Relatos/Partos

El misterioso proceso de concebir

Por Vik Arrieta*

 

Nunca nadie me había dicho que concebir un hijo era bastante parecido a cualquier otro proceso creativo. Todo arranca con una imagen, una idea que se vuelve un deseo. En nuestro caso, ese deseo llegó recién en 2012, unos meses antes de nuestra boda y luego de 9 años de noviazgo. Algunos podrán decir que “nos tomamos nuestro tiempo”. Pero si hay algo que aprendí, es que los bebés —al igual que las buenas ideas— llegan cuando ellos tienen ganas de llegar.

Por aquel entonces era prácticamente vegetariana: comía algún pescado cada tanto, pero por lo general solo verduras, harinas y quesos. Me mantenía en movimiento haciendo Pilates y andando en bici. Tenía bastante conciencia del cuidado de mi cuerpo (al menos eso creía yo). A mediados de 2012, comencé a tener períodos irregulares. Mi ginecóloga del momento acusó al estrés de la boda de ser el causante de mis desajustes. “Relajate, ya te vas a ordenar”, me dijo, luego de mirar mi primer test de hormonas con algunos números no muy normales. Pero ella era la profesional, así que me olvidé del tema.

Durante todo 2013, dormí muy pero muy poco. Mi período siguió —tal como mi vida en ese momento—, muy irregular. Se había acortado, ciclos de hasta 15 días, con algunos de 40 que me hacían sospechar un embarazo, pero no. ¿Estaba ovulando? No lo sabía. Hice algunos tests más, los números de mis hormonas no habían cambiado demasiado. Mi cuerpo y mi vida se habían convertido en una especie de ruleta en la que podía tocar cualquier número.

2014 nos encontró muy atareados pero más organizados. Pudimos comenzar a frenar y darnos cuenta lo mucho que habíamos hecho en poco tiempo,y cómo nuestros cuerpos estaban pagando las cuentas. Fue un año revolucionario para nuestra alimentación: dejamos el azúcar, hicimos un “Whole 30” y volví a comer carne. Decidí volver a explorar qué estaba pasando con mis hormonas. Y en ese ámbito, las noticias no fueron del todo alentadoras. Por un lado, físicamente estaba impecable. Todo en orden, todo en su lugar. Pero —para mi sorpresa— mis exámenes de sangre revelaban niveles hormonales consistentes con un diagnóstico de baja fertilidad. Me recomendaron un nuevo ginecólogo. Un señor mayor, bastante frío. Se sentaba en su escritorio y escribía recetas sin mirarme. Me indicó un test de Hormona Antimulleriana. El test me devolvió otro número malvado: estaba debajo del rango, lo que se traducía “rápidamente” en ovarios que no estaban ovulando. ¿Las razones? No las sabía. Todo en mi cuerpo parecía normal excepto mis hormonas. Los tests decían algo que sonaba muy parecido a “falla ovárica precoz”. Y detrás de ese diagnóstico, una realidad: “sin óvulos, no hay bebés”. No fue fácil de digerir. Como primer paso me amigué con la posibilidad de tener que pedir un óvulo prestado, o incluso adoptar. El camino a continuación podía venir con cualquiera de esas variantes. No lo sabía. Llegó a mis oídos ese dicho nefasto “madre no es la quiere, sino la que puede”. Y yo todavía tenía que entender qué es querer, qué es desear, qué es poder. En el fondo del abismo, yo no tenía nada de esto claro. Necesitaba encontrar un mapa, una linterna, una brújula… algo. Fue entonces cuando apareció Alcira, nuestra coach. ¿Coach de qué? Hoy les diría que fue mi coach en madurez. Es hermoso rendirse a la experiencia de uno mismo. Requiere, principalmente, contemplación. Si uno no frena, no hay forma de escucharse.

