Relatos/Partos

No me arrepiento de este amor

Por Irene Lulo*

Esperaba a Manu el 29 de agosto, fecha anticipada por las ecografías y el día de mi última menstruación. Sería de Virgo, como su mamá. Yo pensaba que, como buen virginiano, nacería el día pautado, como su mamá lo había hecho treinta y tres años antes, un 30 de agosto. Fantaseaba con que se atrasase un día y quedásemos unidos para siempre en el natalicio. Pero mi fantasía máxima era que se adelantase. Después de un embarazo tranquilo, la recta final me había atrapado en toda su ansiedad. La primera fecha que barajaba era el lunes 21 de agosto, día del eclipse de sol total que se vería en el hemisferio norte. Arrastrada por la fantasía, nacería a la hora en que el sol estuviese en su máximo ocultamiento, que en Chicago, la ciudad donde vivo, sería de un 87 % a la 1.19 pm. Todo muy mágico.

El 21 de agosto amaneció pegajoso y caliente, como se pone a veces la ciudad en el verano, uno de esos días que cualquiera que haya visitado Chicago en invierno cree imposibles. Me levanté sin síntomas de que Manu quisiera nacer pronto, pero uno nunca sabe. Estas cosas son sorpresivas, me había dicho la obstetra en la última consulta, a partir de ahora puede nacer en cualquier momento.

Fui a la plaza central de Oak Park con una amiga y juntas vimos el eclipse tras unos anteojitos que repartía la municipalidad. El sol llegó a su punto máximo de ocultamiento y pronto volvió a asomar. El fenómeno me impactó menos de lo que imaginaba. Sin sobresaltos, se iba el primer día de mi fantasía. Aunque a partir de entonces lo esperaba en cualquier momento, mis siguientes opciones eran el jueves 24 y el sábado 26, ya no recuerdo bien por qué. Tal vez por mi preferencia por los números pares, o porque habían sido días sugeridos por alguna parte de la familia.

Nico me mandaba mensajitos cada dos horas, me pedía actualizaciones de mi estado. Todo bien, cero contracciones, le respondía yo. Algún día de esa semana, sin embargo, empecé con las “falsas contracciones”, esas famosas Braxton Hicks, incómodas pero indoloras. Por supuesto, me ilusioné. A esa altura, sin trabajar y con la cuenta regresiva en la cabeza, ya no me podía concentrar en nada que no fuera la llegada de Manu, y pasaba largas horas navegando en la web y leyendo foros donde madres expectantes o parturientas contaban su experiencia. Leía estadísticas y hacía cálculo de probabilidades. Apelaba a la ciencia y al esoterismo en igual medida. Qué es normal, eso es lo que yo quería saber. Lo normal es un espectro tan amplio como personas hay en el mundo. Si hay algo que estoy aprendiendo es que todo lo relativo a la maternidad es un gran average. Te tenés que empezar a preocupar si estás muy en los extremos.

Mientras tanto, Manu nadaba tranquilo en su saco amniótico, sin enterarse de nada. Lo sentía especialmente a la noche, cuando empezaba un baile que me bamboleaba la panza de un lado para el otro. (Ahora, cuando se baña y patalea feliz en el agua, se me vienen esas brazadas y patadas que ya practicaba adentro mío, mi hijo acuático.)

Por esos días veíamos The wire, una temporada tras otra. Helado, sillón, patadas de Manu, falsas contracciones y the Baltimore Police. Así se iban las noches. Durante el día hablaba mucho con la familia y los amigos de Argentina, y empezaba a impacientarme con la impaciencia de los otros. Todos los días mensajitos. ¿Y?/¿novedades?/¿cómo te sentís?/pero qué pancho este chico, no quiere salir, etc., etc. Me empecé a enojar. Dejen de decirle pancho a mi hijo, respeten sus tiempos. Vago tu abuelo.

Nico se había pedido vacaciones para la semana del 28, esperando que Manu naciese. Acá no es un derecho la licencia por paternidad (ni por maternidad, para el caso); es una decisión particular de cada empleador. Pero los días pasaban y Manu no nacía. Llegamos a la famosa fecha estimada de parto sin alarmas, sin pérdida del tapón mucoso, sin fisura de bolsa, sin una contracción verdadera. En casa nos aletargábamos los dos, veíamos videítos por YouTube, cocinábamos, yo salía a caminar siempre que podía, pero no muy lejos porque a ver si… Mi cumpleaños llegó bastante desapercibido, Nico me hizo una torta de chocolate explosiva y todos los saludos incluyeron las palabras “noticia” y “Manu”.

