Imágenes

largo viaje de ida y vuelta

Por Carolina Tevez*

 

8/6/2021
Nacer

Estoy sola, desnuda, rendida y abierta en una camilla de metal. Juan me dijo “yo te vi por dentro”. No hay ego. Tampoco habrá fotos, ni musiquita. Mi bebé nace al ritmo del sonido de mi cuero que se abre y del silencio de mi respiración. Me zarandean de un lado al otro, no siento nada pero me escucho por dentro. El corte suena a serrucho, me siento árbol. Un árbol pariendo. Las manos de otros adentro, mis vísceras, mis huesos, Pedro. Repito “Pedro” como un rezo. Le digo que somos fuertes, hoy le diría “seamos suaves”. Quería decirle “no te mueras”, pero hay palabras impronunciables en una sala de partos. Mis brazos se estiran infinito hacia mi bebé que viene como volando. Tiene un halo dorado, colorado. No lo veo nacer, lo veo aparecer volando. Nos separa una tela quirúrgica celeste, le dicen telón, para mí es un abismo. Juan llora y dice que es hermoso. Yo no lloro, tampoco entiendo. Por fin lo conozco, le veo la cara. Le digo que soy yo, lo huelo y respiro, lo amo.

 

9/6/2021
Derramar
Es fin de año, hace calor. Termina el ciclo lectivo y nos entregan la carpeta con los trabajos de todo el año. Mi carpeta es de las más gordas, siempre preferí pintar que jugar a otra cosa. Fósforos quemados, brillantina, pedacitos de empapelados viejos, fideos, témperas, papel glasé, diarios, crayones, lápices, boletos de colectivo, arroz, lentejuelas, tinta china. Paso horas en la cama de mis viejos, mirando, tocando, oliendo los recuerdos de la niña que fui.
Pedro nació hace pocos días y estoy sola en casa. Camino inclinada hacia adelante, las tetas me pesan y si me enderezo sospecho que la sutura de la cesárea se va a abrir. En las cerámicas blancas del pasillo sobresalen círculos grises, algunos más grandes, otros más pequeños, algunos más oscuros, otros tienen como una cola que los vuelve cometas. Reconozco en esas manchas el recorrido de mis pasos dentro de la casa. Son gotas de leche que fue tibia y a las que se le fue pegando pelusa, pelos, mugre. Nadie más que yo es capaz de ver el camino secreto e invisible de mis primeros días de madre.
Pienso en las gotas de lavandina que salpiqué en el papel barrilete fucsia. Papá me dijo que tuvo que tirar las carpetas con todos mis trabajos porque necesitaba lugar. Yo imaginaba que las pintitas más pequeñas eran estrellas y las gotas más gordas el sol.
Las gotas de leche formaban distintos caminos. De la pieza a la cocina, de la cocina al baño, del living al cuarto. Se encendía el reflejo de la bajada aún cuando Pedro no mamaba, simplemente sucedía. Mis tetas se endurecían como piedras y después se ablandaban mientras desbordaban como dos regaderas. Cuando Pedro lloraba y nos separaban algunos metros, el caudal era aún mayor, era como un río fuera de su cauce. Yo también lloraba. En el piso caían mis mocos, mi saliva, también los de Pedro, sus vómitos como gotitas, como estrellitas, como galaxias.
Para la familia toda esa leche era de abundancia pero yo creía que esa misma abundancia, iba a matar a mi bebé. Creía que iba a matarlo alimentándolo. Pedro mamaba y se ahogaba, tosía, a veces su respiración se entrecortaba o se detenía por algunos eternos segundos. Una noche fuimos a la guardia y durante todo el camino creí que cargaba a un bebé muerto entre mis brazos. Era tanta leche. Mis pezones estaban agrietados, una grieta a cada lado del pezón derecho. A pesar de enjuagarlas con agua, de untarlas con mi leche y de tomar sol en cuero, las grietas eran cada día más profundas. Esperaba el día en que esas grietas se encontraran y mi pezón finalmente cayera. Cuando Pedro comenzaba a dar señales de hambre como mirar y buscar a los costados hociqueando o chuparse los puños, yo aplazaba el momento lo máximo posible, lo esquivaba y fingía no ser consciente de su hambre. Mis tetas explotaban de llenas y mi bebé con hambre. “No llores, mirá que le pasas toda tu angustia”, retumbaba en mi cabeza mientras lo acercaba a mi pecho, mis rodillas se aflojaban y me recorría un frío por todo el cuerpo. Mamaba mirándome a los ojos, la leche bajaba como lava y mis tetas explotaban como un volcán. Yo miraba al cielo y rogaba que mi bebé no se ahogara, que no se muriera, no ahora que estaba sola y desnuda en el pasillo de casa. Nunca antes la vida de nadie había dependido de mí. Le pedí a Juan que volviera del trabajo pero mamá llegó antes. “Digna hija de tu madre sos”, me dijo. Que le había pasado lo mismo conmigo y que me sacó la teta el día que vio mi boca llena de sangre pero que yo iba a poder, que ella después pudo. Me obligó a bañarme y a dormir un poco. Más tarde, cuando le daba la teta a Pedro, ella me sostenía de la mano o se paraba detrás mío y apoyaba su cuello en mi hombro y las dos lo mirábamos enamoradas y nos movíamos a un lado y al otro al ritmo suave que todas las madres del mundo desde que el mundo es mundo, mecen a sus bebés. Pedro tragaba.