Así que en 2015, empecé a frenar. Hasta podría decir que acampé un ratito en el fondo del cañón y me permití colgarme mirando las estrellas. Entendí que para salir, a veces hay que permitirse flotar. Delicioso tiempo de no imponerse resultados. Dejar de ser tan efectivo para simplemente ser. Es un salto de fe: es soltar el control pero no en los términos que uno se imaginaría. A veces soltar tiene que ver con animarse a mostrar las heridas. Ser vulnerable, pedir ayuda, aceptar que hay un devenir que no depende de nosotros y sobretodo no arrogarse la responsabilidad de que “todas” las cosas funcionen. Arrogarse es una palabra clave. Quiere decir “apropiarse indebida o exageradamente de cosas inmateriales, como facultades, derechos u honores”. Tanto para las ideas como para los bebés hay que admitir que “nos siembran”, por lo que hay que asumirse más como tierra fértil que como arado.

Subir la cuesta es un acto de fe. No hay forma de saber en qué momento preciso uno empieza a subir, porque solo se percibe la diferencia en el aire cuando uno ya está arriba. Quizás porque, como les decía antes, no se trata de caminar sino de “flotar”. En algún momento cambia el viento. A veces se puede sentir un ventarrón que, más tarde, será recordado como un momento clave. Pero si uno está comprometido con soltar las riendas, no se arrogará la autoría sobre el viento, solo aceptará recibirlo. Y punto. En julio de 2015 fui a visitar a un endocrinólogo, porque nuevos análisis decían que mi tiroides también estaba en pie de guerra. Pablo estuvo a mi lado, algo que debo reconocer era nuevo para mí y parte de este ejercicio de mostrarme vulnerable (también frente a él). Diego, el doctor, rápidamente nos sacó de la cabeza todas esas ideas macabras que venían asociadas a los números “malos”. Miró mis análisis y conjeturó varias probabilidades con horizontes soleados. Me ordenó otro análisis para verificar el primero, pero sobretodo, nos recetó dejar de preocuparnos. Fue tan cálido, tan humano, tan diferente a aquel ginecólogo triste y gris, que salimos riendo y emocionados hasta las lágrimas de su consultorio.

Lo que sucedió entonces, solo puedo describirlo como magia. En pocas palabras, ese mismo fin de semana, hicimos un bebé. Claro que no teníamos ni idea todavía. Hice el test encomendado por Diego a los 21 días del ciclo y con ese papelito victorioso volvimos a verlo: todos los números era brillantemente “normales”. Con gran sabiduría, Diego conjeturó: “una de dos: o ese estudio anterior te lo hicieron monos con guardapolvos, o tuviste un desajuste hormonal momentáneo al cual justo le sacaste una foto. Piba, estás fantástica, re ovulaste.” Esas mágicas palabras —“re ovulaste”— me valieron más que todos los premios, “dieces” y reconocimientos recibidos hasta el momento. Bien podrían haberme entregado un trofeo con forma de útero dorado.

Aquí tienen que entender una cosa: después de tanta incertidumbre, no era una noticia que nos hiciera saltar sobre el borde de la silla. Era tan increíblemente improbable, que la actitud que tomamos fue de absoluta humildad. Solo podíamos poner un pie delante del otro y seguir caminando, con la convicción de que llegaríamos a destino, algún día.
Nunca llegué a esperar 10 días. Comencé a sentir naúseas matinales, en forma leve pero constante. Como toda “primera vez”: es difícil diferenciar lo que sucede con absoluta certeza y más difícil es creer que está sucediendo. Luego de 3 días de náuseas constantes, decidí que era hora de sacarnos la duda. La mañana del 7 de septiembre me dirigí al baño, test en mano, a hacer mi parte.

El resto se lo pueden imaginar… y si no, imagínense aferrarse con sus dos manos a la tierra, impulsarse para arriba a fuerza de pura convicción y que un rayo de sol les bañe la cara anunciando que acaban de llegar a la cima, al final de esa travesía: el otro lado de la U. Imagínense arrodillarse sobre un colchón de pasto verde, mirar por primera vez un nuevo horizonte, enamorarse automática de sus colores, extender la mano y sujetar la de la persona que más aman para juntos hacer que sus pies vuelvan a la tierra. Abrazarse, llorar, celebrar. Aceptar con todo el corazón la aventura que sigue.
El día había llegado. Ya éramos futuros papás.

