Una flecha/Preguntas

Más crianza, menos terapia

Por Luciano Lutereau*

¿De qué hablamos cuando hablamos de berrinches?

Primero quiero marcar una sutil diferencia con los caprichos. Estos últimos no son exclusivos de los niños y tienen que ver con un deseo que se manifiesta de manera obstinada y exigencia de inmediatez. El berrinche, en cambio, es el nombre que los adultos le damos al deseo de los niños –caprichoso o no– cuando sentimos que nos exigen algo, que ese deseo está dirigido, que lo hacen “a propósito” para producir un efecto o, como dicen muchos padres “me lo hace a mí”, “me lo dedica”. Sabemos que es frecuente que estas situaciones aparezcan y que los adultos nos quejemos de ellas diciendo que son manipulaciones, o demostraciones de que un niño deliberadamente buscaría torcer la voluntad de sus padres.

Sin embargo, una primera aproximación a la cuestión impone destacar también que no todos los berrinches son iguales. En particular, a continuación quisiera detenerme en un tipo particular que suele aparecer entre los 2 o 3 años, y que tiene una importante consecuencia en el crecimiento del niño.

Luego del primer año de vida, después de la instalación oral del infante en la relación con el otro, un índice concreto de la pulsión anal –ese recorrido de crecimiento que tiene que ver con el control fisiológico de los excrementos, pero también con los pedidos y las reglas– se verifica en la pregnancia del niño a las órdenes. De un lado hacia otro, el niño atiende a las más diversas indicaciones de manera obediente, en un claro ejercicio de su afirmación a través del apoderamiento (que prepara con el tiempo para el control de esfínteres). Es decir, la primera manera en que el niño se relaciona con el otro es a través de apoderarse de sus rasgos; se identifica con él. Pero esta identificación no implica crecimiento, sino mera obediencia. El control de esfínteres tiene que ver con pasar de esa obediencia irreflexiva a constituir una posición diferenciada que incorpore e internalice los pedidos del otro. Por eso el primer paso de la etapa anal es una ruptura: la caída de la obediencia espontánea y el surgimiento de la necesidad de que el niño expulse de acuerdo con el pedido de los otros. Así se entiende que la retención es una forma de desobedecer muy importante. Los padres le piden que haga en el baño, él se rehúsa en una ruptura con aquella obediencia. Un niño aprende a ir al baño en la medida en que, primero, retiene las heces que, luego, expulsa conforme a la demanda de sus padres. Para expulsar, es condición la retención.

Ahora bien, este circuito funcional al control de esfínteres tiene como correlato un incremento en las actitudes desafiantes. Ese niño que dócilmente iba de un lado para otro obedeciendo a sus padres, en determinado momento comienza a producir desplantes. Y ese tipo de conducta no se vincula con el negativismo propio de la oralidad, sino que tiene como rasgo específico cierta actitud culposa. Pongamos un ejemplo, la madre guarda un juguete en un cajón y el niño comienza a llorar furioso mientras solicita que ese objeto se coloque en otro lugar. “Se volvió un tirano”, dicen algunos padres.

No obstante, la mentada tiranía implica un sufrimiento considerable. Este capricho del niño, que remeda una especie de neurosis obsesiva en miniatura (a la que algunos padres se refieren como “hay que hacer las cosas como él quiere”), está muy lejos de ser una actitud voluntaria y nociva que deba ser gobernada.

En primer lugar, es importante destacar que este acto tiene como precedente psíquico un desprendimiento de la obediencia debida, de esa obediencia espontánea e irreflexiva de la que hablábamos antes. Al mismo tiempo que el control ajeno es asumido como propio respecto de las heces, en el carácter se realiza este movimiento con sentido inverso, que no implica una regresión, sino un importante factor de crecimiento. En otras palabras, el control de la fisiología encuentra su otra cara en una actitud más caprichosa en lo psíquico. No se concede algo sin pedir algo a cambio. En lo psíquico esto se expresa: “Acepto tu orden en cuanto a la higiene personal, pero me vuelvo más obstinado en el vínculo”. Para dar cuenta de este punto es valioso notar que junto con la negativa, en un segundo tiempo el niño realiza un acto de concesión al otro. De acuerdo con el ejemplo mencionado, si bien dice que ese juguete no se guarda allí, es posible que luego lo coloque en ese mismo lugar. En simultáneo con la queja respecto de que el otro quiera tocar su tenedor para comer, es factible que diga que debe ser ubicado… en el mismo lugar en que lo dejó el adulto.

