Nostalgia del futuro

apuntes confinados

Por Julieta Squeri*

Estamos atravesando un puerperio social forzado, dice un artículo en un diario famoso, y me parece una imagen contundente.
Se podría pensar que el mundo parió un ser extraño y ahora tiene que ver cómo se recupera. Se enfrenta a una situación desconocida, en cuarentena, con el organismo descuajeringado, y debe aprender a convivir con eso. Hacer el duelo por lo que fue y ya no será.
El mundo está intentando adaptarse a las necesidades del momento y tiene una cita con su lado más oscuro. Según cómo lo transite, puede ser un proceso revelador, pero tendrá que ser valiente, sincero, y entregarse al caos dando lo mejor de sí.

 

Hace un tiempo inauguré un grupo de WhatsApp conmigo misma, donde anoto o grabo cosas que no me quiero olvidar. Desde reflexiones existenciales hasta la lista del supermercado.
En estos días de virtualidad extrema, Miranda, mi hija, descubrió esa guarida casi invisible y, lejos de interesarse por mis automensajes, aprovecha el espacio y me deja los suyos. Es tan tierno como deprimente, porque vivimos en el mismo departamento y estamos adentro las 24 horas, los siete días de la semana.
Desde que trabajo de forma remota, uso mucho WhatsApp Web, y me ha pasado de recibir en la computadora mensajes de parte de “Yo”, grabados con mi teléfono en algún rincón de la casa, generalmente a escondidas. Ella sabe que yo estoy, pero estoy ocupada. Qué mejor solución entonces, que mandarme chistes o palabras cariñosas cuando no estoy disponible. Me asombran sus recursos para encontrarme. Me causan gracia, pero también me ponen triste. Algunas veces le respondo y sigo con lo que estaba haciendo, y otras dejo todo, y voy corriendo a abrazarla como si no hubiera un mañana.

 

Creo que ya entendí por qué los temas laborales me están irritando más de lo habitual: esa demanda es la que me arranca violentamente del mundo de fantasía que construyo a diario para sobrevivir. Me pincha el globo. Me baja a tierra. Me entierra.
Años de terapia para tratar de no evadirme y, al final, la facilidad que tengo para habitar otros planetas, diseñados con el pensamiento, me está salvando durante el encierro. Hay recursos que no se valoran hasta que se necesitan, ¡quién lo hubiera dicho!

 

Con Miranda salimos al balcón a estirar los ojos. Elegimos algunos puntos lejanos y otros que estén bien cerca, y armamos un circuito de entrenamiento visual que repetimos hasta quedar bizcas. También hacemos burbujas con un shampoo sin lágrimas, y las vemos pasear entre los árboles de la cuadra. Nos da mucha risa y un poco de envidia.
Es bastante reciente mi vida en las redes sociales. Antes le tenía idea, prejuicios varios.
Con el tiempo entendí que se puede hacer un buen uso, y que quedarse afuera de los nuevos lenguajes no es una opción para mí. Pero ahora que la informática no es materia optativa, siento que me falta el aire. Si estoy muy conectada, la claustrofobia se agudiza. Miro sin ver ese “afuera” que no existe y que me bombardea con imágenes coloridas y palabras veloces. El cuerpo ya no está involucrado en la acción, entonces no genero ninguna vivencia recordable, y me alimento a base de ruido mental.
Me sobrevuela una falsa noción de quietud, pero lo que hago es correr en el lugar con la sensación de no llegar a nada, de estar en falta con todo(s). Quedo agotada.
Cuando hago videollamadas con familia o amigos suelo angustiarme. En el transcurso la paso bien, pero después me visita la vacuidad de la “Historia sin fin” y arrasa sin compasión.

 

Escuché gritos en la calle y corrí al balcón con el corazón a mil por hora. Eran unos vecinos riendo a carcajadas en la terraza de su casa. Mi sistema de alarmas está desconfigurado, no traigo de fábrica el programa que se activa ante una situación como esta. Pensé que pasaba algo grave. Poder reírse en este momento es revolucionario. A veces me pasa, pero enseguida me da culpa.

 

Jugar se parece a meditar. Cuando me entrego, no pienso en casi nada. La mente descansa. Puedo hablar idiomas inventados, ser otras personas, darme nuevos permisos. Prestar atención, calibrar la escucha, observar como si fuera la primera vez.

 

¿Es necesario que haya una pandemia para que yo descubra que madrugar puede estar bueno? Siempre creí ser del club de los búhos, y ahora me vengo a enterar que no soy más que una alondra atormentada. Lo que en realidad padecía era despertarme para tener que salir corriendo. Al colegio, al trabajo, adonde fuera. Siempre llegando tarde a lugares, siempre estresada. Toda la vida pensé que las mañanas no eran para mí, y elaboré teorías al respecto. Monté una obra para defender esa premisa, para convencerme de algo, y ahora se me cayó la careta. ¿Tan afuera de mí puedo estar, como para ser mi propia espectadora? Me pregunto de cuántas otras falsas ideas estoy compuesta.

 

Me extraño. Hace dos meses que no tengo un rato a solas conmigo, y sé que cuando me reencuentre ya no seré la misma. Bah, eso espero.

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Ella/ Julieta Squeri. Nací en la Ciudad de Buenos Aires en 1981. Trabajo como productora audiovisual hace 18 años (publicidad, cine, tele). Me gustan mucho la música y el teatro. Actualmente participo del taller de escritura que dicta Eduardo Abel Giménez. Soy mamá de Miranda de 4 años.