Relatos/Partos

Mi diario silencioso

Por Soledad Urquía*

17/01/19

Hoy me levanté con mucho sueño. Aurora estuvo enferma y van varias noches en las que duerme mal, moviéndose mucho, pegándome patadas y haciendo unos chillidos suaves. De todas formas, la meditación de la mañana fluyó con facilidad: a veces cuando estoy muy cansada, algo de las defensas mentales se caen por simple agotamiento. “El Yoga es el cese del movimiento de la consciencia”, dice una de las traducciones de los Yoga Sutras de Patañjali. A mi traducción favorita nunca la encontré escrita y la escuché en una de las clases que tomé con un experto en Alquimia Jungiana. “El Yoga es frenar los remolinos de la mente”. Me gusta esta definición: no importa que me dé vértigo hacer un paro de cabeza, da lo mismo si la posición de loto es perfecta, al final no es tan trascendente que mi espalda se incline un poco hacia la derecha cuando estoy meditando. Lo único significativo de la práctica es detener la agitación mental. Sorprendentemente, el cansancio físico colabora con este objetivo, quizás porque siento que sigo durmiendo, pero con una parte de mí despierta observando mi mente en calma.

No se me ocurre nada más agotador que la maternidad. En ese punto contribuye a mi práctica porque cuando me siento a meditar después de dormir mal y de forma entrecortada enseguida entro en ese estado semidespierto consciente tan hermoso. En muchos otros sentidos, haber tenido una hija hizo que los espacios de encuentro conmigo sean más raros, forzosamente diseñados y, quizás por eso mismo, más preciados.

Además, siento que recién ahora estoy empezando trascender la idea de que la vida familiar y la práctica espiritual son incompatibles. Suena raro incluso escribirlo, pero es algo que me generó mucha más angustia de la que amerita.

Cuando quedé embarazada de Aurora iba a ver a un chamán. Él me dijo que todo lo que había avanzado espiritualmente hasta ahora, con un hijo volvía a foja cero. Usó la siguiente metáfora: podés volver a subir la montaña, pero ahora vas a tener una mochila de mil kilos. También me dijo que justo era el año en el que, para él, iba a dar un gran salto y, que, quizás, por miedo había buscado inconscientemente quedar embarazada.

Un psicólogo transpersonal al que fui por varios años también me desalentaba respecto a la maternidad. “Vos tenés que hacer otras cosas antes, quizás después sí”.
Todo me resonaba lo que me decía un amigo en la India: una vez que tenés hijos olvídate de la Iluminación.
Hoy me parece curioso que todos los que opinaron respecto a mi capacidad de gestar hayan sido hombres.

Nos enteramos que estaba embarazada un domingo a la noche. Hice pis sobre el test y se lo di a Santi, no me animaba a mirar el resultado.
Creo que sí, dijo él sentado en posición de loto en la cama. Yo empecé a llorar desconsolada y él me abrazo, me dijo que podíamos pensar que hacer, que iba a estar todo bien. Ese nivel de comprensión de su parte me parece un acto de amor hermoso, sobre todo porque yo sabía sobre sus ganas de que seamos tres. Igual, por razones que no sabría explicar, nunca dudé de que la íbamos a tener, si bien sentía que avanzar con el embarazo implicaba renunciar a todas mis aspiraciones espirituales. Además, ese mismo día supe con certeza que era una nena y que se iba a llamar Aurora.

Los primeros tres meses fueron raros. La primera ecografía mostró un hematoma grande, lo que me impidió ir a un retiro del silencio en las sierras con el chamán. El sueño, el desorden hormonal y la sensación de que mi vida espiritual se acabaría pronto no ayudaban.

