Magia/Poesía

Sole Molina

Cordón del Sur

Volvía en el veinte hacia Llao Llao y me enojé. Me castigué por haber pensado en un vientre poblado, cuando algo cálido corrió entre mis piernas. Me puteé y repetí la dinámica interna del menosprecio personal. No quise mirar.  Me vino, pensé. Para qué me ilusioné. 

El colectivo se acercaba a la parada de casa, estábamos en medio de ese bosque, en el camino entre Lagos. Me levanté. Como se levanta quién  no quiere que lo vean pero le urge la necesidad de pisar. Fueron segundos. Y estalló la risa. Había  ido hasta el pueblo  a comprar  alimentos. No tenía auto ni changuito. Así que las compras volvían  conmigo en el veinte y en lo que daba la capacidad de mi mochila de la vida  anterior como mochilera. Pero eso no entraba en la mochi. O yo lo cuidaba. Cuidaba ese espacio. Y al pararme vi los huevos estallados entre mis piernas. Con la literalidad de las claras y yemas suponiendo sangre. Me reí sin parar. 

Revoleé hasta un tacho lo que quedaba de los huevos que aplasté, y caminé enchastrada pero feliz las 5 cuadras desde la ruta hasta el bosque profundo sin vecinos en donde vivía. Mochila a cuestas, la sonrisa  enorme. Esperé  unas semanas  más  para no flashear y te confirmé. Creo que todavía y asquerosamente guardo  el test en algún  lado.  

La primera eco daba cuenta de que estábamos  llegando juntas a las ocho semanas de gestarnos en  simbiosis y en la ignorancia de tenernos. Felicidad absoluta. El mundo cambió: la mirada, las ganas, la fuerza. Como la que necesité esos meses para acunarte y calentarnos al pulso de una mini salamandra, en la que dejaba la pava de la noche a la mañana  si quería mate, o el agua del lago que más adelante calentaría para bañarte cuando se nos congelaban los caños. 

Me acuerdo de mis pies sobre esas calles de tierra que me llevaban al bosque de casa. El trabajo que hacía para no resbalar y el empeño en protegerte, aunque muchas veces no pude y me caí. Pero siempre me raspé las manos y nunca tu casa. 

Los pantalones pata de elefante que me negaba a dejar de usar y se me enganchaban entre el pedregullo, la tierra y mis polainas. Fuerza. Para que ante la adversidad el lago calmara ansiedades. Y frente a la soledad de gestar unilateralmente el bosque amansara pánicos.

Los perros que siempre me ayudan. Los cuatro que teníamos  custodiaban tu crecimiento. Apoyaron sus morritos en los meses que cumpliste adentro, y me acompañaron en cada paseo cuando necesité alejarme  de la casita en el bosque a respirar. Tardé ocho meses con vos adentro en cumplir años.  

Cumplo en abril. Casi al final. Y vos cumplirías a mitad de mayo. Un poco más. Para el diecinueve haríamos  festejo. Un día  antes de mi cumpleaños, tuve una necesidad urgente de ordenar, limpiar, acomodar, y emprolijar espacios. Habíamos estado casi diez días en una pausa inquieta, porque me pisé los pata de elefante, frené el golpe a la panza con las manos, pero en la guardia dijeron que el «tic» que  sentí, como cuando te suena un huesito, eras vos que te habías encajado para ubicarte más  próxima a tu salida. Hacia mí, como si eso fuera posible.

Me obligaron a parar. A frenar para contenerte. Para retenerte. Bloquear tu salida. Y les hice caso. Hasta el veintidós. 

Limpié, plumereé, barrí, ordené. Recibí  a tus abuelos y a tu tía vieja de sorpresa en mi tranquera, que llegaban con un auto prestado y habían viajado 1.700 kms solo para acompañarme a soplar las velitas. La sorpresa fue alucinante. Nunca volvimos a estar solas. 

Al día  siguiente hubo festejo. Con torta y masitas que no llegué  a terminar. Tu abuela notó enseguida que cambiaba de color. Vivíamos muy lejos del pueblo. Y mi médico me había  enseñado a que pudiera distinguir en qué  profundidad se abría  tu canal. No faltaba mucho, o eso me pareció. Me bañé y nos fuimos.

Tus abuelos, tu tía Manuela y yo con vos. O vos conmigo. Creo que ahí ya me acunaste vos.

El camino se me hizo muy largo. El aire se espesaba y tenía  muchas contracciones seguidas. A las horas estaba en la clínica, internada, esperándote en novedades.

Fueron más horas de las que me hubiera gustado esperar. Pero no quise ninguna droga ni que me negaran mi derecho a alimentos por miedo al enchastre en el hacer fuerza después.  

Tomé  helado de limón durante muchas de esas horas. Demasiadas. Dieciocho en total. Casi al final de ese récord,  sentí como los huevos rotos pero esta vez de verdad. Ya no podía contenerte. Sostenía tu principio con mis manos, lloraba mucho, un poco de miedo, emoción, bastante dolor. 