Días después vino una puericultora. Me pidió permiso para apretarme una teta y un chorro de leche saltó de una punta hacia la otra de la cama. Sentí vergüenza y lloré. Me dijo que hay otras mujeres que tienen los pechos secos y que lloran intentando sacar leche de las piedras para alimentar a sus bebés. “¿Sentís cuándo te baja la leche?” Sí, es fuego que me baja desde la garganta, pasa por el cuello, me sube desde la punta de los dedos hacia los brazos, se desparrama entre las costillas y por el pecho, por las venas que ahora tengo y que nunca antes había visto y sale por esas decenas de micro orificios que aparecieron en mis pezones. Me dijo que sentirlo iba a ayudar a Pedro. “Imaginate que te tiran un chorro de soda en el fondo de la garganta, que hace pocos días que dejaste de ser un pez y ahora estás aprendiendo a respirar fuera del agua. Cuando sientas el fuego, apartá a tu bebé”. Aliviada fui regando el suelo, el parqué, las cerámicas, el pasto. En una sala de espera, mojé la remera de un hombre que estaba delante nuestro pero él era gigante y mi leche fue imperceptible como el rocío. A veces me brotaba a borbotones mojando las remeras, empapando planos de gasa y babitas que se teñían de un color amarillento o celeste, en las sábanas crecían lamparones inmensos.

Las tetas me siguen explotando pero se volvieron más perezosas. Pedro ansioso, cuando no sale de una, se va a la otra y vuelve a la primera, hasta que la leche empieza a salir. Él ayuda a que baje dandome pequeñas palmadas o retorciéndome el pezón con sus dedos. Cuando toma le gusta mantener al pezón atrapado entre la lengua y el paladar y respirar por los agujeros que se le hacen en los extremos de la boca cuando sonríe y me mira con complicidad. Juega como un gato con un pájaro entre los dientes. Cada tanto la visita de algún recuerdo me estalla en el pecho y mis pezones crecen duros. A veces después de tomar me cubre el pecho. “Tapo”, me dice. Casi siempre pide más, “maiiissss”. ¿A dónde va a parar tanta leche?

Pedro dejó de comerse los crayones y yo dibujo más seguido. Dibujo lo que me pida: carpa, pájaro, dinosaurio, saltar olas, lluvia, Bibi. Le gusta pintar con témperas. Su color preferido es el naranja. Necesito espacio para guardar el olor de nuestras tardes.

 

28/6/2021
Alimentar
Afuera hay tormenta pero es verano y dejamos la ventana abierta. Sentada en el pasillo de casa, me saco leche con mis manos por primera vez mientras veo el agua caer. Me dijeron que no mire el frasco o que lo tape con una media porque a veces la ansiedad por llenarlo hace que la bajada de leche se detenga. El viento empuja la lluvia que me moja suave como rocío. Hoy Pedro va a tomar mamadera por primera vez y se la va a dar Juan. Nos recomendaron que yo no esté presente. Ellos se encierran en nuestro cuarto y yo los espío por la cerradura. Solo veo parte de la espalda de Juan que se encorva amorosamente. Juan me contó que esa mañana cuando Pedro tragó mirándolo a los ojos, él lloró.