Para crear, hay que ser un espacio disponible
Todos los proyectos creativos tienen forma de U… como en útero. No estoy diciendo que sea necesario tener uno para ser creativo, pero sí que es necesario serlo. Ser un útero. El útero es un órgano cuya única función es gestar. Tiene forma triangular: no casualmente el triángulo —y su correlato, el número 3— es una forma sagrada vinculada a la creatividad. Además es pura disponibilidad hecha músculo, listo para incrementar su volumen varias veces y adaptarse a lo que viene. El útero es esencialmente un espacio disponible, siempre listo para recibir una tarea divina y darlo todo por ella sin chistar. Si nos animamos a asumir ese rol, es solo cuestión de tiempo para que lo divino nos fecunde: en forma de idea o de hijo. No cualquier idea, ni cualquier hijo: el que nos haya elegido.

Así llegó Astor al mundo
Lo primero que aprendí, y se los digo desde ahora, es que las mujeres (sobretodo las primerizas) sabemos muy poco sobre el tema. ¡Y qué tema! Parir (o la posibilidad latente en todas nosotras) es una capacidad maravillosa, llena de misterios, que nos acerca profundamente a las otras mamás que habitan la Tierra, las mamíferas. Nuestro momento más animal, más natural, más creativo, más fantástico. Pero modernidad y ciencia mediante, se ha vuelto un trámite (o un montón de trámites) y una operación medicalizada que nos pone en otro lugar, lejos de la libertad, la magia y el poder natural que nos habita: en un lugar pasivo, donde el médico manda y la parturienta obedece.
Hoy, esta realidad nos pone en el lugar de tener que recuperar activamente lo que es en realidad “normal”: el parto vaginal no intervenido. Las cesáreas y los partos intervenidos son igualmente necesarios y salvan bebés y mamás. El problema es que se han convertido en la norma y no en la excepción. Esto obedece a una variedad de causas, entre las cuales hay variables económicas (relación tiempo-costo-rentabilidad de un parto) y variables de control social. Cada una tiene que encontrar una respuesta diferente, pero de nuevo: lo fundamental en primera instancia es que las madres recuperen su protagonismo durante el parto y eso se construye con buena información y apoyo de los círculos familiares y sociales desde el embarazo (y lo ideal sería que desde mucho antes también).
Finalmente, por razones que escaparon a mi preparación, necesité de la ayuda de herramientas médicas para poder desencadenarse. Porque allí reside el quid de la cuestión: a veces la intervención médica es necesaria, pero prepararnos y elegir a los profesionales adecuados, hace que al momento de decidir una intervención estemos seguras de que es lo correcto y confiemos en el médico que nos acompaña para que respete en todo lo posible nuestras elecciones.

El 30 de abril, a las 22:39 hs, con 52 cm y 3,636 kilos hizo su debut en el mundo ¡el torito Astor!
Luego de una clase de esferodinamia en Tobi Natal nos fuimos a cenar con mi amiga Pia (también embarazada, esperando a Lorenzo) y con nuestros maridos. Llegamos a casa cerca de la medianoche y Pablo le sacó una foto a la panza. Invitamos a Astor a salir de su monoambiente con una de las tantas técnicas sugeridas (adivinen cuál) y nos fuimos a dormir. De repente, ¡sorpresa! Rompí bolsa a la 1:30 hs, no tuve duda alguna porque fue rotura franca. Festejamos que finalmente (¡a las 41 semanas cumplidas!) nuestro bebé venía y llamamos a Vero Ferrando, nuestra partera, para avisarle. A partir de entonces solo me quedaba esperar que arrancaran las “buenas” contracciones (eso pensé).
El problema fue que las contracciones nunca progresaron. Después de 2 horas, en vez de hacerse más regulares e intensas, comenzaron a desaparecer. Para el mediodía era claro que mi trabajo de parto (por más que no parara de agitar caderas en la pelota) no quería arrancar. Diego (mi obstetra) puso horario para encontrarnos en la clínica (Trinidad de Palermo) a las 16 hs. Tomé el antibiótico que me recetó, almorcé liviano y me fui a dormir un rato para cambiar la estrategia. A la hora señalada nos encontramos en la clínica con Vero para la admisión y comenzar una inducción con oxitocina: a 41 semanas, con bolsa rota y ya más de 12 horas sin contracciones, mi obstetra no veía recomendable esperar más. Temí perder mi parto natural, pero me enfoqué en mi deseo y en lo que podía hacer en cada momento: era obvio que aferrarse a las expectativas no era de gran ayuda. Solo podía trabajar por eso.

