Nostalgia del futuro

Climaxterio

Por Gabriela Bejerman*

Así que éstos eran los calores. Ahora tengo que terminar de convertirme en una señora, cosa que a los veinticinco me enloqueció. ¿Qué cosa? Que por la calle me dijeran “señora”. ¿Qué me tengo que poner para que no me digan “señora”?, me preguntaba entre góndolas de supermercado con minifalda a los treinta y cinco. Lo peor fue hace días, en la feria del parque Saavedra, paseando con mi hijo de cinco años. Compré una plantita colgante, de las que llaman “rosario”. Ésta tenía unos insólitos plumeritos blancos. ¿A ver la florcita?, pedí al señor boliviano del puesto de plantas (noto que, en este caso, no me produce nada decir “señor”). “Es una flor que no dice nada”, la minimizó él, contra mi suposición de que debía promocionar su planta, halagando el exotismo de una flor en el rosario. Eso me desconcertó mucho, y podría haber sido un atenuante o una forma de preparación para lo que vino poco después, cuando yo acomodaba la bendita plantita en el canasto de la bici mientras Cosme chillaba exigiendo algo (un alfajor, dibujitos, visitar a un amigo). Yo le hablaba con paciencia para ser objeto de admiración del feriante, pero en lugar de unas palabras acerca de lo bien que estoy criando al nene me preguntó: ¿es su hijo o su nieto?

No me quedé callada, le dije “horrible, es horrible lo que me dijiste” medio en broma. O más bien un cuarto en broma. Quería tragar tierra, quería algo distinto a “que me tragara la tierra”. Desde hace unos días, cuando reconocí que eso que estaba sintiendo eran los famosos “calores”, estoy más cerca de la tierra, más abajo, más cerca de que la tierra me trague en un acto de muerte. ¿Será un acto de muerte en vida dejar de tener un cuerpo listo para procrear y estirar más aún la historia de la especie humana? ¿Me estoy enterrando sola al pensar que voy convirtiéndome en un desecho de la especie humana? Estar criando un hijo pequeño me da un changüí, supongo. Puedo considerarme parte de una generación joven todavía, a nivel funciones operativas de la especie, al menos. En cuanto a funciones generativas, bien podría ser la abuela de mi hijo. Bueno, basta.

Quiero contar cómo me pienso tomar todo esto, para sacarle el jugo y que no me lo saque a mí. ¡No me robes toda la sangre, tiempo vital! Te llevarás mis menstruaciones de acá a dos años, según explicó livianamente el ginecólogo buenmozo en un audio de watsap. Pero no te llevarás el calor de mis venas.

El otro día me divertía pensando una frase, como si me frotara las manos trazando un plan maléfico: “es hora de ser una vieja loca”. Como esa mujer mayor que vi una vez en la galería Ruth Benzacar. Parecía alguien que hubiera vivido unos años en Egipto o en un país de costumbres coloridas. Portaba cinco collares importantísimos. Gordos, gruesos, colorinches, joyas excesivas para una mujer de barrio Norte. Quizá fuera la heredera de alguien que se hizo rico en la época de la Gran Depresión. O llevara en las venas el linaje de una aristocracia rusa o danesa. La vi y decidí que yo sería una mujer así, exótica, llena de collares excesivos, desentendida de las reglas de la moral y la buena conducta. Otra vez, en una fiesta de disfraces, vi una mujer, no tan mayor como Madame Collares. Ésta era rubia y tenía una colita de pelo tirante que le hacía una suerte de lifting casero. Daniel Link me vio mirarla fijo, y leyó en mis ojos un desconcierto: ¿hay una mujer mayor en esta fiesta o estoy alucinando? ¡Ah, delirios de la juventud! Él me dijo: “te quiero ver, eh”, como diciendo, a ver cómo llegás vos a esa edad. En ese instante me guardé el tip de la colita tirante por si las moscas, y también me guardé la sonrisa radiante que tenía ella en la cara, disfrutaba de su belleza, de su edad, de la vida. ¡Amén! ¡Enhorabuena! ¡Albricias!

