Relatos/Partos

Nacer en verano

Por María Pousa*

D. nació el Lunes 16 de agosto, pleno verano en Barcelona. Recuerdo las semanas anteriores al parto, apenas podía caminar con esa panza, con ese calor. Hacía días que no dormía bien, la ansiedad por conocer al bebé era enorme.
Un sábado a la madrugada comenzaron las contracciones, cada cinco minutos, regulares, bastante dolorosas. Este era el plan: aguantar en casa todo lo que pudiera e ir al hospital en el momento del expulsivo. El expulsivo, en mi imaginación, sería rápido. El expulsivo, en mi imaginación, no dejaría ningún rasguño. Había olvidado que siempre hay una distancia entre el plan que una meticulosamente elabora en el embarazo y la realidad, que caótica y arrabalera te baja, te pone en eje, te educa.
En un principio las contracciones eran llevaderas, las pude pasar con la persiana baja, comiendo mochis de pistacho, viendo Up y escuchando “playlist parto”. Poco después dejaron de ser tan amables. Entrar en la bañera era un alivio, el dolor se frenaba pero también las contracciones. A la tarde (casi noche) decidí ir al hospital, que me midan, que digan de cuánto es la dilatación. Necesitaba datos, números, evidencia científica.
Después de hacer papeleo en la guardia, la matrona midió y sentenció “un centímetro”. “¿Cómo puede haber tanto dolor en un centímetro?”, pensé. El parto natural empezó a desdibujarse. Quería aliviar el dolor. Pensé en mujeres de otra época, también en mujeres de mi época pariendo al natural, ¿Estaban locas? Sentí odio y admiración. Volví a casa, las contracciones seguían siendo regulares y mi dilatación lenta.
Madrugada del domingo: mi pareja preparaba la bañera, me traía toallas, me acariciaba. Necesitaba que estuviera ahí, no podía decirle que tenía miedo. Estar en casa me parecía peligroso. Ahora entiendo que ese miedo no era al dolor, tenía miedo de lo que estaba a punto de pasar, del para siempre.
Ese día, no recuerdo a qué hora, volvimos al hospital “un centímetro y medio”. Que debía esperar para la epidural o me la daban ahí mismo pero correría riesgo de detener el trabajo de parto. No sabía qué hacer. Me dejaron quedarme y pensarlo hasta la mañana siguiente, si no pasaba nada tendrían que “ayudarme” a que se desencadenara la cosa. El dolor y el cansancio me pesaban mucho. Nos instalamos en una habitación que más que hospital parecía un hotel, un lindo hotel. Montamos el altar: un portarretrato con nuestra foto en las últimas vacaciones de verano en la Costa Brava, una ecografía de D., un pulpo de peluche que le habíamos comprado con ilusión y un parlante Samsung color púrpura. La noción del tiempo no era clara para entonces. Mi pareja en algún momento se quedó dormido, yo gritaba, venía el dolor y tenía que gritar, sacarlo afuera, quejarme. También tenía que entrar a la ducha, tenía que estar concentrada. Tenía que hacer sonidos raros para pasar del miedo al dolor, del dolor al miedo. En algún momento me hicieron otro tacto, había entrado por un túnel a lo desconocido.
La mañana del Lunes vinieron a buscarme, era inminente, iban a “ayudarme” a desencadenar. Apenas llegamos al paritorio la camilla se inundó de agua y ví que salía de mi cuerpo. Alegría total, había roto bolsa, no era necesario ayudar nada. Ahí llegó el anestesista que dijo algo de Messi porque se dio cuenta que éramos argentinos. Lo odié y odié a todos. Después, la bendita droga me permitió dormir. Mi pareja durmió. Trasladamos el altar de la habitación al paritorio, la “playlist parto” sonaba en loop como una canción de cuna.
Al mediodía la matrona me pidió que pujara, pujé y no salió nada. Intentamos tres veces, con pausas en el medio en las que hice varias siestas. La matrona me preguntó si quería un espejo (en mi plan de parto no estaba el espejo, no lo quería, “¿para qué ver todo eso?”, pensaba embarazada). Más que una pregunta fue una orden, ahí tenía el espejo de IKEA enfrente mío tomándome bien toda la abertura en donde se veía pelo de bebé. Me impresionó y no me disgustó como lo había imaginado. El embarazo no había sido una ficción, efectivamente tenía una cabeza a punto de salir.
Después entró la ginecóloga y supe que algo no andaba bien. La ginecóloga dijo algo de cesárea, fórceps, “está encajado y no baja”. Le dije que no, de ninguna manera, lloré, la matrona pidió permiso para hacer una especie de maniobra de kristeller mientras yo lloraba pero asentía. ¿Qué otra cosa podía hacer acostada, abierta, con un bebé encajado?. De golpe era la protagonista de una película de terror. Este no era el parto que quería. Me sequé las lágrimas y al mejor estilo Rocky me mentalicé. Me negué a los fórceps, pedí que me dejaran pujar. Después de varios pujos, de darlo todo, de aferrarme al poder de las entrañas, me pidieron que lo agarrara “¿Agarrar a quién?” pregunté como si no supiera, haciéndome la tonta, los últimos minutos de hacerme la tonta. Me lo pusieron en el pecho, lo abracé, lo miré, no podía creer que ese hermoso bebé estaba con nosotros.
No nos despegaron, con él en el pecho me limpiaron, me cosieron y me llevaron a la habitación. Su nariz era diminuta, sus manitos perfectas. La primera noche fue increíble, el merecido descanso después de parir, con el bebé entre los brazos, como haber vuelto de una maratón habiendo pasado los climas más hostiles, habiendo vivido todo. Fue un sueño profundo, reparador, un sueño con D. al lado. La segunda noche brindamos con un café descafeinado de la máquina del pasillo del hospital y un chocolate.
Las enfermeras me acompañaron al baño, tenía órdenes de limpiarme con golpecitos. Me llevaron y volvieron a dejarme en la cama. Después de la placenta había salido mucha sangre y apenas podía moverme. Me hicieron una transfusión, me dieron hierro, la aguja quedó mal enganchada y el hierro se me desparramó fuera de la vena. Se me decoloró la piel, lloré con fuerza por esa injusticia y por todas las del mundo.
Finalmente tuvimos que dejar el hospital, la verdad que estaba cómoda porque aquello parecía un hotel con servicio a la habitación. Para salir me puse un vestido que había comprado en una tienda de segunda mano, el estampado imitaba la piel de una serpiente, verde azulado, talla M. Me costaba caminar, estaba un poco débil, entonces mi pareja cargó a D. Paramos un taxi a la salida del hospital, en el camino miré las calles vacías de Barcelona como si lo hiciera por primera vez.

 

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Ella/ María Pousa, nací en la Patagonia, Argentina. Soy Profesora de Filosofía y Español como segunda lengua. Me gusta escribir. Trabajo dando clases y cursos de español y cultura. Actualmente vivo enBarcelona con mi familia.IG @isabelacatol