 

10/6/2021
Bailar
Está nublado, el cielo completamente cubierto por nubes de plomo. Vivimos en un barrio de galpones y frigoríficos. El paisaje lo dominan las persianas metálicas. El gris se puso de moda y los frentes de las pocas casas de la cuadra son de ese color. Yo voy con mi campera violeta, la bufanda roja y el pantalón rayado verde. Pedro va en su bicicleta de ruedas naranjas, tiene puesto el chaleco celeste cielo despejado y el gorro de lana de la abuela Elba, blanco, fucsia, verde y amarillo. Nuestros colores me hacen sentir expuesta y eso me da un poco de miedo. Nos ven de todos lados aunque nadie nos mira. Pedro se queja del pañal, lo acomodo sin suerte, vuelve a quejarse y tengo que bajarle el pantalón.

Sí, su pañal es celeste y tiene flores rosas.
Me recuerdo intentando mear entre dos autos estacionados en una avenida del conurbano, mientras mamá me hace hamaquita. Pocas veces me sentí tan incómoda y observada a pesar de que su cuerpo se haya convertido en una carpa.
Miro perseguida hacia ambas esquinas mientras desabrocho y abrocho botones del pañal. Pedro está increíblemente quieto, estas últimas semanas el cambio del pañal se volvió un round de lucha libre. Tiene la mirada perdida en la vereda de enfrente, hacia arriba. Un pino verde alto y flaco que crece en el fondo de una casa se despega del fondo gris y se mueve hacia los costados encorvandose. Pedro deja de sostenerse de mis hombros, cierra los ojos y se balancea con los brazos abiertos y flojos como flecos hacia un lado y hacia el otro. ¿Sos un árbol? Sí, responde. Pedro sopla. ¿Sos el viento? Sí. Pedro baila.

 

14/6/2021
Abrigar

Parece que nunca más se va a dormir. Ya le di la teta a Bibi, a Pocoyó, al perro y a un par de autos. Escribo en mi cabeza, escribo para adentro. Hace dos días que no puedo abrir mi diario. Me voy por las ramas. No, imposible acordarme y transcribir nada. Finalmente se entrega al sueño, no lo veo pero siento su respiración. Una vez me dijeron que para los bebés dormir es un acto de fé, necesitan tener la seguridad de que otres seremos sus guardianes cuando ellos se entreguen a la oscuridad. Me pareció lógico. Me doy cuenta de que está dormido porque su respiración se vuelve suave y larga, casi imperceptible; su cuerpo, más blando aún; y de su piel brota una humedad y un olor dulce como de quien duerme al sol un mediodía de otoño sabiendo que las bestias están lejos.
Dormido mete sus pies fríos entre mis muslos. Mis piernas están flexionadas y mis rodillas juntas y apenas se abren para recibirlo y abrigarlo. Recuerdo el gesto, esto ya pasó. Recuerdo tener frío, la piel fina y transparente de la abuela. ¿Cómo una piel tan azulada podía ser tan calentita? Mis pies helados parecían no interrumpir su sueño. Me abrazaba dormida. Recuerdo el camisón rosa pálido con olor a comida y un moño de cinta bebé resistiendo la inminente caída, sus uñas acanaladas, su pelo tan finito como su piel llena de pecas, el lunar en el cuello, el empapelado del amanecer en una playa paradisíaca. ¿Cuándo fue la última vez que nadaste en el mar?

 

27/06/2021
Extrañar
Me sorprende la capacidad de Pedro para hacer nuevos amigos. Ahora adoptó un perro de crochet. Mi celular suena cada vez menos.

