Relatos/Partos

Todavía no nos conocemos

Por Henar Riegas González*

Entra un poco de luz por esa ventana minúscula que da a un patio que imagino sucio. Estoy desubicada. No sé dónde queda la calle. Apenas oigo un ventilador torpe. Parece mentira. Como si no hubiera vida suficiente. Escucho fugaces y escandalosas conversaciones masculinas en teléfonos móviles que se asoman a otras ventanas buscando señal y que retumban en ese hueco común que niega cualquier intimidad. Horario. Peso. Talla. Nena. Varón. Alborozo y anecdotario que se gritan sin pudor. El carrito de la enfermera. Celofán de ramos de flores feas en manos que sudan y tiemblan.

Me quiero ir. Hace dos días que parí. Dos días y todo lo demás. Los apósitos que rebalsan sangre insólita y pegajosa. No he dormido nada. Se han llevado a mi bebé hace unas horas. Esa pediatra vieja, con voz y cara de mala. Como una institutriz de orfanato de cuento. No me dijo mucho. Meneó a mi hija como si no fuera un bebé frágil a la que hay que cuidar y querer. Le abrió los ojos y la boca con sus garfios arrugados y rugosos. Qué le pasa, le pregunté con voz de infierno. La doctora me respondió malhumorada que un color, que un pinchazo, que una prueba, que un límite, mamá. Tranquila, dijo. Yo lloro sin fuerza. El dolor también difumina el llanto. El miedo brilla todo lo que puede.

Estoy sola un rato. L. se ha ido unas horas. A buscar ropa. A la farmacia. A darse una ducha. Cosas necesarias y ordinarias en medio de este desorden.

Lloro más.

Me cuesta levantarme de la cama y tengo pánico de ir al baño; ese dolor como un cuchillo oxidado desde las entrañas hasta el culo. Dos días hace de todo y parece otra vida. Es otra vida.

El sueño amenaza en esa tarde de verano pegajoso que se me enreda entre los ojos. Peleo como un niño que no sabe dónde tiene los puños. Necesito dormir pero me he olvidado. Cómo era eso de dejarse vencer. No puedo. No lo merezco. Me asquea el recuerdo del aliento rancio de la médica que se llevó a mi hija. Me duele la sangre caliente que inunda las compresas descomunales, que cae como guijarros. Como si me asestara un golpe y otro y así hasta secarme, pienso. Me meto la mano entre las piernas, para agarrarme. Tanteo ese sexo inflamado, deforme, hirviendo. Y escucho de fondo ese ruido que se repite desde entonces. Ese ruido que suena a trompicones, ese ruido de las ruedas de la cuna de plástico en la que arrastraron a mi bebé por ese pasillo infinito que lleva al ascensor que sube a ese lugar que no sé dónde, ni cuánto. Podrás verla, claro. Y tendrás que alimentarla, mami, me dijo.

La pediatra que se llevó a mi bebé me dio un papel arrugado con anotaciones en negro y en una caligrafía de maestra. Desconfío de la escritura esmerada. Cuarta planta. Horarios precisos. La vieja me señaló con el dedo toda la hilera de números escritos y alineados siguiendo la misma frecuencia. Me dijo, fíjese bien, mami. Dijo, ¿se entendió? Dijo, ¿seguro? Dijo, ¿sí? Sí. Yo después memoricé con torpeza para no equivocarme, para evitar la reprimenda y para hacerlo igual de bien que todas las madres que conozco, como las que imagino. Faltan horas y la eternidad apabulla. Parece de noche y no es todavía.

La primera vez subo con tiempo. Mientras espero, deambulo en ese pedazo de espacio que sólo tiene unas sillas duras, imposibles para una recién parida con los puntos tersos y aún calientes. Hay otras mujeres que se hablan y comentan en un cotidianeidad doméstica que me espanta. Vuelvo una vez más. Y aún falta y estoy agotada y la noche que ya sí.  Y el dolor y la lentitud del tiempo y los pensamientos densos como charcos de barro.