Ese viernes fuimos a ver a la obstetra, quien sentenció que seguía con 1 de dilatación, con poco borramiento de útero, y que, si Manu no nacía antes del martes siguiente, cuando se cumpliera la semana 41, el parto sería inducido. Esa noche salimos a dar vueltas con el auto por los suburbios de alrededor, escuchando temas noventosos y cantando en voz alta, juntos pero abstraídos, hasta que mi vejiga nos hizo volver. Amigos y familia tiraban buena onda y alentaban la posibilidad de que Manu se decidiese a nacer por su cuenta, pero mi optimismo se iba desinflando.

El sábado 2 de septiembre salí a caminar sola por el barrio y entré a una cafetería. Pedí un cappuccino y me puse a llorar. “Por favor, nacé” le decía a Manu “nacé, hijo, ya sé que adentro estás calentito y cómodo, pero acá afuera no está tan mal, el mundo es lindo, ya vas a ver, nacé, nacé, nacé, que si no te van a sacar por la fuerza”. Pero esa noche tampoco Manu nació.

El domingo le dije a Nico que probásemos con sexo. Había leído que a veces ayudaba a la inducción y, a pesar de que ninguno de los dos tenía muchas ganas, le dimos una oportunidad. No sirvió de nada.

El lunes 4 de septiembre era Labor Day. La asociación vino fácil y fue mi última fantasía, entrar en trabajo de parto (labor, en inglés) en Labor Day. Por supuesto, no sucedió. En cambio, esa noche empecé a perder el tapón mucoso. Nunca pensé que me pondría tan contenta de ver un moco pegajoso en mi bombacha. Se lo mostré a Nico triunfante y nos dormimos ilusionados.

Desperté sin novedades. Ese martes a las 8 pm teníamos turno para empezar el proceso de inducción y yo aún no sabía lo que era una contracción verdadera.

Esta no es una historia que termina con “Y justo ese día rompí bolsa”, “al final el bebé se decidió a salir”, etc. No. La noche del martes 5 de septiembre, a las 41 semanas cumplidas, nos presentamos en el hospital. Y ahí empezó la odisea, la verdadera odisea. Si alguna vez había soñado con un parto no intervenido, la realidad me ofreció todo lo contrario. Estuve más de un día entero atravesada por agujas, conductos, tubos y medicamentos. Las 25 horas que le llevó a Manu nacer. Esa misma noche, luego de desnudarme y ponerme en una bata espantosa que mostraba la mitad de mi cuerpo desnudo, luego de instalarme el tubo intravenoso y de empezar con el suero, acostada en la camilla con Nico a mi lado, me hicieron firmar un consentimiento por acceder a una inducción en la semana 41. ¡Y yo que pensaba que no tenía opción! A pesar del enojo por la mala información (los médicos son cautelosos y sugieren la semana 41 pero los pacientes pueden exigir un plazo hasta la 42), vencida por el cansancio de la espera y ya medio encaminada, firmé.

Todo lo que sigue está en mi memoria como un recuerdo intelectualizado; perdí muchas de las sensaciones físicas. Para dilatarme me pusieron un globo que se inflaba en mi interior. Eso desató a su vez las contracciones. Como estaba con la intravenosa, no era fácil desplazarme. Pedí una pelota de yoga para probar posiciones. Me movía y chorreaba sangre, producto de la dilatación paulatina. Esa primera noche la pasé sin anestesia y con contracciones cada vez más fuertes. Por supuesto, no pegué un ojo. A mi lado, Nico se acurrucaba en un sillón. Cuando a la mañana siguiente me pasaron a la sala de parto, estaba con 5 de dilatación y un dolor que iba in crescendo. Ante la perspectiva de una jornada que se veía larga, pedí la epidural. A partir de entonces, entré en un limbo de anestesia e inercia. Como no me podía mover (la epidural me había inmovilizado de la cintura para abajo), las enfermeras me ayudaban a cambiar de posición. Me rompieron la bolsa y un líquido verde se escurrió entre mis piernas. Manu había cagado adentro del saco amniótico. La rotura de bolsa significaba que tenía las horas contadas. Si en un plazo de 12 horas no nacía, iba a cesárea por riesgo de infección. Parecía un montón de tiempo por delante, así que en principio no me preocupé. Sin embargo, pasaban los minutos, las horas, y mi cuerpo no respondía muy bien a la oxitocina, las contracciones eran irregulares y la dilatación estaba estancada en 6.