A eso de las 17 hs comenzó el goteo en una pequeña salita de pre-parto en la planta baja de la Clínica Trinidad de Palermo. Mi dreamteam presente: Pablo y Vero. Entre anécdotas fuimos avanzando las primeras contracciones. Yo alternaba movimientos sobre la pelota, cada contracción un poco más intensa pero totalmente soportable. Los dos primeros tactos fueron también muy soportables, pero después del segundo, Vero emitió un ultimatum, el que me temía: “Vik, si en la próxima hora esto no prospera sustancialmente…”, y no necesitaba completar la oración, yo ya sabía que la temida cesárea estaba en el final tácito de esa frase. Pero Vero me dio un plan de acción: con cada contracción tenía que pujar para ayudar a que Astor hiciera su trabajo. Por suerte, él estaba colaborando como un campeón… pero el cuello de mi útero estaba muy poco receptivo.

La siguiente hora y algo más fue realmente lo que esperaba de un trabajo de parto. Me desconectaron del monitor y con solo la vía con oxitocina (que Pablo custodiaba) empecé a trabajar posiciones entre la pelota, el inodoro y un toallero estratégicamente ubicado frente al inodoro. Con cada contracción pujaba: un mix entre pujo con respiración y pujo en exhalación. Apareció la voz: aaahs y ooohs, puteadas y gruñidos guturales sin forma sonora definida pero que en mi mente tenían forma de caverna mágica y conjuro estilo “ábrete sésamo”. Sentí que entraba en ese mundo primitivo donde la mente se desdibuja. Náuseas. Dolor. Pujo. Era todo cuerpo.
El siguiente tacto fue el pico máximo de dolor que sentí en mi vida. Temblaba como un volcán en erupción. Me costó volver a recuperar el control. Pero Pablo y Vero estaban ahí para sostenerme. Y pasó. Y yo seguí. Vero me anunció que había convocado a la anestesista y yo no me opuse. Ambas sabíamos que no había otra forma de seguir, teniendo en cuenta lo que seguía. Vero le indicó a Pablo que recolectara todas nuestras pertenencias porque íbamos a sala de partos. Cuando lo volví a ver tenía puesto un ambo en un hermoso color amarillo: mi color favorito. Para mi fue una señal de que todo iba a salir bien.

En sala de partos continué pujando cada contracción sentada o en cuclillas o apoyada sobre la camilla. Pablo me acompañó hasta que llegó el momento de la aguja. Vero lo reemplazó en su rol y me contuvo: no solo para que no me moviera, también fue contención de madre, de miedos, de “vamos que lo estamos logrando” y “vos podés”. Realmente estaba en un punto que el dolor estaba ganando el control, así que agradecí la posibilidad de esa peridural.
Con otra sensación en el cuerpo, pude recuperar mi mente. Una sensación muy particular: la de una claridad mental brillante pero enfocada en un tubo. Toda mi atención estaba enmarcada en Astor y en cómo usar mi fuerza para ayudarlo a nacer. Y fue fundamental: eran las 22 hs y tenía una dilatación de 7. En 40 minutos, tenía a Astor en mis brazos. Lo que sucedió en el medio, fue una danza de parto que no me había imaginado, pero no por eso fue menos mágica. Solos casi hasta último momento, Pablo, Vero y yo pujamos con cada contracción. Vero con sus dedos iba guiando dentro mío a Astor a través de mi cuello, ayudándolo a ganar espacio. Perfectamente consciente de cada contracción, yo les iba avisando cuando estaba ganando fuerza para prepararnos los tres. Dos pujos en dos tiempos, uno bloqueado, uno en exhalación, otro bloqueado, otro en exhalación.

