Relatos/Partos

Todo un parto, ya lo ves

Por Leticia Frenkel*

Ya durante las últimas semanas me costaba caminar unas cuadras sin que me agarrara un calambre del lado izquierdo, justo debajo de la panza, que enseguida se me ponía dura como un melón. Tenía que parar unos minutos y sentarme en algún escalón si era posible. Pero nunca entendí si ese tipo de dolor eran contracciones o no. Como nunca entendí, en el curso de preparto, cómo respirar en el momento del pujo. Parí sin entender esas dos cosas, y muchas otras.

Tenía fecha para el 25 de mayo, en medio de las mazamorras y los pastelitos. El día 23 cayó lunes y yo había empezado mi licencia dos semanas atrás. Era una mañana helada y buscábamos casa donde mudarnos. Mientras hacíamos tiempo para ver un ph, nos metimos en un café a desayunar. Sentada con una medialuna en la mano tuve mi primera contracción. Mauro se puso pálido. “Tranquilo, no pasa nada, ya se me pasó”. Miré alrededor y me di cuenta de que dos mesas más allá estaba sentada una amiga de una amiga. Me paré a saludarla, nos pusimos a charlar y ¡pum! otra contracción. Intenté continuar como si nada, pero de repente la conversación empezó a alternarse con unos sonidos de ultratumba que no podía controlar. La gente miraba.

Curiosamente cuando volví a casa dejé de sentir ese dolor, el más intenso que había sentido en toda mi vida. “Hasta podría ir a nadar”, pensé. Estaba fresca, radiante, como dicen que son esos instantes de lucidez antes de morir. Pero al revés. Mauro se fue a trabajar, a jugar al fútbol y a las 11 de la noche clavadas volvieron y con todo. Estaba sola, desesperada, gritando como un animal, sin saber respirar y la partera que me decía por teléfono que todavía no estaba lista: date un baño y relajate.

Cuando Mauro llegó, la imagen era patética: yo en cuatro patas sobre la cama, aullando como una loba. No sabía cómo soportar, cómo atenuar esa punzada que cada vez duraba más en el tiempo pero no lo suficiente como para ir de raje al sanatorio Otamendi. Camino, corro, doy vueltas en la cama, me pongo boca arriba, de costado, grito, canto, vocalizo, aprieto los dientes, pellizco a Mauro, lo muerdo, le pego un par de piñas. Sin más recursos, a la 1:15 la llamé a la partera y le dije que estaba casi en tiempo, que no podía más. “Uff, bueno, nos vemos allá a las 2”, me dijo.

El sanatorio estaba vacío. Adriana llegó despeinada y de mal humor. Me hizo tacto y me dijo que tenía solo 3 de dilatación y que me tendría que haber quedado en mi casa. “Pero bueno, ya está, no te vas a volver ahora”. En vez de clavarle una cara de orto del tamaño de la luna, le sonreí como una idiota por la sencilla razón de que mi vida y la de mi hija estaban, ahora, en sus manos. Además, me fui acostumbrando: esa fue tan solo la primera de una larga cadena de maltratos que sufrí a lo largo de la noche. En silla de ruedas me llevaron a una sala de prepartos donde una enfermera apareció y me inyectó occitocina de prepo, sin aviso previo. La partera, sentada al lado mío hojeando una revista Pronto, me dijo que tratara de moverme lo menos posible y que de ninguna manera me levantara de la cama. Durante poco más de una hora soporté el dolor más agudo y desgarrador, apretando los puños y mordiendo la almohada como si estuviera adentro de una sala de torturas. Mauro hacía trámites dos pisos más abajo, demasiado lejos.

Cuando tuve la dilatación suficiente, me trasladaron a la sala de partos, me sentaron en la camilla y un anestesista me pidió que me quedara muy quieta. Le pregunté si podía esperar un segundo que justo estaba por tener una contracción. “Ah no, así no se puede. Acostate mejor, dale. Y no te muevas ni un centímetro”. Desde ese momento no sentí nada. Alrededor mío estaban el obstetra, la partera, varias enfermeras, una ginecóloga de guardia amiga de una amiga que me acariciaba el pelo, Mauro arriba a mi izquierda, que me alentaba como si estuviera en la cancha de River.

Pero yo no siento nada, no sé cuándo hacer la fuerza porque nunca aprendí y porque tengo tanta anestesia que no entiendo cuándo viene la ola de la contracción. Así pasa una hora o mil. Yo pujo pero mal. Son las 6 de la mañana y ya no tengo más energía. Adriana ya se me subió encima varias veces, ya salió de la sala con el obstetra para deliberar cómo seguir. Logro distinguir unos fórceps que con delicadeza deja en un costado. Decide que mejor empezar por la episiotomía. Con un hilo de voz, me sale decir: “Por favor, ¿podemos descansar media hora y después seguimos?”. Veo las caras preocupadas a mi alrededor pero también percibo los gritos de aliento: “una vez más y sale, vos podés, lo estás haciendo muy bien, vamos Leti”. Y salió. A las 6 y 20 Julia salió de mí y se convirtió en la persona más importante de mi vida. Mauro lloraba y yo, que fui una paranoica desde el minuto uno de mi embarazo, pensaba que era porque a la bebé le faltaba un brazo o un ojo. “¿Está todo bien?” pregunté, sin resto. “Es hermosa”, dijo él y la sentí en mis brazos y lloré y la llené de besos y ya nada importó más.

>>>

Ella/ Me llamo Leticia Frenkel, nací en Buenos Aires en 1982. Estudié la carrera de Letras en la UBA y luego la maestría en Escritura Creativa de la Untref. Doy talleres literarios en distintas universidades, y también para niños y adolescentes en escuelas y en mi casa. Escribo sobre literatura y teatro para la revista La Agenda Buenos Aires. En el 2016 publiqué la novela Amores mutantes (Nontanpuan), el mismo año que nació mi hija Julia.