Para el comienzo de la tarde del miércoles, ya me habían visto estudiantes de obstetricia, residentes, obstetras de turno, anestesistas, enfermeras, estudiantes de enfermería y no sé cuántos profesionales más. Siempre había al menos una persona en la habitación y era imposible descansar. Con Nico ya casi no hablábamos y nos íbamos apagando con cada minuto que pasaba sin signos de progreso en el trabajo de parto. Le pedía cubitos de hielo que me introducía en la boca y constituían mi máximo placer en medio de esa debacle. Estaba exhausta, deshecha, y cuando cerca de las 7 de la tarde me dijeron que se estaba acabando el tiempo, que me fuera sacando anillos y aros en preparación para el quirófano, me puse a llorar abiertamente.

Cerca de las 8 hubo cambio de turno de enfermeras. La nueva enfermera entró con energía, me quiso levantar el ánimo. Yo solo quería que todo acabase, que Manu naciese de la forma que fuera. Mi vista estaba fija en la pantalla que mostraba sus latidos. Me alarmaba cuando se aceleraban o cuando parecían bajar repentinamente. El bebé está cansado, decía yo, estamos los dos cansados. La enfermera, sin embargo, quiso probar nuevas posiciones. Me hizo poner “en cuatro” por un rato. Me cambió de lado varias veces. Bajita pero fortachona, me manipuló como quiso. Cuando entró una de las obstetras para el último tacto, el de la sentencia final, yo ya había aceptado la idea de la cesárea.

Introdujo su mano y con un tono de rutina, como si se tratara de un agregado menor (probablemente lo fuera, para ella), nos dio la mejor noticia: “estás completa y la cabeza del bebé está bien abajo, solo te falta pujar”. Ahí creo que volví a llorar. Nos miramos con Nico incrédulos. La inminencia de la etapa final del parto, la certeza de que vería a Manu en un ratito, todo eso me llenó de una energía inesperada. Fueron unos 10 pujos los que trajeron a Manu a este lado del mundo. Cada uno de ellos estuvo orquestado por la enfermera, la obstetra, la residente de obstetricia y Nico, quienes contaban hasta tres y me decían “push, push, push”. Y en cada pujo yo revertía todo el cansancio y el dolor. En cada pujo me sentía más fuerte y entera, más cercana a la alegría. Después de media hora, Manu estaba afuera y yo veía la coronación en un espejo que había en el techo de la sala de parto. Eran las 9.17 pm del miércoles 6 de septiembre.

Cuando lo sacaron, Manu no lloró. Durante un minuto que me pareció eterno, mientras me cosían (me había desgarrado) y los neonatólogos le aspiraban al bebé el líquido que había tragado, yo miraba a Nico que a su vez miraba serio a donde estaba Manu y mi corazón se estrujaba. Más tarde me explicó lo que veía: el porcentaje de oxígeno del bebé había arrancado muy bajo. La seriedad le duró lo que tardó el número en estabilizarse. Por suerte yo no me enteré. Finalmente, Manu lloró y todos los planetas se alinearon. Lo pusieron en mi pecho y ya no importó nada más.

Esa noche, la única noche que Manu durmió de corrido en lo que lleva de vida (4 meses y 2 semanas), Nico y yo desaprovechamos la oportunidad. En vez de dormir junto a nuestro hijo, nos turnamos para permanecer despiertos y velar su sueño. Eso, tal vez, es de lo único que me arrepiento.

>>>

Ella/ Irene Lulo estudió Letras en la UBA. Trabajó como docente en distintas instituciones de nivel superior en la Ciudad de Bs. As. También coordinó por muchos años un taller literario para adolescentes junto con una colega. Actualmente vive en Chicago y trabaja para una editorial. Manu es su primer hijo.