Unos días antes del advenimiento de los calores, soñé con una mujer de pelo blanco. No era una mujer muy mayor. Se había dejado las canas por rebelde. Yo podía verla, charlando, en la mesa de un bar. Era una mujer madura, hermosa, fuerte, que causaba impacto y me despertaba curiosidad. Me sentía atraída por ella, quería conocerla, saber quién era, por qué era tan estimulante, cosa que yo intuía con sólo mirarla. Sí. Es verdad que por dentro sabemos todo antes de entenderlo con este raciocinio tan corto de miras que tenemos a cuestas, ah, el iluminismo, el siglo de la razón, occidente, la humanidad posmoderna. Qué poco me aporta todo eso, sin desmerecer… Puesta en el corazón del sueño, esa mujer de pelo blanco que es la yo de futuro, que me atrae y me excita el entusiasmo… Voy hacia vos. Voy hacia mí. Llegó la hora de ser una loca. La juventud se basó en hacerme la loca. Llegó la hora de ser, a pleno.

Cuando Cosme era chiquito, un buen día se me ocurrió poner Blancanieves, versión Disney. Vimos el comienzo, la ternura de Blancanieves dándoles agua a los pajaritos, cantando la inocencia y el candor de creer que el mundo es bueno, humildemente luminoso. Entonces, la reina cae como cristales que se rompen, como relámpagos de odio. ¿Cómo puede ser, espejito, que me reflejes arruguitas? ¿Que me reveles la infamia de no ser ya la más hermosa? Como dice un poema de Sharon Olds, es la vieja historia de la sucesión. Todo esto lo até con cabos la noche en que entendí que lo que estaba sintiendo eran los famosos “calores”. En ese poema, Sharon Olds está peinando a su hija de doce años. Mientras la peina, piensa. Al mismo tiempo que su estuche de huevitos se está por abrir, yo dejo caer los últimos toques de fertilidad, el fin de mis óvulos coincide con la menarca de mi hija. Es la vieja historia de la sucesión.

Después de las escenas de Blancanieves, mi hijo, que nunca había visto retratado el mal en ninguna forma de dibujito animado, durante días me preguntó, “por qué es mala la reina?” Y yo también me lo tuve que preguntar. Ella está enojada, sólo piensa en sí misma, en su imagen, sólo le importa ser bella. Y no sólo ser bella, sino ser la más bella, reinar. No está dispuesta a ceder el trono. Sí está dispuesta a matar a quien se lo dispute con una manzanita tan engañosa como el frágil tesoro la juventud.

En medio de la noche, quitándome las mantas del cuerpo, ya no tuve que formular las viejas preguntas al espejito. ¿Soy linda, soy la más linda, alguien me quiere, seré linda para siempre? Ahora tenía nuevas preguntas que nadie me puede responder porque el climaterio es un tabú, porque el universo es tan personal que hay mujeres que jamás sienten calores, porque hay otras que los siguen sintiendo años y años, décadas después de la última menstruación.

En medio de la noche, habiendo atravesado tres días de un dolor de cabeza y de un asco infernales, que me tuvieron en la cama sufriendo sin tregua, en medio de la noche me acordé de la reina de Blancanieves y del poema de Sharon Olds. Podemos peinar el pelo de la joven y amarla o ser una reina madrastra.

Al otro día, después de haber litigado con mi hijastra por los líos propios de la convivencia con una quinceañera, me la encontré en su puff de todos los días, pero sin los auriculares, sin una pantalla en frente. Su papá, mi esposo, le estaba tomando la fiebre. Pero no tenía fiebre, tenía la menstruación. Nuestras hormonas habían estado haciendo eclipses, chispas y constelaciones familiares en los días de la casa compartida. Ahora era tiempo de poner un paño refrescante en su frente, un peso en la panza para aflojar los órganos, indicarle poner los pies juntos y las rodillas separadas.

Esta mañana saludé a mi mamá fantasma, ella sonrió. Siempre estoy cerca, dispuesta a charlar, me dijo acariciándome. ¿A qué edad te pasó a vos? ¿Cómo lo viviste? ¿Qué sentías? ¿Seguiste sintiendo deseo de sexo o lo hacías por complacer?