Mi mamá me acompañó en ese proceso de romperle la mano y tu tía abuela no dejó nunca de rezar mirando el lago desde la habitación. Había  que irnos, ya no aguantábamos. Creí que me desmayaba y no me quería  perder tu llegada. Me enfrenté al médico tarde, porque ya nos venían a buscar. Entramos en silla con rueditas a la sala de partos. No funcionó. No había  tiempo, vos te ibas. Yo me desmayaba. Nos quedábamos sin aire. Las dos. Sin tiempo.

Ya en la camilla, escuché  que dijeron «cesárea de urgencia» y sentí como me empujaban hacia el quirófano. Pero no me habían dado drogas a tiempo. Ni yo las habría aceptado. Así que la anestesia fue local. Sentí todo el proceso. Con más miedo sí. Dolor ya no sentía. Fue todo muy rápido hasta que alguien te apoyó en mí.  

Creo que amás el púrpura porque naciste de ese color. Tu olor no me lo olvido más. Regalo preciado como orquídeas en tiempo de pobres.

Me dijeron después que esa cantidad  de horas en las que hicimos fuerza juntas, hicieron que tengas ese colorcito en la piel. Había sido literal la falta de aire. Pero saliste. Y lloraste. Y creo yo que nos miramos.

Querías venir antes y llegaste. La explicación  médica  fue que tenías  el cordón  corto. No había sido  mi culpa, que es lo que yo pensé. 

Ni mis tropezones por usar esa clase de pantalones.

¿Tendría que haber sostenido a ese padre para liberarme de angustias en tu espera? ¿Sostener lo insostenible? 

No. Tu cordón  era corto. Veinte centímetros que definían la vida  o la despedida. Tuvimos suerte. Tus veinte centímetros me dieron contracciones cuando ya no podías más. Fueron suficientes para lograr  encontrarnos de este lado. Me acuerdo  que enseguida tuvieron que llevarte a Neo y te alejaron de mí. Horror en el cuerpo. 

Pero no sabía que iba a ser menos horrible que salir de la clínica sin panza y sin bebé. Me dieron el alta a los tres días. No me dolía nada excepto tu ausencia en mis brazos. Y un musculito en la pelvis que en el apuro  lastimaron. Fuego. Me fui con puntos y sin vos. Con las  tetas enormes de leche que no tomabas. A vos te costó un poco más. 

Dieciocho días. En el medio, un neumotórax . Amo la crucecita de vida que quedó  como recuerdo por donde el aire que primero te colapsó, después salió. Va a tardar mucho, me dijeron. Pero no te conocían. No sabían que cada vez que yo iba a verte cada tres horas, aunque no podía tocarte, te contaba todo. Te anticipé que estaríamos solas, que jugarías con cuatro perros, que afuera nevaba mucho, que tu tía rezaba en las escaleras de la clínica mañana, tarde y noche. Que tu abuela me sostenía y que yo repetía como un mantra: tengo una bebé.

Dicen que fueron los médicos. Los mismos que me decían que estabas muy lábil para tocarte. Los que te llenaban de cables. Y te salvaron. Del neumotórax, seguro. Todavía recuerdo la cara del cirujano que hizo magia a tus 72 hs. 

Pero lo que no saben, es que las mujeres en mi familia somos así. Lloramos  con una película, pero peleamos de pie contra huracanes. No bajamos nunca los brazos, y tenemos fuerza en reservas. Ostentamos ojos muy grandes como los tuyos. Como si hubiesen sido pensados para devorar  inmensidades: la de las montañas que me vieron pujar y la del lago que te vio nacer.

Tenemos por la tierra que pisamos un amor tan grande que honra tu nombre, Gaia… nos anteceden raíces potentes. Y llegaste para que sepamos que la medida de nuestro cordón es corta y por eso debe ser que vamos caminando tan unidas.

 

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Ella/ Sole Molina nació en Buenos Aires en la década del ochenta, es madre de Gaia y tejedora del orgullo plebe. Colabora en barrios vulnerables con talleres de crochet para repensar colectivos y es abogada del niño. Trabaja en una Defensoría de Niñes y Adolescentes en Provincia de Buenos Aires. Incluso con habitantes de islas. Se dedica a esta rama gracias a lo consecuente del relato compartido en «Cordón del sur». Escribe como hobby y teje como ansiolítico. Otra de las cosas que le salvó la psiquis en esos ocho meses de cuarentenear mientras gestaba en el bosque en soledad. Pueden encontrarla en @melohizomimama_

Ilustración/Majo Moirón (1985) es escritora y realizadora audiovisual. Estudió cine en la Fundación Universidad del Cine. Publicó Lobo rojo (Blatt & Ríos, 2013) y Los lugares equivocados (Rosa Iceberg, 2020). Sus relatos fueron incluidos en antologías como El amor y otros cuentos (Reservoir Book, 2012), El tiempo fue hecho para ser desperdiciado (El perro negro, 2012, Chile), Felices Juntos (Tenemos las máquinas, 2014), The Portable Museum (Ox and Pigeon, 2015, Boston). Perteneció al colectivo de poesía Máquina de lavar, con quien publicó La pija de Hegel (Pánico al Pánico, 2015). Actualmente está escribiendo su primera novela. Pueden encontrarla en www.majomoiron.com