Relatos/Partos

Yo me mi parto

Por Ana Ojeda*

Conocí al padre y con la inocencia de la ignorancia nos pareció natural: quiero tener un hijo con vos. Veinteañeros. Yo vivía en un ph de mi hermana mayor, a metros de Entre Ríos y pasaje Filiberto, junto a ella y a un puñado de chicxs que iban y venían con las estaciones. Eran 205 m2 sumamente techados, cuyo único ventanuco al exterior desbordaba sobre un terrenito baldío por Filiberto, entre la gomería y la panadería, de cara a la plaza en la que muchos años después germinaría Polo Circo.

El padre llevaba una semana de vivir en Buenos Aires, italiano procedente de Zúrich, donde había semiencallado un par de años antes a causa de una bequita de doctorado que le permitía –lujo europeo– investigar el fundamental tema: “La categoría de lo grotesco en las novelas de la década del veinte de Roberto Arlt”.

Nos conocimos en la luminosa sala del Instituto de Literatura Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 25 de Mayo esquina Perón, edificio que protagoniza gran parte de la ficción que Pablo De Santis le dedicó a la gloriosa carrera. Una mañana abrió una puerta centenaria y lo vi: pelo corto muy al ras, dientes pequeños y una remera colorada que declaraba en varios idiomas: “Io non ho votato Berlusconi”. Una semana después, para ahorrarle los gastos de alquiler (estaba en todo), lo invité a que se viniera a vivir a mi pieza, total, es por un mes nomás. Y además, podía aprovecharme para consultarme sobre la ciudad, nuestras costumbres. Etcétera.

Al cabo de ese mes, su vuelta se erigió como un iceberg insalvable. La universidad suiza no veía con buenos ojos que él alargara su estadía en Buenos Aires y amenazó con cortar el suministro. Volver era menester. Yo no tuve ningún problema: “Me voy con vos”.

Primero partió él. Luego yo. Quedamos que me iría a recoger pero tenía como reaseguro: su dirección de mail y un sinfín de llamados, treinta días vividos sin horarios entre las sábanas de la cama de la pieza de la casa de mi hermana mayor. Habíamos forrado desde adentro la ventana que daba al patio interno con papel de estraza, pensando que con eso bastaba para esconder lo que hacíamos a todas horas del día y de la noche, en medio de la quietud y de la aceleración de días ajenos que se sucedían muy lejos de donde estábamos nosotros. Bastante más tarde nos enteramos de que cualquier movimiento de esa cama retumbaba amplificado en el techo de la cocina, justo debajo, cuya lámpara largaba una galaxia de migajas de enduido, dejando un rastro blancuzco y largo como dedo acusador sobre la mesada de aluminio.

En el avión tuve miedo de no volver. Dejaba familia nuclear pero frondosa, esquina de 33 Orientales y San Juan, Boedo antes de las bicisendas, Colegium Musicum y Gran Cine Cuyo; dejaba McGyver en la casa de mi abuela y el súper dulce de leche de Heladería Leoyak. Dejaba mucho. Y tan contenta, que sólo circulaba en loop por mi cerebro el instante exacto en el que las puertas se abrieran en Milán y nos volviéramos a ver (aciagos tiempos previos al Skype), luego de torturantes dos meses vividos con su voz en el teléfono.

Zúrich fue una serie de largos días pálidos. Mi cotidianidad enristraba sin estridencias escritura, lecturas, mucha ventana azotada por las ramas gélidas de un enero invernal. Lo mejor sucedía por las noches, en que él depositaba su morochosidad deliciosa a tiro y cabalgábamos entre libros y a oscuras durante horas, como si el cansancio fuera una teoría cierta pero vaga.

Al tercer mes dejé de menstruar. Festejamos con un baile enloquecido en el pasillito de entrada a los 25 m2 del monoambiente, segundo piso de la Studentenwohnheim sita en

Altstetterstrasse. Una semana después: la debacle. Por la tarde había comprado dos pollitos subdesarrollados (cada uno del tamaño de la palma de mi mano) en la Migros. Los había hecho al horno y servido contorneados por un bosquecito de papas. Él me instaba al apetito según la conocida fórmula “ahora tenés que comer por dos”. Yo dudaba, entre sospechosos retortijones que me mandaban el estómago a la garganta. Probé un sorbito de agua y –se ve– colmé el vaso porque abrí la boca en modalidad Exorcista y devolví todo lo que llevaba engullido sobre los cristales de sus anteojos. A partir de esa noche, mis días comenzaron a ejecutarse al ritmo de la vomitadera: de mañana, al mediodía, de tarde y de noche, lo único que podía mandar para abajo era yogur. Adelgacé diez kilos. Me convertí en un tero de panza abultada. Los días eran tristes. Enero se anunció sobre el horizonte, otra vez.

