Nostalgia del futuro

La cesárea como pregunta

Por Nadia Scolnic*

Durante mucho tiempo pensé en la cesárea. Antes y después. Porque siempre estuvo lejos, siempre la mantuve lejos. Y tuve que aproximarla. ¿Por qué a mí? ¿Por qué mi cuerpo debía pasar por una intervención cuando yo no la deseaba? ¿Por qué mi hija no encontraba otro modo menos drástico de llegar al mundo? La panza partida, el cuerpo enmendado. No era su cicatriz, era el artificio institucional. Pero claro, esas decisiones no estaban en mis manos; el cuerpo participa de un modo asombrosamente rector. ¿Cómo se llega al punto donde el cuerpo dispone cuando la voluntad direcciona para otro lado? El cuerpo es sabio, me decían, y a mi me importaba un bledo.
Ahora bien, como yo no estaba de acuerdo, y no lo estuve hasta el último momento, apelé a todas los recursos que encontré. Yoga para embarazadas, ejercicios par ensanchar el espacio interior y hosteopatía para intentar acomodarla con conocimiento. No hubo caso. También le hablé, le hablé mucho, a ver si podía decirme algo, explicarme de qué se trataba todo este asunto. No, no estaba loca. Necesitaba entender cómo un día, creo que sin darme cuanta y en la semana treinta y pico, giró y se puso de cola. Le hablaba con dulzura, también con algunas lágrimas, pidiéndole que me perdonara por sentir lo que sentía. Ya se me iba a pasar, en algún momento sería cosa del pasado, pero estaba en mi presente y no podía habitarlo con esperanza. Me sentía sumida en un negativismo que no tenía golletes, perdiendo el eje de lo importante. Y sistemáticamente trataba de centrarme en un esfuerzo de conciencia enorme.
“La cesárea es mucho mejor, no sentís dolor”. “Te da tiempo a prepararte, dejar todo organizado con los chicos y llegar impecable”. No me importaba el dolor, ya sabía de qué se trataba, ya lo había pasado dos veces y sobreviví. Me corrijo, no sólo sobreviví, fueron de las experiencias más mágicas que atravesé. Tampoco me importaba llegar ni organizada, ni pulcra, ni tomar un café con mi marido para hacer tiempo a que me buscaran en la sala de espera mientras aguardaba con mi bolsito prolijamente acomodado. Yo quería algo improvisado, mi cuerpo entregado al acto de parir. Mi disponibilidad. ¿Por qué no?, ¿cómo no? ¿Por qué no me entendían? Llegué a sentirme mal por pensar y sentir lo que pensaba y sentía. Lo tuve que trabajar; trabajar la aceptación no es fácil y mucho menos la resignación.
No juzgaba a quienes me aconsejaban, escuchaba en silencio, asintiendo sólo con la cabeza, mi sentir manifestaba otra cosa. Resonaron en mis oídos tantas voces sobre la cesárea como personas conocí. Debo reconocer que una cuestión me molestaba, el hecho de que cuestionaran mi férreo deseo de llegar al parto, de zambullirme en él. Para las más intransigentes, lo vi en sus caras, era inentendible: tanto lío por una cesárea. Para otras, más flexibles, existía la posibilidad de tocar alguna nota de mi relato. Quienes están decididamente cerca pudieron comprenderme.
Y aunque lo inevitable a veces se dilate, tarde o temprano llega. Porque los hechos siguen un cause, con un principio y un final. En este caso un final anunciado. Lo dijo mi obstetra: ¨Una cosa era el imprevisto y otra asumir innecesariamente los riesgos¨.
Hoy, a tres años, sobre esa cicatriz sólo flota el misterio de la vida, las preguntas por las subjetividades de mis hijos, sus singularidades. Levantado el afecto que sobre ella deposité por algún tiempo, puedo con tranquilidad sostener el enigma y alojarlo como parte de mi devenir, como parte de las preguntas que no tienen respuesta.

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Nadia Scolnic/ En orden de aparición: Ariana (eso dice mucho). Licenciada en psicología (UBA), nació Manu, amante de los hilos (Galatea de las Esferas), nació Juli y nació Clari. Desde hace un tiempo me permito escribir, sobre todo, para no olvidar quien voy siendo. Instagram @nadiaelenas.