Llamé a mi tía, a la mejor amiga de mi mamá. Llamé a amigas que viven por el mundo. Se lo conté a amigas de cuarenta que se alegraban por dentro de que eso no les estuviera pasando a ellas, como si lo mío fuera una maldición, o algo contagioso.

Llamé a mi amiga de sesenta. Es mi amiga más salvaje, más sabia, más osada, más vital. Para mi sorpresa, me contó que le gustaba destaparse en medio de la noche y sentir en su cuerpo completamente desnudo el aire fresco tocándola. Me habló de óvulos de nombres extraños y píldoras naturistas. Hablamos de nuestras madres muertas. Al fin me sentí acompañada. ¿Cómo es que hay doulas para parir y no hay doulas para el climaterio? ¿Dónde está mi círculo de mujeres envolviéndome con su calor para darme la bienvenida a este otro lado, como yo le di la bienvenida el año pasado a mi hijastra, en una ceremonia de un día todo rojo, cuando tuvo su menarca?

Supongo que acá, leyéndome. Gracias, mis queridas. Es hora de ser salvaje y sabia, de hacerlo al fin.

Cuando en la noche me despierta el sudor repentino, aprieto el periné. Hago una íntima gimnasia a las dos de la mañana, mientras recibo la ola de calor que (¿alguna habrá pensado lo mismo?) se parece tanto a las contracciones de parto. Parece que viene el calor, y sí, se va definiendo, espesando. Es el calor que me toma el pelo, la espalda, envuelve mi torso con claridad caliente. No quema, puedo destaparme o quitarme alguna capa de ropa, me dejo arrastrar por el calor, no queda otra. Además, si se parece a las contracciones, ¡es tanto más fácil que el dolor que sentí hace seis años! Hasta hace sólo dos, di la teta. Mis hormonas dieron lo mejor de sí. ¿Se habrán cansado de trabajar tanto? ¿Tendré algo que ver con esto?

Toda mi vida sexual me guié por el deseo. El calor fue mi motor. Bueno, ahora esto: el plural de calor se llama calores. Entro en una zona de incertidumbre. Nadie te dice cómo es, cuánto dura. Bienvenida a tu propia tierra. Tierra de nadie. Tierra sólo tuya. Es entrar con los ojos cerrados en la sensación de tener un cuerpo que te arrastra por donde quiere, todo el tiempo, día y noche. Te sube y te baja el volumen sin que puedas intervenir. Soy el equipo de audio de mi química personal. Estoy a merced de mi edad, de mi temperatura. Ya no puedo estar lejos, así que me entrego a mí y me revuelvo en mi ser. Voy a hacerlo. Voy a entrar como si me pariera hacia adentro. Si pensaba que yo era alguien que vivía sintiendo, que yo era alguien que se definía por sentir: tomá. Sentí esto. Y esto. Sube la ola. En mis cachetes, en mis orejas. Todo este fuego significa “recalculando”. Estrógenos, pedacitos rosados de la juventud fértil, buscan una escapatoria, como si huyeran a cuerpos más jóvenes, para mantener el equilibrio humano del planeta de las mujeres. Tengo que ceder el lugar. No voy a envenenar a la más joven y bella del reino. Como las bailarinas que se retiran entre flores y aplausos, me alejo para convertirme en una danzadora de fuego. Bailo, aúllo, profetizo. Recíbanme entre sus brazos, amigas infinitas, protéjanme, ámenme. Así no voy a tener miedo.

 

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Ella / Gabriela Bejerman nació en Buenos Aires, en 1973. Trabaja dando talleres de escritura relacionados con la experimentación y con lo autobiográfico. Es multiartista y docente universitaria. Publicó libros de poesía, entre otros,  Alga, Crin, Ubre, Querida y Aurelia, un grito de madre. También narrativa: Presente perfectoLinajeHeroína, Un beso perdurable. Actualmente prepara su Poesía para bailar.