Un mañana del segundo trimestre, mientras meditaba, empecé a escuchar dos latidos diferentes: el mío y el de mi hija. Durante un retiro de meditación Vipassana, yo había afinado la capacidad de escuchar el sonido de mi corazón. Escuchar dos ligeramente desacompasados me ayudó a conectar con la alegría y extrañeza de tener una persona desarrollándose adentro mío. Ahí comenzó la fase en la que me obsesioné con el parto ritual. Miraba videos de youtube en las que mujeres, en su mayoría con el pelo largo y actitud guerrera, tenían lo que se conoce como partos orgásmicos. La idea es la siguiente: durante las contracciones se libera la misma hormona que durante el orgasmo, por lo que es posible parir con placer. Tengo la sensación de que pasé muchas horas de esos meses acostada en mi mat de yoga con las piernas estiradas y apoyadas contra la pared, imaginando qué mantras me gustaría poner en mi parto, fantaseando con velitas alrededor de la bañera llena de agua y aceites esenciales que me contendría cuando empezaran las contracciones, visualizando mi cara calma y una partera que comentaría sobre mi valentía y mi capacidad admirable para parir tranquila.

En eso estaba cuando el cuerpo me empezó a picar con fuerza. Se lo comenté a mi obstetra al pasar. Me mandó a hacer unos estudios urgentes que dieron mal: mi hígado había colapsado y estaba liberando una enzima peligrosa para el bebé. Hice lo que no hay que hacer en esos casos: googlear. La medicina alopática no tiene claro porque, pero la presencia de esta enzima aumenta las probabilidades de muerte fetal o de complicaciones gravísimas durante el parto. No hace falta ser un experto en simbolismos para conectar salvajemente lo que estaba haciendo mi cuerpo con mi ambivalencia durante los primeros meses del embarazo.

El obstetra me hizo poner unas inyecciones para que los pulmones estuvieras maduros: si no podemos controlar esto con medicación, te voy a tener que sacar al bebé, me dijo. Yo sabía que Aurora no estaba lista para nacer, faltaban más de tres meses para la fecha probable de parto.

La medicación no alcanzaba y la enzima seguía subiendo, si Aurora nacía en esos días pasaría directo de mi cuerpo a una incubadora. En un momento la enzima se estabilizó y los análisis que me hacía cada tres días empezaron a dar bien.

Aurora nació por cesárea en la semana 38 de gestación el 24 de julio del 2014 a las 17:39, la tarde en la que los estudios que me había hecho a la mañana dieron mal otra vez. Mientras me subía a la camilla en la que me iban a operar pensé en el parto orgásmico que había imaginado y sonreí: sentí que el parto no era mío y que lo único que me importaba en ese momento es que ella estuviera bien. Lo considero mi primer acto de maternaje.

A veces alguien nos pregunta por qué le pusimos Aurora a nuestra hija. Santi y yo, que aspiramos a ser modernos, decimos que Aurora es un nombre laico y anarquista y que, además, se pronuncia igual en casi todos los idiomas.

Pero, cuando mi hija tenía seis meses descubrí la verdadera razón de su nombre. Estaba leyendo un libro de Panikkar cuando me encontré con el Himno a la Aurora perteneciente a los Rig Vedas.

Fresca después del baño, consciente de su propia belleza,
se hace visible para que todos la vean.
Aurora, Hija del Cielo, préstanos tu resplandor
y disipa todas las sombras de maldad.
Sacando del sueño profundo todo lo que está vivo
poniendo en movimiento hombres, bestias y pájaros.
¡Levántate! El aliento de la vida nos ha alcanzado una vez más.
La oscuridad ha huido y la luz se acerca con rapidez.
Ella marca un camino para que el Sol lo recorra.
Hemos llegado al lugar donde la vida continuará.
Madre de los Dioses y esplendor de la Divinidad,
emblema del sacrificio, brilla en las alturas.
Sal y atiende nuestras plegarias con favores.
Bendícenos, entre la gente, ¡oh, Aurora, siempre deseada!

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Ella/ Soledad Urquia nació en 1983. Mamá India, su primer libro, fue publicado por Tenemos las Máquinas en 2016. Vive en Traslasierra, donde armó junto a su pareja el sello editorial Chai.

Foto/ Candelaria Lujan