Relatos/Partos

Nació Limay

Por Ailín Bullentini*

Recuerdo el nacimiento de Limay, mi primer parto, y me encuentro con una emoción que me cuesta definir, pero que de ninguna manera es felicidad: una sala beige, varias mantas verdes que me cubren, los dos brazos inmovilizados, la alegría de mi compañero que, ubicado a mis espaldas, mira en la misma dirección que yo: adelante. Médiques trabajan en mi bajo vientre, lo sé porque me zamarrean. Intentan sacar de allí a Limay, mi hijo. Hasta que lo hacen, hasta que su cabeza asoma como el sol en la línea del horizonte (re cursi, pero posta, es un redondel aunque azulado, baboso y enojado), yo no puedo dejar de mirar el reloj que cuelga en dirección recta a mi vista. Lo vemos salir entonces, mi compañero ríe, yo pestañeo, trato de respirar, algo que me cuesta, trago saliva. Digo “hola bebé” y escucho que la voz me sale gangosa, cansada, adormilada. Estoy despierta, igual. Y me siento como el orto.

Todavía me pregunto si sufrí violencia obstétrica durante mi primer parto y no sé bien qué responderme. Conceptualmente, no sé bien qué responderme. Si me atengo a ejemplos concretos, las cosas se aclaran, porque ¿qué fue entonces aquello que me llenó de ansiedad e incertidumbre las últimas semanas de mi embarazo? ¿Qué eso otro que me hizo llorar de impotencia en la cama del sanatorio donde nació Limay, mi bebé que hoy tiene dos meses y medio, minutos apenas antes de que lo sacaran del útero a través de un tajo de 15 centímetros que abrieron en mi pelvis? Tengo la marca todavía. Dicen que se va con el tiempo. Esa, quizá. La otra, no lo creo.

“Tengo un plan para proponerles”, dijo la obstetra y activó el monstruo. Faltaban unos días para cumplir 39 semanas de embarazo –a una de completar los 9 meses de lo que se llama un embarazo a término, a punto caramelo–, coleccionaba dos monitoreos “perfectos”, pero sin señales de que Limay, el bebé que fabricaba con calma inesperada y un precioso buen humor, quisiera dejar mi cuerpo. Y, lo más importante, estaba tranquila. Aunque el mito popular de que “las primerizas paren antes de la semana 40” ya resonaba con fuerza en mi cabeza, pisteaba la ansiedad como una campeona. Estaba completamente conectada con el embarazo que llegaba su fin, creía que cada vez que se ponía la panza dura tenía una contracción, pero no me asustaba. Tenía tanta movilidad como una beluga en una bañera, sobre todo en la cama, eso sí. Y no mucho más. Todo así hasta el “plan” de la doc.

Venía todo bien. Ella celebraba, nosotros surfeábamos la ola del bienestar, del buen humor, de la espera en calma, algo desconocido para mí. “Vamos por el parto natural, eh”, nos había dicho semanas antes de comenzar con los tactos. Fueron varios, desde la semana 37. No me jodían, posta. No fueron dolorosos. Abrieron, eso sí, la puerta a una sensación que no había tenido nunca desde que había comenzado esta aventura: ¿tengo que preocuparme? ¿tenemos que pensar que algo no anda bien?

Cada visita a la obstetra era una fiesta hasta que me recostaba en la camilla y le veía la cara a la doc mientras hurgaba dentro mío para averiguar si el cuello de mi útero había comenzado a abrirse. Las caras a cada tacto dibujaron la misma decepción. Que todo estuviera sellado, parecía, la decepcionaba. Limay fue parsimonioso en toda su gestación.

Ahí, de sopetón, la doc nos «propuso» un plan: si no «daba señales de querer nacer» a la semana 40 -lo que se considera «a término», 9 meses cumplidos-, inducción. Hasta ese momento, mi compañero y yo sabíamos, por haber leído y consultado a profesionales, que un embarazo se considera completo cuando llega a sus 40 semanas de desarrollo, pero un nacimiento es considerado “normal” –la definición y las comillas corren por mi cuenta– cuando sucede entre las semanas 38 y 42 de gestación. Es decir que un bebé puede adelantarse hasta dos semanas o quedarse en la panza dos semanas después de su fecha probable de nacimiento y está todo bien. Pues para mi obstetra no eran así las cosas.

Ella “no” esperaba hasta la semana 42. Le preguntamos por qué. Nos dijo que ya nadie lo hacía, que tal cosa era poner en riesgo la salud del bebé y mía. Que si accedíamos, además, nos asegurábamos un “lugar” en el quirófano. ¿La inducción se hace en quirófano?, le pregunté. Me dijo que sí, juro que me dijo que sí. Luego lo negaría, lo cual me dejó la duda hasta hoy de para qué quería “asegurar” el quirófano.