Este dato permite delimitar que esa respuesta en retardo incluye un aspecto culposo que es preciso aclarar: no es que el niño niegue sin más la demanda del otro, sino que la asume a través de la culpa. De esta manera es que la toma de forma negada. “No es que vos me lo decís, sino que yo lo digo”, sería la estructura de esta situación. He aquí un movimiento fundamental para la afirmación de la personalidad del niño, que también se revela en la importancia que empieza a cobrar el decir en esta edad. No es raro que en este momento–entre los 2 y 3 años como decíamos– comiencen también los juegos relativos a quién dijo tal o cual cosa. Recuerdo una situación con mi hijo en la que le pedí que guardara sus juguetes. “Guardá vos tu ropa”, me respondió él. Entonces yo reforcé con: “Te dije que guardaras tus juguetes” y él siguió con: “Pero si yo te dije que vos también guardaras”. A lo que contesté: “Bueno, entonces yo guardo mis juguetes”. Fue ahí que se rió y me dijo: “¡No!, te equivocaste, ¡Yo los tengo que guardar!”, y comenzó a ordenar. Toda la secuencia depende de la equivocidad del decir y quién dijo. Un juego típico de esta edad es el ¿Quién dijo, quién dijo? En el que se juega a decir frases y hay que tratar de ubicar al enunciador pero la gracia está en atribuirlas a otros.

En segundo lugar, la culpa del niño se encuentra reforzada por el temor a que el otro se enoje. Es particularmente notable cómo en esta época los niños piensan que sus padres se hostilizan por los más diversos motivos. Esta suposición de un enojo del otro es fundamental para que los adultos no lo actualicen enojándose de veras, ya que reforzarían esa culpa que es un atravesamiento necesario. Es decir, si los padres se enojan sin pensar en el efecto que puede tener su enojo, pueden no darse cuenta de que así refuerzan la culpa. Por lo tanto enojarse habrá sido en vano. Esto no quiere decir que los padres no deban enojarse sino que deben aprender a hacer un uso prudente del enojo. Enojarse por cualquier cosa no sirve para nada, en todo caso lo que produce es la impotencia de los padres. No estoy diciendo que sea fácil no enojarse, no solo con los hijos sino en la vida diaria. Pero sabemos que la vida es un juego en el que se enoja primero, pierde. Los adultos tenemos la capacidad de dosificar nuestro enojo en la vida diaria, no así con los niños ¿por qué? Porque con ellos nos sentimos autorizados a culparlos por nuestra impotencia. A veces frenar la reacción inmediata del enojo sirve para atender mucho mejor qué respuesta es la necesaria para el niño.

Por esta vía es que podrían evitarse esos falsos castigos que son las penitencias (como ir a pensar al baño u otro tipo de torpezas), que tienen la intención de que un niño pueda responsabilizarse de un acto o entender las consecuencias de su motivación. Es algo ridículo, porque el niño está inicialmente en una posición de culpa. En todo caso, mucho más importante es destituir el enojo del adulto para advertir que no sólo hay un modo de hacer las cosas.

Es cierto que no somos muchos los padres que estamos dispuestos a tener esta actitud más comprensiva con los berrinches infantiles. No obstante, eso no se debe a cuestiones de cansancio, métodos de crianza u otras excusas. En última instancia, cuando frente al berrinche de un niño el adulto se obstina en que aquél debe entender que tal o cual cosa no se hace sino que se hace de este otro modo, para aceptar que la autoridad debe ser obedecida y otro tipo de sandeces, estaremos más bien en presencia de quién aún no pudo hacer con sus berrinches algo mejor que seguir actuándolos a pesar de la edad.

En este punto, podrían preguntarme: ¿cómo evitar que, con el tiempo, el niño no se convierta en un futuro manipulador de sus padres? Mi respuesta será categórica: cuando esto ocurre, el niño actúa una fantasía de los padres (en la que se sienten agredidos), basada en que estos no puedan sostener su autoridad sin sentir culpa –y, por ejemplo, no puedan evitar dar órdenes contradictorias, como decir algo y, luego desdecirse–. Esta culpa no es consciente y no se trata de que los niños manipulen a sus padres, sino que advierten estos puntos en que los padres flaquean. Esto no quiere decir que los padres no tengan que vivir con contradicciones (¡no serían humanos!), pero sí es importante saber cuándo estas motivan que un niño ponga a prueba la función parental del adulto. Antes que un manejo o mala intención, con actitudes que pueden parecer tales, el niño interroga a sus padres, porque ¿quién puede interpelar a un padre sino su hijo? ¿De verdad quisiéramos vivir sin alguien que nos ponga en cuestión?

 

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Luciano Lutereau es psicoanalista, egresado de las carreras de Psicología y Filosofía en la UBA, donde obtuvo también los títulos de Magister en Psicoanálisis y Doctor en Filosofía. Es docente e investigador en la misma Universidad. Co- dirige la editorial Pánico el pánico. Ha publicado diversos libros (poesía, ensayo, novela) entre los que se destacan sus trabajos sobre psicoanálisis con niños. El texto es un fragmento del libro ¨Más crianza, menos terapia¨ (Paidós, 2018).