Nostalgia del futuro

en la orilla

Ombligos –  Por Gisel Zingoni*

Antes de golpear, apoyó la oreja en la puerta. No escuchó a Bruno llorar y eso la tranquilizó. Dio dos golpes suaves. La madre no abrió. Golpeó un poco más fuerte, tres veces. Tampoco. Empezó a pensar en posibles tragedias: que la madre se había dormido y Bruno se había ahogado con su propio vómito, que se le había caído y lo había llevado a la guardia, o la muerte súbita, seguro que la madre lo había puesto boca abajo como a ella cuando era bebé, no quería entender que ahora habían descubierto que había que acostarlos boca arriba. Tocó el timbre. Nada. Empezó a golpear con las palmas de las manos. Tocó timbre y golpeó, ambas cosas al mismo tiempo, con toda la fuerza que pudo. Estaba tomando envión para golpear con los puños, cuando escuchó la puerta del ascensor. La madre tenía una sonrisa que parecía abarcarle toda la cara. Bruno estaba en el cochecito, dormido. Diana lo desató y lo levantó. El bebé se despertó, sacudió los brazos y empezó a llorar.
—Te pedí que no salieras —le dijo a la madre.
—¿Cómo te fue?
Diana no contestó. Se bajó el cuello de la remera del lado derecho y sacó la teta. Un chorro de leche salió disparado directo a la cara de Bruno, que dejó de llorar un instante, para retomar después con más ímpetu. Ella intentaba meterle la teta en la boca, pero él movía demasiado la cabeza y no podía. La madre estiró los brazos para agarrarlo. Tomó la mamadera. No debe tener hambre, le dijo.
—Mejor andate, mamá.
—No aceptás ayuda. Después te quejás.
—La que a vos te conviene, no.
—¿Sabés qué? Sí, me voy —dijo la madre y subió al ascensor—. Se la saben toda ustedes. Se olvidan de que nosotras también criamos hijos.
Cuando se cerró la puerta, la madre estaba diciendo algo más, pero Diana no la escuchó. El corazón le latía rápido, no se recuperaba de los tres pisos por escalera y se le sumaba el entredicho con la madre. No le gustaba la distancia que deja el enojo. Bruno no paraba de llorar ni de sacudirse. Diana quiso entrar al departamento y, otra vez, no tenía llave. Zapateó y apretó los dientes ahogando un grito. Miró su reloj. No podía esperar a que Sebastián volviera de la oficina.
El ascensor vino enseguida. El de seguridad se levantó apenas la vio y le abrió la puerta. Salió a la calle con la teta afuera y Bruno llorando. Miró para los dos lados: la madre iba caminando a unos metros, hacia Ocampo.
¡Mamá!, le gritó, ¡mamá! Corrió unos pasos y volvió a llamarla. La madre no se dio vuelta. La sensación que tenía en la garganta y que había estado tragando tantas veces con la saliva, se disparó hacia la nariz y hacia los ojos. El último mamá que gritó le salió con sonido nasal en el mismo momento en que la madre doblaba en la esquina. La madre nunca la escuchaba. No quería escucharla. Diana tenía cuatro años, al menos desde ahí se acordaba, cuando su mamá creó el rincón de la paz. Ella tuvo que decorar el cartel. En ese rincón había una mantita rosa que había tejido la abuela Irene, unos almohadones en forma de corazón. También estaba su oso de peluche favorito y un cuaderno con crayones porque el enojo y la tristeza se podían dibujar. ¿De qué color te parece que es el enojo, Dianita?, le preguntaba la madre. Ella decía que negro, pero no sabía. ¿De qué color es la tristeza? Y decía marrón o gris. Cada vez que Diana se enojaba o lloraba por algo, la madre la llevaba a ese rincón para que se calmara. Respirá y contá con las manos, le decía. Un dedo inspirá, el otro dedo retené, el siguiente espirá, y así hasta terminar dos veces las dos manos. Ella obedecía. Quería gritar y apretaba la panza. Quería llorar y apretaba los dientes. Contaba. Escuchan los vecinos, Diana, le decía la madre, cuando ella lloraba. ¿Qué van a pensar? Te ponés fea cuando llorás, Dianita, qué feo. Inspirá, retené, espirá. Pensá en algo lindo. A ella nunca se le ocurría nada. Pensá en tus amigas, en tus juguetes, en un abrazo de mamá. Bruno todavía lloraba y Diana sentía como si tuviera dos brasas ardiéndole en los ojos. Empezó a llorar, primero despacio, después más fuerte. Mirá qué fea me pongo, mamá. Soy fea, qué fea, se me hinchan los ojos, los labios, la cara deforme, se me tapa la nariz de mocos, soy horrible, una puérpera fea, sucia, huelo a pis, a leche y a caca, mi pelo está desprolijo, mi ropa es un desastre. Mirá cómo me mira la gente, no hace nada porque qué le importa, a la gente no le importa nada, mirá cómo no me dicen nada. Y mirá cómo respiro, respiro mal y no cuento con los dedos y qué me importa. Qué carajo importa. Lo miró a Bruno. Se había vuelto a dormir y respiraba como cada vez que llora mucho: varios suspiros cortitos y uno largo, y así varias veces. Se dio cuenta de que ella estaba respirando igual.

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Gisel Zingoni vive en Rosario. Se formó en Escritura Narrativa en Casa de Letras y en diversos talleres. Algunos de sus cuentos fueron publicados en antologías, entre los que se destacan Yo te cuento Buenos Aires VII y Alma en el aire 2017. Co coordina el grupo literario ¨Las madres en la literatura¨. Ombligos es su primer libro,