Relatos/Partos

De raíz

Por Silvina Cafaro*

Todavía era yo cuando llegamos a la clínica. La recepcionista nos indicó subir al quinto piso y esperar que nos llamen. A la media hora se abrió una puerta por la que salió una mujer petisa y con ojos de batracio. Llevaba puesto un ambo estampado con infinidad de pequeñas mamaderas y chupetes en color lila.

— ¿Señora Kostas?

— Cafaro. Kostas es él —contesté, señalando a mi marido.

Nos hizo pasar a una habitación en penumbras, iluminada sólo por el tablero de instrumentos arriba de la cama. Me entregó un camisolín blanco con el logo de la clínica.
Yo soy Gaby, tu partera. Sacate la ropita y ponete esto que el doctor ya está en camino. Cuando estés lista me llamás con el timbre, ¿Sí mami?

—Silvina.

—No, Gaby me llamo.

—Sí, ya me dijiste. Yo me llamo Silvina.

—Ah, sí. Silvina Kostas, acá dice. Bueno mami, preparate que vuelvo en un rato —dijo, y salió de la habitación.

Mati me observaba divertido.

—Dale mami, no empieces.

Estaba muy tenso desde que me acompañó a hacerme la última ecografía, así que de algún modo me alegró que se burlara de mí.

— ¿Hacerla nacer? ¿Pero, cómo, la vamos a obligar? —le pregunté a Néstor, mi obstetra, la tarde anterior.

—Primero vamos a tratar de convencerla —dijo él, sonriendo— Inducimos el parto con un goteo. Si eso no funciona vas a cesárea.

—Cesárea no, yo quiero parir. Esperemos un poco más. Recién estoy en la semana 37, hay tiempo.

—No conviene que siga en la panza.

— ¿A quién no le conviene?

— Hace una semana que ya no crece, y eso, en general, no tiende a cambiar.

— A nadie, Silvina, a nadie le conviene – dijo Mati, cerrando la discusión.

Néstor le dirigió una mirada agradecida y continuó explicándonos los trámites para la internación.

— Entonces te espero mañana a las ocho. En ayunas.

— ¿Mañana mismo? ¡Entonces es urgente, Néstor! vos no me estás diciendo toda la verdad.

— No, no es tan urgente. Si querés lo hacemos pasado mañana, pero te vas a pasar dos días sin dormir y eso no les haría bien a ninguna de las dos. ¿Estás de acuerdo?

A partir de ese ”¿estás de acuerdo?”, todos los siguientes no fueron más que un irritante eufemismo. Así que acá estoy,”con sondita, mami”. Las gotas se funden con mi torrente sanguíneo desde hace una hora. La beba se agita en mi interior sin lograr decodificar el mensaje químico, como si supiera que no proviene de mi. Mi embarazo se ha transformado en un bulto empinado que se agiganta sobre el lado derecho. Se lleva por delante lo que sea que hay ahí adentro, generando una deformidad asimétrica y tirante. Sin embargo, no duele. Late, titila, empuja, pero no duele. De pronto se aquieta como si hubiera encontrado un punto de calma. Vuelve a su lugar, es otra vez una panza tranquila. El zigzag del monitoreo hace picos más discretos. Y entonces, la que se inquieta soy yo. Por primera vez tengo miedo. Mati me acaricia el pelo, él también está viendo cómo ha descendido la actividad en el monitor. Estamos a punto de presionar el timbre que me dejó Gaby, cuando la panza se contrae de golpe y empieza el hipo. ¡Oh, sí! el hipo del no nato es una cosa estrafalaria, pero existe. Prende y apaga. Prende y apaga.
Pocos minutos después entra Néstor vestido con un ambo verde que nunca le había visto, y eso me hace dar cuenta de que es la primera vez que nos encontramos fuera del consultorio. Saluda primero a Mati, con ese estilo de complicidad masculina que usa para ganarse la confianza de los maridos, y hacerles olvidar que introduce dedos y objetos en el sexo de sus mujeres.

— ¿Cómo te sentís?

