Relatos/Partos

Lo inconsciente en el parto

Por Luciano Lutereau y Trinidad Avaria*

Escribir sobre el parto es darle protagonismo a una de las experiencias más importantes en la vida de una mujer. Que no se confunde con la maternidad, ya que algunas mujeres deciden legítimamente no ser madres y, de la misma manera, hay mujeres que son madres sin haber pasado por un embarazo. Si en algo la sociedad contemporánea está haciendo un gran esfuerzo de comprensión, es en no considerar a la maternidad como una parte de la esencia femenina (ya que no hay tal esencia) y en valorizar otras formas de maternaje sin que la filiación biológica sea una condición.

De acuerdo con esta distinción es que a continuación hablaremos del parto, para situar algunos mecanismos psíquicos de esta experiencia. Otro rasgo de nuestra sociedad, por ejemplo, es idealizar profusamente el embarazo, al punto de que muchas mujeres se sienten culpables por no poder vivir la plenitud que implicaría la gestación. Lo cierto es que cada mujer vive el embarazo a su manera, como puede, sin que haya modos mejores y peores, porque así como la maternidad no es parte de una esencia femenina, tampoco hay una esencia del embarazo sino condiciones singulares que implican una reedición de ansiedades muy tempranas.

En principio, cabe destacar que para el cuerpo el hijo no tiene el valor psíquico de otra persona, sino que es vivido como un intruso que, con el tiempo se convierte en un pedazo de sí. Por eso el parto es como si a la mujer le arrancaran una parte. Esta coyuntura muchas veces se traduce en la angustia consciente de que el bebé sea robado. No decimos con esto que no haya casos de robos de bebés; sino que la ansiedad que muchas mujeres sienten en los primeros instantes después de parir, viene reforzada por esta circunstancia. Asimismo, que en los últimos años se hayan propuesto formas novedosas de parir, incluso a veces más dolorosas que las tradicionales, se relaciona con la búsqueda por disminuir esta ansiedad que, aunque no se manifieste de manera consciente en fantasías, en el inconsciente siempre está presente.

Por supuesto que no decimos que no exista la violencia obstétrica y demás formas del abuso sobre las mujeres que están por parir, sino que justamente estas violencias podrían explicarse (jamás justificarse) por la reacción que produce en otros la ansiedad del parto: así como quien se siente perseguido tarde o temprano encuentra un perseguidor, la ansiedad de la mujer que está por parir es difícil de ser alojada por profesionales que (por más que sepan mucho) tienen poca empatía. En particular porque además de ansiosa, en el parto la mujer se siente culpable también. Y quien se siente culpable, nunca deja de encontrar quien la castigue. Expliquemos mejor este punto.

La ansiedad que despierta el embarazo suele ser elaborada de manera disociativa, es decir, a través de una idealización excesiva, que tarde o temprano se resquebraja. Cuando esta idealización fracasa, se instala la creencia inconsciente de que fue por haber hecho algo malo: “¿Por qué no hice mejor las cosas durante el embarazo?”, es como si se preguntara la mujer. Y si esta idealización no cae en la fase previa al parto, se disuelve luego cuando una mujer se reencuentra con su cuerpo pos-parto. Algunas circunstancias típicas del puerperio se explican de esta manera. En otros casos, la culpa se apoya en cualquier índice que la confirme en la relación con el bebé: haber parido por cesárea, que el bebé no haya prendido a la teta, los primeros cólicos, etc. Como suele ocurrir con la culpa, cualquier excusa es buena. Y es mala a la vez.

Por lo demás, en todos los casos se vive como doloroso que el encuentro con el bebé se base en el desencuentro, es decir, que sea un reencuentro; que no haya armonía en el lazo primario entre madre y bebé, pero tampoco trauma (la idea de “trauma de nacimiento” es un mito) ya que aquél al principio es pura percepción, huella sin transcripción. Y, por cierto, las transcripciones dependen de la interpretación que haya hecho la madre de su parto. Si su posición es maníaca, melancolizará a su bebé y tendrá con él una relación complementaria y simbiótica. Si es realista, elaborará la culpa inconsciente y aprenderá a traducir el desamparo originario que implica nacer.

Esta última observación es muy importante ya que se comprueba, por ejemplo, en el modo en que la madre se relaciona con el cuerpo del bebé. Empezamos hablando del cuerpo de la madre, ahora hablaremos del cuerpo del bebé, en la medida en que éste no es una prolongación de aquél. En efecto, el parto es para recuperar esa distinción. Para dar cuenta de este fenómeno, pensemos en una situación bastante corriente: el modo de dormir de un bebé como una parte fundamental de su experiencia corporal.