El tono de la charla fue ameno, con muy buenos modos, pero sin dejarnos lugar a dudar junto a ella. Su postura era “qué dudas tienen, charlémoslas, háganme todas las preguntas que quieran”, pero cuando se las planteábamos, sus respuestas eran escuetas y confusas, muy técnicas, incluso algunos descalificantes hacia las fuentes con las que nos veníamos informando.

Intentamos un punto medio: esperar al bebé hasta la semana 41. Nos respondió que bueno, pero que si no pasaba nada no inducía, «vamos directo a quirófano». Sin la opción de la inducción. La doc acompañó su pretención de que «nada salga mal» con algunas sutiles insinuaciones sobre complicaciones que podía llegar a sufrir yo o el bebé si decidíamos esperar.

“Piénsenlo y me contestan la próxima”, cerró una de las últimas consultas. A mí, la ansiedad me empezó a angustiar. No soy una mina que no pelee por lo que quiere, por lo que piensa, por lo que considera justo. Sin embargo, en esta ocasión, no pude. ¿Tengo la capacidad de tomar esa decisión? La tengo, sí. La tuve en ese momento y no me animé a activarla. Me inmovilicé, callé mis dudas y me comí la bronca que me generaba que me pusieran en esa situación –elegir “esperar” aunque esa espera signifique “riesgos”–. Asentí. Okey, vamos a la inducción.

Al día siguiente de que se cumplieron las 40 semanas de gestación de Limay, nos internamos con mi compañero para que la oxitocina hiciera el trabajo que el bebé ¿no quería? hacer. La energía la pusimos en que todo el proceso diera resultado. Todavía imaginábamos un parto natural, aún a sabiendas del temor que ese momento nos provocaba. Verdaderamente, yo le temía más a la cesárea. Los relatos de las mujeres que me rodean desde siempre, mamá, suegra, tías, abuela, amigas que maternan me ofrecían pospartos llevaderos y posoperatorios terribles.

Nos encontramos con una partera que, al principio, coincidió con nosotres en que la inducción daría resultado , pero que cambió de parecer completamente una vez que llegó la obstetra: «No va a pasar, chicos». Por goteo, mi útero se contrajo durante tres horas, pero no lo suficiente. Limay se la bancó sin siquiera haber empezado a encajar su cabeza en el canal de parto. No estaba ni cerca de haber dado por finalizada esa etapa. El fin se lo pusimos desde afuera. Se lo impusimos.

Dos veces pasó la obstetra a verme por la habitación de la clínica en donde sucedió la inducción fallida. En ningún momento su postura fue alentadora de que iba a llegar a parir a mi hijo. La última me encontró con los ojos hinchados de llorar. Minutos antes le había dicho a mi compañero que ya no quería que intentaran convencerme más de someterme a cesárea. Que ya no quería escuchar a la doc decir que «quizá esté el cordón tapando el canal», que «tal vez haya algo que no estamos viendo», que «cuando las cosas vienen así, los bebés no nacen naturalmente». No quería pelearme en ese momento, nos quería a mí y al bebé sanos y tranquilos.

Cuando me vio toda llorada se me hizo la amiga: «Estás angustiada –se sentó al lado y me acarició la pierna–, no tengas miedo que no va a pasar nada». En menos de 15 minutos me prepararon, me llevaron al quirófano, me anestesiaron y me cortaron. Ya estaba pasando.

Debo ser sincera y decir que no sufrí dolor físico en ningún momento: no me dolió la anestesia, no sentí náuseas ni dolor posoperatorio. Pero a veces el dolor no es necesario para pasarla mal: Atravesé todo el proceso aterrada. Sentí miedo a morirme desde el momento en que me puse el camisón ese de friselina azul y la cofia en el pelo.

Ví asomar la cabeza de Limay desde mi pelvis tajeada (vimos, mi compañero estuvo) con cierta tristeza. Recuerdo que su cara era de enojo y le pedí disculpas en silencio. No pude acariciarlo cuando me lo pusieron cachete suyo con cachete mío porque estaba inmovilizada de brazos. No pude reír como rió mi compañero de felicidad. «Qué locura, negra, mirá lo que es», me decía él, todo emoción, al oído. «Me siento mal», alcancé a responderle.

Una vez en la habitación, con las piernas dormidas -las tuve así hasta 6 horas después de la operación- pude conocer bien a Limi. Darle un beso, ponerlo en la teta. Reitero: no sentí dolor nunca, pero lloré durante varios días al recordar el nacimiento de mi hijo.

Y no de alegría.

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Ella/ Ailín Bullentini  es periodista. Fundó el colectivo periodístico y cultural que editó la revista NAN durante más de una década y trabaja en Página/12: También da clases en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Es mamá de Limay, en compañía de Nahuel Lag, porque le hizo caso a un deseo brutal que le atravesó el cuerpo meses antes de quedar embarazada. Aprende a amar a su hijo a diario y todavía no define si maternar está recontra bueno o bien hasta ahí. Tiene la sospecha de que esa disyuntiva la acompañará toda la vida.

https://medium.com/@Ailinmaia