 

29/6/2021
Perder
“¿Sabés dónde lo encontré? Tirado en la vereda del negocio de tu padre. ¿Y quién lo tenía? El señorito. Casi lo pierde. ¡Hace 35 años que lo tengo guardado! ¿Era de tu nacimiento o de tu bautismo? ¿O del primer año? No me acuerdo…”.
Mamá está tan contenta, tiene la cara encendida. A mí también se me ponen los cachetes rojos con el frío o cuando tengo vergüenza. Me pregunta qué me pasa que tengo esta cara, que evidentemente contrasta con la de ella. Le digo que no tuve la misma suerte y que perdí a Pocoyó. Digo Pocoyó haciendo mímica, en silencio abriendo exageradamente la boca mientras señalo hacia abajo, a Pedro que saluda a la gente que pasa. Lo debe haber levantado alguien, le digo.
Pedro me pregunta por Pocoyó después de exactamente una semana. No, no lo había reemplazado por el perro de crochet. Mi corazón se acelera. ¿Le miento? Sus ojos me miran inquisidores. Le digo la verdad, que se quedó en Banfield pero que no sé exactamente dónde. Sonríe, lo debe haber imaginado en la estación viendo como los trenes llegan y se van.
Pedro duerme, estoy encerrada en el auto esperando a que mi hermano compre ñoquis, hoy es 29. Su cabeza pesa, mi brazo duele. Hace frío. La mano libre juega con algo que tengo en el bolsillo de la campera. Parece una piedrita o debe ser el duende que se cepilla los dientes. No quiero seguir adivinando, saco la mano del bolsillo y miro. Es el muñeco ese, el panda de plástico, el de mi nacimiento, o el del bautismo, o el del primer año, lo primero que Pedro agarra cuando llega a casa de mamá, el que chupa y muerde y yo imagino que le arranca la cabeza y se ahoga mientras yo grito desesperada pidiendo ayuda. Le tengo que decir a mamá que lo tengo yo, que no se preocupe y que los cachetes se le vuelvan a encender. También le voy a pedir que volvamos a la plaza a buscar mejor o a la lanera a buscar lana turquesa y color piel y osar engañar a Pedro en forma de disculpa.

 

10/6/2021
Sonreir
La luz de la calle se cuela por el ficus. No sé qué hora es pero está muy oscuro.
Avanza reptando por la cama, me busca a tientas. Con las manos, con la boca, con la nariz. De madrugada, ni yo sé dónde tengo las tetas pero él siempre las encuentra y vuelvo a entender dónde está cada una de las partes de mi cuerpo, como si durmiera desarmada hasta que aparece él con la certeza de sus manos, de su hambre o de su necesidad de saber que “estamos” ahí.
Me chupa una costilla y me hace cosquillas. Me roza la panza con sus labios secos y sedientos. Su aliento me da calor. Me agarra la cara con las dos manos y me chupa vorazmente la nariz. Me río y no lo corro, lo dejo chupar confundido. Disfruto que algunas noches el perdido sea él y no yo.
Cuando suelta la teta, el pezón queda estirado recordando la forma de su paladar y su brillo húmedo y tornasolado es lo único que puedo ver. Todavía no se escuchan pájaros, ni autos pero los gatos ya se callaron. Imagino a tantas otras mujeres ahora mismo con la mirada perdida en el brillo de sus pezones mojados.

 

18/6/2021
Florecer
La consigna de la semana es sacar fotos que reflejen el movimiento de nuestros días dentro de casa. Saco una foto de la mesa de la cocina. Está mi diario, restos del desayuno, una caja de zapatillas Topper, vasos, flores de lavanda del jardín. No me gusta la luz. Mientras lavo los platos, la cocina se ilumina por un instante. Llego tarde para la foto.
Vuelvo a los platos. A veces a la luz tenemos que esperarla, me digo. A que entre o que al menos nos rebote desde una pared blanca e ilumine un instante. No somos luz todo el tiempo. Me pregunto quién podría ser ahora si no hubiésemos tenido el parto que tuvimos, si no hubiésemos atravesado la oscuridad a pesar de las luces blancas del quirófano. Es una escena que va quedando pequeña y lejana al lado de la vida inmensa juntos. Hace poco leí que “el dolor sabe cuándo quitarse”. Esperar. Esperar como al sol para la foto, pienso. Esperar a haber visto la cantidad suficiente de abejas en el jardín para poder podar la lavanda con menos culpa. Les prometemos, abejitas, que solo así en el próximo verano tendremos más flores.

 

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Carolina Tevéz. Nací en enero de 1986 en Lomas de Zamora, donde también crecí. Soy productora audiovisual y educadora popular. Desde el nacimiento de Pedro la escritura, la fotografía y el bordado se volvieron aliados para registrar y rescatar del olvido (algo de) las luces y las sombras de los días que compartimos juntxs.