Por Julieta Moreno*
En el sector del patio se sienta una pareja con un bebito. El bebito está desabrigado, se ve que le enchufaron una campera encima del pijama y salieron a almorzar. Se los ve relajados en su vestimenta, pero la mujer tiene un rictus de preocupación que no es sólo producto de la incomodidad de almorzar al aire libre en invierno. Se preocupa antes de tiempo, como toda madre.
La pareja se sienta en una mesa con estufa y el padre se sienta justo debajo del calefactor. Del lado de enfrente se sienta la madre con el bebé, después de maniobrar torpemente el cochecito, correr las dos sillas, cambiar una por una sillita alta y volver a traer nuevamente otra de la mesa de al lado porque los mozos se las habían llevado y la dejaron parada.
Una vez sentados me acerco a darles la bienvenida. Les comento acerca del menú digital. La madre me contesta rapidísimo mientras se saca la mano del bebé de la boca y le sostiene la otra para que deje de tirarle del pelo.
-nomuchasgraciasperopreferimoselmenúdepapel.
Por protocolo debería ofrecerles alcohol en gel pero dado el contexto no creo que en la mesa quieran hacer algo más que desplomarse en las sillas.
Les digo a los mozos que los dejen un rato más que al resto. Parte de la lectura de las cartas se ve interrumpida por las continuas y constantes levantadas del piso del menú de papel que tanto querían, servilletero, individuales y por suerte los sobres de azúcar no, porque el padre los escondió en un macetero.
A los cinco minutos pasa un mozo a tomarles el pedido, pero se va sin instrucciones. El bebé se puso a gatear arriba de la mesa y no terminaron de decidirse. El padre no registra que el tiempo pasa, se ve que está en modo domingo, tranquilo y con ganas de que no lo joda nadie. La madre está más alerta y le ofrece al bebé su gorro y hebilla de pelo para que se entretenga y se quede sentado en la silla así pueden terminar de leer.
Finalmente piden. Son dos adultos y un bebé pero se piden tres platos y una entrada. Hay una idea de final de fin de semana largo, pero también de premio con un poco de ya fue todo. Ya hay clima de derrota y eso que no empezaron a comer.
La madre me llama con desesperación buscando mi mirada pero también echándole un ojo al bebé al costado. Me dice que es la tercera vez que pidió un vasito chiquito y una cuchara pero no se lo traen. Le doy la instrucción a dos mozos diferentes. Llegan a la vez con dos vasitos y tres cucharas. La mujer se avergüenza y el hombre levanta la cabeza del celular y le dice que se calme un poco. El bebé sigue del lado de la mujer pero ahora de espaldas tirándole del pelo a una de las chicas de la mesa de atrás.
Llega la orden de la mesa 78. Ravioles de verdura sin nuez para el bebé, carne para la mamá y una entrada y un plato para el papá. El bebé se abalanza sobre el plato más cercano que es el suyo y se pone a llorar porque la comida se le escapa de las manos. La madre corta a toda velocidad pero no lo suficientemente chiquito como para que lo pueda roer solo. El bebé llora con un pedazo enorme de raviol en la boca.
Del otro lado de la mesa el padre decide intervenir y le mete en la boca una cucharada de relleno de pasta. Tira la botella de agua en el intento. La mujer la intercepta mientras agarra con la mano su guarnición que debería estar comiendo con cubiertos. Se escuchan cuchillos que caen al piso. La mujer decide comer entre sentada y parada girándose a la derecha a cada bocado. Se nota la tensión porque el bebé no se sacia a la velocidad que él quisiera. El plato del papá está caliente y eso es algo que se valora ahora que hay que comer al aire libre. Se apura a comer antes de que la intemperie se apodere de su alimento.
La madre come de a ratos y se ve que no le gusta mucho el plato, lo debe haber pedido solo para que el bebé coma algo más que ravioles. Dicho y hecho se pone a cortar en pedacitos la carne para mezclarlos con la pasta. El bebé mete las dos manos en el plato y trata de llevarse comida a la boca. Más de la mitad queda en el camino, entendiendo por camino la mesa, las ranuras entre los listones de madera, el piso, el vasito con soda y el propio cuerpito del bebé.
Cuando el bebé siente que no le dan mucha bola se inclina con las manos empastadas a tocarle el brazo a la mamá. También se pone a explorar la silla alta y eso que brilla que está escondido en el macetero que el papá sacó apenas se sentaron y no alcanzó a ver bien. Se distrae con el portarretratos con el código QR. Lo llena de manteca y pedacitos de masa y después lo tira.
De a poco el bebito se fue calmando, dejando un tendal de grasa y engrudo por todos lados.
La madre mira al horizonte con cara de frío, cansancio pero un poco más aliviada porque la bendición ya no reclama más nada.
El papá ve pasar la copa de helado de la casa. Se le ilumina la cara. Le dice algo a la mujer y me llaman.
Decido darle un respiro a la mamá.
-No, helados no tenemos. Se nos acaban de terminar todos.
La madre exagera desilusión que queda deschavada por la rapidez con la que se pone el saco. Pagan y se van.
Tuve que llamar a los de limpieza antes de poder volver a sentar gente en la 78.
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Ella/Julieta Moreno. Nací en Buenos Aires. Soy abogada y traductora pública. Antes de la pandemia dividía mi vida entre Buenos Aires y Mendoza donde tengo un pequeño olivar que administro. Ahora hago todo por whatsapp (poda, fertilización, esperemos que pueda ir a la cosecha) y desde mi casa trabajo como abogada. En la otra parte de mi casa Daniel trabaja como contador. Juntos tenemos a Elías. Escribo hace algunos años, siempre textos cortos porque me cuesta sentarme a escribir.
Ilustración: María Allemand «Mun se va» en http://mariaallemand.com/ y en Instagram: @mariaallemandceramica