Aterricé en Ezeiza un 31 de diciembre, bochornoso de calor y felicidad, alegría de descubrir que el sol no había muerto, que vivía y salía a pasear por el Río de la Plata. Por Internet y gracias a las gestiones de mis padres, habíamos alquilado un tres ambientes sobre la calle Pavón; volvía casada y embarazada de cuatro meses, bastante redonda a la altura de la cintura, a pesar de los vómitos, que se negaban a dejarme en paz.

Fue arte de magia. Poner pie en la Argentina y sentirme bien por primera vez en mucho tiempo, habilitar apetito de helado y pizza, empanadas y asadito a la luz cariñosa de la luna. Fue de pronto felicidad total, como nunca antes la había sentido, como no sabía que existía.

Elegí obstetra de la cartilla de una prepaga considerada buena, gracias a la afiliación familiar de mamá, trabajadora irreductible, que nunca había informado a la organización de mi exilio. Recomendaciones cruzadas inclinaron la balanza por uno que promocionaba con grandes banners de colores vivos ecografías 3D para quien quisiera pagarlas. Lo mío era más medio pelo y media D, sólo quería los controles de rutina, saber el sexo lo antes posible (¡qué ansiedad!), esas cosas.

Resultó de la primera consulta que: 1) estaba gorda (culpé al padre que, feliz de verme rozagante, insistía con proponerme escapaditas al Saverio de San Juan y Jujuy); 2) debía cortar inmediatamente las pastas y los dulces para hacerme catecúmena de una religión erigida sobre dos pilares fundamentales: frutas y verduras; 3) yo pertenecía al continente de pacientas con la manía de la repregunta (qué asco). Todo eso me dijo.

Las ecografías comenzaron de inmediato y sin prolegómenos, engarzando técnicas simpáticas que llenaban de palabras los silencios del médico, más predispuesto al manipuleo del espéculo que a la explicación. Yo igual deambulaba tan feliz, de estar circulando por Boedo una vez más, aprovechando a mis hermanos y quejándome de mis padres, disconformes a su vez por nuestra decisión de alquilar en San Cristóbal, cuando había un departamento acá a una cuadra, mucho más cómodo.

El tiempo demostró una incapacidad mía bastante importante para cerrar la boca y ahí fue cuando el obstetra –sacado de las casillas– me amenazó con dejar de atenderme si no frenaba la escalada de la balanza. Para ese momento, él ya había dejado de acompañarme a las consultas porque prefería los raccontos llenos de odio que le hacía yo al volver, entre bocados de milanesa a la napolitana y papas fritas.

Nunca me quedó muy claro por qué, pero el obstetra decidió con bastante antelación que lo mío sería una cesárea. Me conformé porque no sabía que esa palabrita se traduciría en el estómago anudado sobre la cadera derecha, voto de silencio e imposibilidad de –siquiera– pensar en ir al baño durante una semana.

Llegué como Saturno de paseo a la clínica, de la manito de él, pasada la batalla campal con mis padres y hermanos, que querían presenciar el parto. Yo quería intimidad. Se tensaron las relaciones. El expedito personal de la clínica me organizó en seguida como paquetito molesto en una sala de espera junto a media docena de otras retentivas de líquido, todas con turno (y presumiblemente el mismo obstetra). Hubo goteo y auxiliar que apareció en una oportunidad a averiguar si, ¿no?, había sentido alguna contracción. Yo me encontraba ya aislada, vistiendo cofia y zapatitos descartables, planchada sobre una camilla y poniéndole mala cara a mi hermana mayor, que se había rebelado a mi bajada de línea y con muy buen olfato había hecho presentación espontánea en hora y lugar correctos.