Nadie me ha hecho esa pregunta esta mañana.

—Bien —digo, pero una pinza invisible ha comenzado a desmontar mis cuerdas vocales. Él toma mi mano con afecto. Es el brazo de la sonda, así que de paso aprovecha y controla el goteo.

— Tranquila, vamos bien. Lo dejamos un rato más a ver qué pasa. Hay tiempo.

Resulta que ahora sí hay tiempo. Presumo que mi médico de confianza me está engañando, pero por esta vez, me gustaría darle las gracias.
Estoy desnuda debajo del camisolín. Es holgado y se ata por detrás con unas tiritas. Debo pasar de una camilla a otra delante del enfermero que me transportará al quirófano. Se supone que en estos lugares nadie te ve como mujer, da igual que tengas noventa de edad o de cintura, vas a la misma camilla, con la misma ropa. El tipo me da un seco Buenos días, señora, y me conduce al quirófano como si fuera un delivery de pizza. Una vez allí, veo varias personas que sólo tienen al descubierto los ojos. Reconozco a Gaby, que murmura cosas rematadas con “mami”, a las que no presto atención. Me coloca el tensiómetro. Luego me empuja con suavidad los hombros hacia atrás, para que mi cuerpo entienda que debe recostarse en la mesa de operaciones.
Ruidos metálicos, agua que corre, olor a desinfectante, sonidos de envoltorios rasgados.

— Buenos días señora, soy su anestesista. Necesito que se siente, por favor.

Obedezco. El se ubica detrás de mí, apoya una mano enguantada en mi hombro y dice:

— Voy a aplicarle la epidural. El pinchazo puede molestar un poco, pero es muy breve. Puede que sienta frío y después calor. Es totalmente normal.

Localizo la puerta con los ojos. Quiero huir, eso es normal.
Las piernas son invadidas por ese líquido que ahora es como una pileta de agua tibia donde se sumergen por su cuenta. Luego ya no están. O sí, son piernas-fantasma: las veo, las toco, pero no parecen del todo reales.
Vuelven a recostarme. Tengo los brazos extendidos, sin que me diera cuenta me han atado las muñecas. Alguien me explica que es para que no se me salga la vía si me muevo.
Una lucidez extrema se apodera de mí, como si el magma vital de mi cuerpo se concentrase sólo en la mente. Todo brilla demasiado. A mi alrededor, las personas se mueven de memoria, con la seguridad de haber repetido cada acción infinidad de veces. Los olores se agudizan, tan ajenos a mi piel, mi casa, mi cama.
Entre tantos ojos extraños localizo los de Néstor, que quiere que le diga por qué lloro, si me duele algo. Pero hace rato que no puedo hablar. Y no es por la anestesia, que se ha ocupado de matarme con precisión desde la cintura para abajo. No puedo hablar porque el cuerpo es un alud de nieve, un meteorito cayendo, la tierra abierta de par en par. De mí sólo queda este hilo de lágrimas. Este llanto prolijo, sin sonido, y ya sin miedo. El signo de la desposesión.
Creo que apuran la entrada de Mati al quirófano porque me ven llorando. Y, quizás por error o precipitación, le abren la puerta equivocada, por la que entran los médicos, desde la cual se ve la porción de cuerpo en la que han comenzado a operar. Él desvía rápido los ojos hacia mi cara y sonríe aterrorizado. Quiero decirle que estoy bien, pero sigo sin recuperar el habla.
Néstor desaparece por un momento detrás del campo quirúrgico que me separa de la panza. No hay ningún dolor, sólo la sensación física de algo que se arranca de raíz. Después la eleva en el aire para que la vea.
Ya no está dentro mío.
Ahora es, para siempre, una hija.

 

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Ella/ Silvina Cafaro nació en Buenos Aires en 1972. Estudio Psicología en la UBA y trabaja como psicoanalista en consultorio privado. De modo amateur se dedica a la cerámica y a la escritura de relatos. Vive en El barrio de Belgrano con su marido y su hija Regina de 12 años