grado. Ofrendo la beba al padre mientras la partera enhebra el hilo. Necesito un tiempo para entender esto. Para que me suturen la herida de traer una hija al mundo. Cosen mi cuerpo como una prenda nueva e incómoda. La achican para que me calce. La maternidad es un traje demasiado grande. Cuando terminan, la beba vuelve al hueco entre mis tetas. Le acerco el pezón. Dicen que debería extraer calostro de los pechos. Pero duerme. Trato de retener indicaciones: leche, puntos, sueño, temperatura. Desde la cama veo los movimientos sincronizados de los demás. Ejecutan una coreografía que me es ajena. Limpian la sangre del piso. Ponen toallas en el lavarropas. Preparan té antes de irse. Con cada despedida se apaga una luz. Ahora nada mantiene a raya el miedo. Sobre mí tengo acostada una criatura desconocida.
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Camila Vallendor nació el 18 de enero de 1992 en la ciudad de Buenos Aires y creció en Villa Ballester. Vive en Villa Los Coihues, un barrio de lago, bosque y montaña, a trece kilómetros del centro de San Carlos de Bariloche, con su hija Clara y su gatita Yavanna.
Participa activamente en la Biblioteca Popular Carilafquen. Coordina talleres de lectura y escritura, tanto virtuales como presenciales. Como gestora cultural, produce «Como un rayo, festival de poesía del Carilafquen» y el ciclo «Movernos hacia un fuego perdurable». Conforma, junto con Lola Halfon y Joaco Conte, el trío de poesía y música Selva. Durante 2022 y 2023, condujo en FM Los Coihues el programa de poesía «Cosas que hago en la oscuridad». «La herida de traer una hija al mundo», editado por Cielo de pecas, es su primer libro y recibió en 2022 una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes.