Relatos/Partos

Parir a la inglesa por segunda vez

Por Macarena Alvarez*

Ya sé lo que es parir. Tengo un hijo de dos años y medio al que di a luz naturalmente, sin anestesia, contra mi voluntad. Vivo en Inglaterra. La famosa (y bendecida por muchas mujeres) epidural, no es una opción muy común para el servicio de salud pública británico. La ofrecen, claro, y durante el embarazo podés añadirla a tu plan de parto, pero la realidad es que no son muy proclives a su uso. Yo la pedí a gritos la noche previa al nacimiento de mi  primer hijo pero como mi dilatación no llegaba a cinco centímetros no me la dieron. Me retorcí de dolor durante horas y horas hasta que a las seis de la mañana una midwife me examinó y gritó: Oh dear, you need to go to the labour ward! Estaba dilatada a diez, por ende, la epidural no me iba a hacer efecto. La seguí pidiendo, ya casi sin voz, pero me dijeron que el único anestesista de turno estaba en una cesárea y que, de todos modos, no tenía sentido. La cosa cambió cuando me ofrecieron la máscara de gas. Ahí ya me empecé a sentir más persona. Me concentré, me entregué, me esforcé. Entendí que tenía el control. Y con ese único painkiller sobrellevé las dos horas de pujos hasta que Atticus nació gracias a la ayuda de un fórceps al que tuvieron que recurrir porque había vuelta de cordón y su cuerpito se estancaba al querer salir. Habían pasado once horas desde la primera contracción. Lo que me dejó este parto, además de varios puntos en la vagina, fue una enseñanza clara: poder, podía.

 Y así es que decido encarar el segundo embarazo con la idea de parir otra vez sin anestesia, pero eligiéndolo. Busco otro tipo de información, contrato una doula para los últimos meses de la panza, empiezo yoga para embarazadas, abrazo fuerte la idea de que un parto no tiene por qué ser traumático y genero espacios para sintonizar con mi cuerpo y prepararme para parir sin intervenciones, haciendo la mayoría del trabajo en casa. Hasta solicito que vengan a ver mi departamento las midwifes del equipo de partos domiciliarios para hablar sobre el tema. El hecho de vivir en un tercer piso sin ascensor las desmotiva por el riesgo de una emergencia, pero me dejan en claro que me apoyan tome la decisión que tome. Opto por el birth centre que es un intermedio entre casa y hospital. Está gestionado solamente por midwifes y tienen salas enormes con cama matrimonial, pileta, cintas colgantes, pelotas. Ellas son las que te bajan la luz del cuarto y te ayudan a transitar el parto de la manera más respetuosa y menos invasiva posible, simplemente acompañando. Eso sí, no tienen epidural. No me importa ya que este centre ocupa uno de los pisos del hospital y si la llego a pedir desesperadamente, pueden trasladarme sin problema a la sala de partos, un piso más abajo. Me convenzo de que si el ámbito es el que yo deseo, todo va a salir bien. Y así es que rompo bolsa y no me alarmo. Estoy leyendo en la cama, la noche después de Navidad. Duermo poco (me salen chorros de agua a cada rato) y a primera hora me apersono, junto con Nick, en el hospital. Todo en orden. Si a las nueve de la noche sigo sin contracciones, tengo que volver para que me induzcan. Vamos a casa en busca de silencio. Nuestro hijo está con mi familia que vino de visita a Londres justamente para cuidarlo durante mi trabajo de parto. Con él, las contracciones vinieron a las cuatro horas de haber roto bolsa. Lo curioso en este caso es que el famoso trabajo de parto para el que tanto me había preparado, nunca sucede. Me siento y balanceo en la pelota diseñada especialmente para este momento, salgo a caminar, me pongo a escuchar las canciones con las que mi cuerpo ha practicado movimientos libres durante los últimos meses, hago las posiciones que ensayé con la doula, todo con la intención de iniciar algo que ponga en marcha la cosa. Y nada. Se hacen las ocho de la noche. Vamos al hospital. 

Una bolsa no puede estar rota por más de 24 horas porque hay riesgo de infección y es peligroso para el bebé. La midwife que me atiende me dice que un tacto puede ayudarme y llama a un obstetra para desprenderme las membranas. Dolor. Nick pone una lista de Spotify que armó una amiga para su parto. Me tranquilizo. Pienso que ahora sí se viene el momento tan esperado. Si bien no voy a poder hacerlo en la paz de mi hogar, el birth centre está en el piso de arriba. Y ahí me entero de que no. Que eso no va a poder ser. Necesito antibióticos para proteger al bebé de cualquier posible infección. Y esos te los pasan a través de una cánula. El parto va a ser hospitalizado. Me dirijo, cabizbaja, al labour ward y paso por la sala de parto donde Atticus nació. Me detengo y siento cómo se me da vuelta el corazón. Entro a otra sala y se me presenta la midwife que va a asistirme: Joanna. Me dice que una de las razones por las cuales el parto no se ha desencadenado todavía es que la bolsa está fisurada pero no rota del todo, con lo cual, su cabecita sigue protegida. Ok. El bebé debe haber dado una patada fuerte cerca de mis costillas. Ella me dice: te la voy a romper yo and things will start happening. Son las 12 de la noche en punto cuando la rompe. Litros y litros de líquido amniótico salen de mi ser. Pasa un rato considerable y las contracciones nunca vienen. La que viene es la médica de guardia. Después de haber evaluado la situación con Joanna, me sugiere, en resumidas cuentas, lo siguiente: Inducción y epidural. Mi cara. Su respuesta: Hace más de 24 horas que estas despierta. Tenés que dormir y prepararte para las contracciones. La oxitocina te va a desencadenar el parto pero las contracciones van a ser más dolorosas que lo normal y no vas a tener la fuerza para encararlas por la falta de sueño. La anestesia va a ayudarte a transitarlas. Es tu decisión, de todos modos. Y así es como una obstetra británica termina convenciéndome de que, a lo mejor, considerando el cuadro de situación, la opción menos deseada va a ser la más indicada. Proceden a ponerme otra cánula para pasarme la oxitocina y me inyectan la epidural en la zona lumbar. Qué miedo tengo. Aprieto fuerte mi frente al pecho de Nick que me sostiene mientras me dice palabras de aliento y amor al oído. Ya no siento las piernas. Espero. Esperamos. Apagan las luces. No tengo escapatoria. Ahí está mi cuerpo inmovilizado, atado a una cama de hospital. No puedo frustrarme mucho porque el cansancio que tengo es descomunal así que cierro los ojos y dormito unas horas. Es en ese interin que escucho, entremezclados, los mantras sanadores de la playlist, los aullidos de mujeres valientes y los llantos de los recién nacidos. Algo así como el inicio de la vida, detrás de las paredes del cuarto en el que, adormecida, me emociono. Estoy en otra dimensión. 

Antes del amanecer Joanna me despierta. No se movió de mi lado ni del monitor, cuidándome a mí y a mi bebé. Su turno se ha terminado. Le agarro la mano: Are you leaving then? Don’t worry. I’ll stay until that baby is born. Se me caen algunas lágrimas. La abrazo mentalmente, estrujándola. Thank you so much. Y se queda. Mi cuerpo tiembla, sacado, incontrolable. Me asusto. Es un efecto secundario de la epidural, me dice, tranquila. No puedo parar de tiritar y chirriar los dientes pero siento algo parecido a una contracción y pujo. Bien, lo estás haciendo. Ella me avisa cuando se vienen más fuertes y me dice: Now sweetheart, push, push as if you were doing the biggest poo ever. Y eso hago. No voy a usar eufemismos: cago. Me limpia y se enoja por mis pedidos de disculpa. That’s what it needs to be done! Come one, push. Sigo. Una midwife enorme y negra como la noche entra en ese momento. Joanna, físicamente diminuta, le pide que me mueva para lograr una mejor posición. Yo ya soy una especie de ameba. Se me cierran los ojos. Nick no entiende de dónde me sale la fuerza para pujar. Pero cuando esa mujer me mueve me siento más cómoda y más lista. Pujo otra vez, callada, agarrándome a Nick, tocándome el pecho con el mentón, la cabeza baja concentrándose en mandar todo el poder de mi ser a mi suelo pélvico, a mi vulva, abriéndome como una flor. Sale la cabeza del bebé. Joanna y la negra no gritan, no se conmueven, solo se limitan a informar: The head is out. Nick lo ve desde arriba. Todavía le cuesta describirme ese momento. Se hace un silencio místico. Mi bebé está mitad adentro mío y mitad afuera. One more push and that’s it. Creo que una de las dos grita: COME ON! Y pujo como un animal, sin voz, pero con una fuerza ancestral. Here he is, here he is! Una rata viscosa y ensangrentada ha salido de mi cuerpo. Apenas lo agarra, Joanna lo pone en mi pecho. Me entrega a mi hijo. Al día de hoy, ocho meses después, me acuerdo de sus manos: pálidas, secas, pequeñas. Lloro mucho. Nick nos besa, ensuciándose. Yo no puedo parar de decir “mi amor, mi amor” y de apretar la piel del bebé contra mi piel. Joanna me cose. Just a minor cut, nothing serious. La midwife que empieza su turno después del de ella ya está aquí. Pero Joanna no se va. 

Mi hijo llora a los gritos, haciéndose cada vez más real. Sh, le susurro repetidas veces: Acá esta mamá. Su nombre es Benicio y lo adoro desde el primer segundo de ese viernes 28 de diciembre a las 6.50 de la mañana. Pasaron 33 horas desde la fisura de la bolsa. El parto ha sido lo opuesto a lo anhelado, pero, a fin de cuentas, fue vaginal. Lo expulsé yo. Y así como la vida te demuestra que hay pocas cosas que podemos controlar y que ningún parto define a ninguna madre, mi segundo hijo me enseña que el amor puede duplicarse aunque alguna vez haya pensado que no, que tanto no iba a volver a amar. Bueno. Si hay algo que no cabe en mí después de parirlo a él, es amor. El más puro y sincero. El que no se explica. Ese amor.

 

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Macarena Alvarez nació en Buenos Aires en 1984. Actualmente reside en una casa rural en Gales, Reino Unido. Publicó el libro de cuentos Ecos de voces que no se rinden en el 2010 y la novela Los meses inciertos en 2016. La maternidad le consume la mayoría de su tiempo y energía pero, cuando puede, trabaja en un nuevo proyecto literario. También recomienda libros en su cuenta de Instagram @lasbellasletras. El relato de su primer parto lo podés leer acá

 

Foto/ @majoaramburufotografia