Nostalgia del futuro

La bola de cristal

Por Verónica Pérez Arango*

La casa no da respiro, en mayo se rompieron un montón de cosas que creí eran invencibles. Mis hijos no están hoy conmigo, es uno de esos días dobles en los que soy madre pero un poco menos porque Ulises y Eloísa pasan el día y la noche con su papá. En esos momentos me vuelvo una mamá en la lejanía, podría estar en China o alguna ciudad exótica de Europa del Este. Desde que el papá de mis hijos y yo ya no vivimos juntos, desde que la familia que teníamos los cuatro se convirtió en otra cosa que no sé qué es, aprendí que ser madre implica dejar de verlo todo. Mis hijos hoy no están en casa. Bendigo la posibilidad de aprender -siempre con dificultad- a confiar sin ver, sin saber, sin estar, sin intervenir.
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Mientras ordeno la biblioteca, me llega la reverberación de sus risas desde el barrio vecino. Los miro a través de una bola de cristal opaca y antigua como yo: andan en bicicleta sin rueditas, sin apoyarse en las paredes, caminan seguros de sí, de lo que traen consigo en el pecho: una fortaleza impalpable, un fuego. Imagino un viaje de larga distancia pero son sólo veinte cuadras que me ayudan a entender que hay partes que no vemos de los hijos, que vamos a perdernos pedazos de su vida, una tarde, por ejemplo, donde ellos aprendan a sumar o el momento exacto en que se alce el chispazo del entendimiento, o cuando descubran que sus paletas se aflojaron gracias a los pequeños desequilibrios cotidianos.
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No me tranquiliza darme cuenta de que jamás creí en el dicho que reza “lo que importa es la calidad, no la cantidad de tiempo.”
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Dos casas, dos camas, dos cepillos de dientes. Las poses para dormir adentro del pijama. ¿Qué muñeco abrazará mi hija en su otra casa, si el conejo violeta y el dinosaurio se quedaron acá, conmigo? ¿Qué cuento pedirá mi hijo, con qué voz lo contará, qué palabra va a ser la última que pronuncie antes de entregarse a los brazos de Morfeo? Anoto en mi cuaderno que dormir es crear una plataforma a prueba de lo ajeno, los sueños son el lugar donde podemos vivir sin que nadie nos moleste o sepa algo de nosotros.
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Me tranquiliza no saber matemática y no poder calcular las horas de no verlos que entran en un año entero.
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Hay un rectángulo rojo en el almanaque de la cocina, es la parte de la semana que Ulises y Eloísa no viven en casa. Desayunos, almuerzos y cenas sin cocinar, ropa sucia que puede esperar pacientemente su turno de lavado, uñas y piojos que crecen a sus anchas. Control o no control. Paseos en monopatín en este preciso instante, nuevos amigos, visitas a lugares sorprendentes de los que me entero por foto. Hay un misterio que me pierdo. Y qué bien saber que no todos los fragmentos de la vida de los hijos son nítidos; hay veladuras y zonas de existencia que permanecen en secreto. Entonces imagino un camino que una una casa con la otra, y escribo poemas como miguitas de pan; imaginar y escribir también abren las puertas de la casa.
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Me imagino la ropa que usarán mañana. Texturas del cuidado invisible.
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Eloísa tiene fiebre a medianoche. Hablo con Santiago por whatsapp y cotejo la temperatura por mensaje de audio. El ringtone personalizado se desliza entre las sábanas y me trae la foto de ella acurrucada en un sillón, los cachetes mordisqueados por los 38,7 grados. Agrando la foto para tratar de descubrir algún signo oculto: rastros de la cena, el perfume del shampú, la dosis exacta del antitérmico sabor frutilla.
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Mis hijos cambian de casa y de lenguaje. La traslación implica también la mudanza de los modos de decir. “Papá” o “papi” ya no existen así solos,  sin posesivo. Hace unos meses descubrí que Ulises y Eloísa anteponen el “mi”. “Mi papá tal cosa”, “En la casa de mi papá tal otra”, “Mi papá me dijo”. El posesivo instala el límite, divide aún más lo que ya está dividido.
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Si la habitación de ellos acá está vacía, significa que allá está llena. Y viceversa.

 

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Verónica Pérez Arango nació en 1976 en Buenos Aires. Publicó Camping, Un dibujo del mundo y La vida en los techos. Participó de las antologías Lo que la perdiz opina de los finales felices, El Rayo Verde,  Exit 75 y Quedar en lo cantado. Poesía argentina y dominicana. Trabaja como profesora de literatura en escuelas secundarias y espacios municipales, y dirigiendo talleres de escritura. Además coordina junto a Flor Defelippe, el ciclo de poesía El bosque sutil.