Un cuerpo no tiene borde interno. El cuerpo siempre se limita desde afuera. Lo demuestran los niños que, por la noche, se desplazan en la cuna hasta buscar el contacto de la pared o una almohada; también los adultos que, aunque hagan 40 grados de calor, no pueden dormir sin taparse. La función de borde es una de las primeras funciones psíquicas maternas. Por la noche, el borde se pierde. En algunos casos de insomnio se trata del modo artificial de conservarlo. Por este mismo motivo el insomnio es más frecuente en mujeres que en varones. Pero lo que importa es hablar de niños: como institución materna, el borde está fuera de la madre; dicho de otro modo: el afuera sólo es afuera de la madre, así la madre se hace borde; por eso es tan importante que las madres (y los padres) no ofrezcamos la persona como reemplazo del borde (“A ver mi chiquito venga con su pa/ma”), porque así sólo se refuerzan regresiones a la indistinción primaria.

Es claro que no podemos dejar de hacerlo, entonces mejor que sepamos que es el goce de los padres (por ejemplo, un efecto de la elaboración deficiente de la culpa del embarazo) y no –como se dice ahora– “lo que el hijo necesita”. Es algo desvergonzada esa costumbre actual de atribuir necesidades a los niños. Lo primero es aprender que los bordes están fuera del cuerpo, después que cada uno hace lo que puede.

 

Testimonio (por Trinidad Avaria)

El parto de mi hija mayor fue, en palabras del obstetra que la recibió, extremadamente difícil. Mi hija tenía 40 semanas y 3 días, pesaba 4 kilos y al momento de la anestesia, sus latidos y los míos, bajaron abruptamente. Hubo que intervenir rápido y eso implicó el uso de fórceps. Yo estaba muy ausente, ida, fue difícil para las dos y también para su padre que nos acompañaba.

Hoy mi hija Leonor tiene 6 años, y cada 19 de febrero le cuento la historia de su nacimiento. Ella sonríe, maravillada, y me dice “yo no quería salir, estaba calentita adentro tuyo”. Realmente parecía que no quería salir, y creo que yo tampoco quería soltarla.

Después del parto, una idea obsesiva se instaló en mi cabeza: por mi culpa, algo en ella se había roto, más bien, yo rompí algo en ella permitiendo que la sacaran así.

Sufrí intensos dolores en la clínica, transfusiones, anemia, calmantes, pesadillas, y al volver a mi casa, una serie de síntomas inéditos. Me quedé muda, 4 meses casi sin hablar. Sentía que no tenía la energía suficiente para mover los labios y emitir palabras. A pesar de que era pleno febrero, no quería salir (esta vez era yo quién no quería salir), pensaba que salir con ella era una complicación que no podía abordar. Sentía, además, que por el estado en el que estaba, iba a terminar de romper a mi hija. No lograba reconocer mi nuevo cuerpo, bajé 21 kilos en 5 meses, a pesar de que seguía comiendo, era como si yo fuera otra. Quiénes nos rodeaban se daban cuenta de que estaba siendo difícil para mí, pero no me veían lo interdicta como madre que yo me sentía, no notaban el miedo y la ansiedad que me invadían a ratos.

Lo que más me horrorizaba era que sucediera algo, lo que fuese, que confirmara que mi hija estaba rota, que dictara mi sentencia de culpable. Y todo podía ser ese algo: que mi hija no reía a carcajadas, su primer resfriado, que llorara en la noche. También yo me sentía rota.

Los síntomas se fueron disipando con el tiempo: a los 6 meses volví a hablar, a trabajar, a atender pacientes, a escribir, y busqué la manera (como pude, a medias, y siempre sintiendo que lo hacía pésimo) de ser madre. Sin embargo, el primer cumpleaños de mi hija decidí que necesitaba que alguien me ayudara: me aterraba la idea de otro embarazo, sentía que mi cuerpo no lo iba a resistir, me desvelaba pensando en la posibilidad de otro parto, en volver a enmudecer, pero a la vez, quería mucho tener otra hija, para hacerlo mejor quizás.

Consulté a un analista que dictaba un seminario del que yo participaba, y que en algún momento habló de lo estragante que puede ser el parto para algunas mujeres. Fui clara con mi motivo de consulta, necesitaba volver a construir algo, hoy veo que del orden de lo fantasmático. Aunque quería hablar de mi maternidad, era al parto a lo que volvía una y otra vez durante las primeras sesiones. No quiero acá ahondar en mis fantasías, lo que quiero señalar es que sólo después de seis meses de ir a contar el parto de mi hija mayor de mil maneras diferentes pude escuchar lo que mi analista venía diciendo de la primera sesión: que no fue mi culpa, y que mi hija estaba bien.