“No perdamos más el tiempo” propuso el obstetra y ahí fue cuando me pasaron tipo carnero degollado a la camilla de traslado hacia el quirófano. Me recibió el médico anestesista, a quien no había tenido el gusto de ver antes en mi vida, con un imperativo categórico (“Curvate, corazón”), de realización muy imposible, visto y considerando que tenía una barriga que me llegaba del mentón al pubis. ¡Curvate, curvate, curvate, te digo! Me puse a llorar. ¡Si no te curvás, te va a doler!

Me dolió. Sentí la aguja interminable abriéndose paso entre las vértebras de mi espalda, preocupada porque en algún punto de la hégira hacia el quirófano había perdido al padre. ¿Vendría, en algún momento? ¿Se habría extraviado? Nadie me hablaba. La droga hizo efecto bastante en seguida y comencé a ver cosas: enfermeras con las cejas cocidas con hilo quirúrgico, doctores sin dientes o cejas picudas tipo Pink Flamingos. El anestesista, tras atarme las manos con cánulas de goma a la camilla “para que no infectes al bebé” dormitaba el mentón contra el pecho a centímetros de mi cabeza.

La entrada del obstetra se dio sin saludo y acompañada de dicharachera batahola por la última victoria de Boca, arrolladora al parecer, gracias a la zurda de Martín Palermo. Atenazada por el terror de que empezara a cortar antes de que la anestesia hiciera efecto, agité las piernas. Alguien me las ató también a la camilla, inmovilizándome por completo. Yo estaba en shock y no podía parar de llorar, desparramando moco todo a mi alrededor, sin alterar –sin embargo– ninguna de las rutinas que se desarrollaban del otro lado de la sabanita algo desteñida que me aislaba de mi Sur. Apareció entonces, ¡al fin!, el padre, disfrazado de astronauta: los pelos metidos en una cofia, delantal, cubrezapatos, guantes. Me sonreía.

Manuel nació así, en medio de mucha confusión. Lo alzó el obstetra en el aire y yo vi un pequeño budita violáceo que hacía puchero y tenía las uñas largas. “¡Mirá la cabezota que tiene! ¡Cómo iba a pasar con este bocho!”, bromeó para sedimentar lo correcto de una decisión inconsulta. Alcancé a olerlo pero no pude tocarlo porque el forcejeo con las canículas despertó al anestesista que se apuró a inmovilizarme ambos brazos al ritmo del mantra: “¡No lo toqués, no lo toqués que lo vas a infectar!”. Nos reencontramos en la habitación. Yo estaba exhausta y él tenía hambre. No nos entendimos. Yo quería dormir y él comer. Yo no estaba preparada. Yo tenía un dolor en la panza, sentía el ombligo desplazado hacia la derecha. Me picaba, me hacía arder, me dolía si tosía, si hablaba. Él lloraba. La enfermera informó que su lugar era con la madre, no había lugar para él en la nursery. Llamé a mi mamá.

 

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Ella/ Ana Ojeda. Nací en Buenos Aires en 1979. Soy de Boedo y escribo en rioplatense muy marcado: mi lengua materna. Mis temas predilectos son cotidianos, las pequeñas cosas. Vuelvo a ellos, obsesiva mente: familia, maternidad, amistad, en fin: los trabajos y los días. Tengo cuatro novelas publicadas (Modos de asedio, Falso contacto, No es lo que pensás, Mosca blanca mosca muerta) y cinco inéditas. También publiqué dos libros de cuentos (La invención de lo cotidiano, Necias y nercias), y otro de microrrelatos (o poemitas en prosa): Motivos particulares.

Entre 2005 y 2017 mantuve El 8vo. loco ediciones en movimiento, pequeño sello editorial que compartí con Rocco Carbone y dedicamos a la difusión de la literatura y el ensayo argentinos y latinoamericanos (www.el8voloco.com.ar). Soy muy de organizar ciclos en librerías de Buenos Aires: #LasVeladasLiterarias, dedicado a escritoras de los siglos XIX y XX, se extendió a lo largo de 2018, co-coordinado junto a Jimena Néspolo. Gané algunos premios.

En Twitter soy @anaojota

En Instagram: @vikingabonsai

En Goodreads: @Ana Ojeda

Salió el 20/09/2014 en «Mundos íntimos» de Clarín.