Al final se sumó Juan Pablo, el obstetra suplente (Diego tuvo que ausentarse por fuerza mayor, una vez más sirvió no aferrarse a expectativas). Por suerte Juan me había hecho el último control el día anterior. Llegó con música, que puso en un ipad cerca de mi cabeza: “Somewhere over the Rainbow”, en la versión ukelelera de Israel Kamakawiwo’ole. Ukelele. Arco iris. Señales para mí, como mimitos del Universo.
“Ahora vas a sentir mucha presión acá abajo”, me anuncia Vero. “Pablo mirá”, dice Juan. Pujo, sentir a Astor presionando el coxis. No pedí cambiar de posición, si bien sentía fuerza en mis piernas, también podía pujar acostada con las piernas contra el pecho. Lo único que me importaba era conocer a Astor, lo más pronto posible. Pujo, más presión. Juan y Vero me daban pautas del avance pero era yo la que dirigía el proceso, con el inicio de cada pujo. Vero me alentaba para que le dé a cada pujo una duración aunque ya yo no lo necesitaba: estaba muy consciente de mi fuerza y de exactamente dónde dirigirla. Creo que no perdí ni un poco de energía en otro lugar. Los pujos finales los hice todos con una sonrisa, relajando la boca, mientras visualizaba un círculo de luz arco iris que se iba abriendo como una flor.

El último pujo fue muy a conciencia: sabía que si no lo sacaba en ese, podía venir la temida episiotomía. “La cabeza es grande”, dijo Juan. Vero monitoreó y yo pude escuchar que los latidos habían bajado. No necesitaba verlo, aunque Pablo después me lo confirmó: Juan preparó la tijera. No hizo falta finalmente: ¡con ese pujo salió la cabeza de mi hijo! Juan lo acomodó, Pablo me ayudó a incorporarme para verlo: una mata de pelos largos desordenados. Con ambas manos lo tomé por debajo de sus axilas para ayudarlo a sacar sus piernas y me lo llevé al pecho. La enfermera lo cubrió con una manta, se sentía resbaloso y calentito. Le dije muchas cosas que, extrañamente, no recuerdo, pero eran amor. Éramos un triángulo perfecto de amor: Astor, Pablo y yo. Nos dejaron compartir juntos un tiempo que pareció una eternidad. Luego Juan le dió a Pablo la tijera para que le cortara el cordón, mientras yo besaba a Astor en su cabeza sin parar. Unos minutos más tarde llegó la neonatóloga y anunció que se lo llevaba para su control. Me sentí segura de dejarlo ir. Estaba muy tranquila. “Es una de las mejores”, me dijo Juan en cuanto salieron por la puerta Pablo, Astor y la doctora. “¿Querés que te tapemos?”, preguntó Vero. “No, no hace falta, no me va a agarrar vergüenza ahora chicos, ya vieron todos todo de mí”, me reí. Mientras tanto Vero y Juan se encargaban de la placenta, las enfermeras limpiaban alrededor. Juan empezó a coserme. Y a mi no me importa ver mi sangre desparramada por ahí. Estoy tranquila. Siento mis piernas y puedo moverme perfectamente a la camilla que me llevara fuera de esta sala, donde sé que voy a volver a ver a Astor. A salir reconozco el espacio. Llegamos. Llegaste bebé, y sos lo más hermoso que me pasó en la vida.
Astor se prende a mi teta enseguida, y yo siento que es su forma de decir: “acá estoy mamá”. Y “Gracias”.

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Ella/ Victoria Arrieta (Vik) es co-fundadora & Directora Creativa de Monoblock. Ilustradora ocasional y mamá de Astor. Podes ver sus trabajos en su blog http://www.happimess.co/