Me tumbo como puedo, acompañada por L. que me calma y me deja llorar y llora conmigo. Encharco la almohada con lágrimas insípidas y cobardes.

Me despierto como si me hubieran empujado. Tengo calor y la boca áspera. Miro el reloj y no lo creo. Miro el papel de las letras negras. No puede ser. Me he dormido. Y no me llamaron. Se pasó la hora anotada, esa que me había señalado con el dedo cuando me dio el papel y me dijo que leyera bien y me preguntó si estaba todo claro, ¿seguro? Claro. Seguro.

Lloro con furia y vergüenza. Grito. Como si la rabia salvase. Incapaz. Cómo has podido. Descansar es perverso, pienso. Cómo estará mi bebé, sola, hambrienta, llorando sin brazos ni leche, sin olor a madre animal, abandonada.

Mala madre. Mala madre. Mala madre. Cómo he podido, siquiera, relajarme. Cómo he podido rendirme al sueño y al olvido. Cómo pude dormir tan profundo. Cuánto tiempo ha sido. Cómo no esperé alerta, por si acaso. Ahora ya no puedo. Y mi bebé con quién. Qué manos. Qué leche. Qué arrullo.

Abro la puerta de la habitación y arrastro mis pies por ese pasillo largo y sórdido. No oigo nada. Ni un murmullo. No hay llantos de otros bebés hambrientos. No hay conversaciones de madres insomnes y felices, drogadas de oxitocina. Parecen haberse ido todos. No avanzo y es cada vez más tarde. No puedo correr. Ese camisón inútil y largo en exceso que tiene un encaje en las mangas que está amarillo de historia. El tiempo también ensucia. Como ese pecho de mamífera novata sin cría al acecho que me recuerda cómo he abandonado a mi bebé por mi descanso egoísta. Miro las gotas que chorrean de mis pezones y traspasan la tela desgastada. Hay tres botones forrados de raso, pacatos para una lactancia incipiente que precisa unas tetas que se explayen. Quiero correr y no puedo. Estoy asustada. Tal vez me griten. Nadie por aquí habla con algo parecido a la ternura. Ordenan. Riñen. Dicen rápido todo, como si fuera obvio y ya tuviera que saber. A ninguna de mis amigas le habría pasado, pienso. No soy buena madre. Cómo se puede dormir una madre. Cómo lo voy a explicar. Ese maldito camisón que me aprieta los pasos torpes y los puntos que aúllan en un cuerpo que no reconozco.

Es verano y hace frío de suelo de hospital y mis pies se asustan.

El pasillo. El ascensor. Cuarta planta. Un timbre que no suena. Hay exceso de silencio. Nadie abre.

Tengo las tetas duras como piedras y una culpa gigante que me aplasta. Lloro pero no sirve. Cómo he podido. Lloro como si no fuera una madre que busca a una hija indefensa que me necesita y tal vez me busque por instinto.

Miro por el cristal de esa puerta en la cuarta planta. Nadie me ve. Ni me abren. Es tarde.

Pego mis oídos a la madera vieja por si la escucho llorar.

No oigo nada. No veo a nadie.

Lloro yo porque aún no sé si reconocería su llanto. Todavía no nos conocemos.

 

>>>

 

Ella/ Henar Riegas. Nací en León (España) en 1978 y me licencié en Periodismo en Santiago de Compostela. Trabajé en comunicación institucional y en radio, esa pequeña trinchera que amo aunque ya no tenga un micrófono. Llegué a Buenos Aires varias veces y en el medio viajé y escribí más. Fui nómada, extranjera; fui bloguera y librera. Ahora tengo un trabajo más prosaico y muchos proyectos procrastinados.  En este año de la peste he sido madre, autopubliqué mi primera novela y cultivé tomates en mi balcón. Escribo lo que maternar me permite.