¿Qué era eso que me hacía sentir tan culpable y enojada? El parto y ser madre fueron inmensos desestabilizadores para mí, creo que trauma es la palabra correcta. No hablo de violencia (el equipo médico fue muy respetuoso y empático), ni soledad (mi familia y amigos estuvieron siempre preocupados). Aunque estoy segura de que muchas mujeres viven el parto de las formas más horribles, no fue ese mi caso: para mí lo traumático tuvo que ver con enfrentar algo de la castración en lo real (el parto fue para mí una especie de robo, de amputación, lo que se extendió al encuentro con mi cuerpo postparto: un cuerpo incompleto que me costó mucho reconocer), y luego en lo simbólico (vivir la maternidad como una castración de mis posibilidades como mujer).

Frente a eso, lo que hice fue no dejar que mi hija saliera, luchar contra esa castración con cada célula de mi cuerpo. Todo lo que le pasaba a ella era culpa mía (y por lo tanto yo lo causaba), y también todo lo que me pasaba a mí respondía a ella. Creé un continuo para no aceptar que ella era otro ser humano, pero al mismo tiempo no podía tolerar esta simbiosis. “Ella no eres tú”, solía decirme mi analista.

No sólo el análisis me ayudó: hablando del tema en mi grupo de Género y Psicoanálisis, me di cuenta de que este sufrimiento no era privado y original, sino que lo compartíamos muchas mujeres, lo que me alivió muchísimo. Mis amigas y mi propia madre estuvieron siempre a mi lado, lo mismo el padre de mi hija. Pero, sobre todo, fue mi hija Leonor la que me fue guiando. Porque era cierto, ella estaba bien, y me lo demostraba sólo creciendo, convirtiéndose en la niña creativa, alegre, sensible y observadora que es hoy. Una niña pausada, que en muchas cosas no tenía que ver en nada conmigo, pero que tiene mis ojos.

A los siete meses de estar en análisis quedé embarazada nuevamente, otra niña: Rosa. Continué el proceso de análisis hasta pocas semanas antes del parto. Esta vez elegimos un parto sin anestesia, en el que yo pudiera ser más activa. Creo que fue una buena decisión. Pude pujar, y tan fuerte, ¡que mi hija recién nacida fue a parar directo al suelo! Y a pesar de que todo estaba dado para volver a flagelarme, no sentí ni he sentido con ella ni un ápice de culpa por esa llegada al mundo.

Lo que vino después no concierne a este escrito. Puedo decir que volví a análisis después de mi segundo parto, pero al poco tiempo dejó de hacerme sentido. Algo se reparó con la vida misma y con esta segunda oportunidad. Puedo decir también que los desafíos de mi hija mayor, y la posibilidad de su sufrimiento me cuestan más que los de mi hija menor. Sus limitaciones (que son las de cualquier niña) me recuerdan esa extirpación que fue el parto para mí, la castración con la que sigo lidiando y que vuelve a saludarme como un fantasma que no deja de merodear los lugares que habitó en vida.

Pero también puedo decir que aprendí algo que ha sido central hasta hoy para poder ser madre: se vive como se nace, porque se nace eligiendo. Ellas algo tuvieron que ver en sus partos. A pesar de ser su madre y de que vivieron 9 meses dentro de mí, en esos partos no era todo yo, y lo que es más importante, tampoco yo toda.

 

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Ella/ Trinidad Avaria es psicoanalista, docente y Directora Ejecutiva de Casa del Encuentro de FSA, dispositivo en que trabaja para la socialización de la primera infancia. Participa del Colectivo de Género y Psicoanálisis. Vive en Stgo de Chile, es la tercera de cuatro hermanos. Disfruta de caminar, pasar el rato con su perra Violeta, ir al cine y comer rico. Su escritores favoritos son Alessandro Baricco y Stella Díaz Varín. Es también madre de Leonor y Rosa.

El/ Luciano Lutereau es psicoanalista, egresado de las carreras de Psicología y Filosofía en la UBA, donde obtuvo también los títulos de Magister en Psicoanálisis y Doctor en Filosofía. Es docente e investigador en la misma Universidad. Ha publicado diversos libros (poesía, ensayo, novela) entre los que se destacan sus trabajos sobre psicoanálisis con niños.