Nostalgia del futuro

Escrito con un bebé en brazos

Por Aquiles Cristiani*

8 de enero
Estoy en Berni, “el café bistró” de La Lucila, con Fausti, desayunando.
Está tranquila. Esta vez traje el carrito. Me mira y sonríe, muy bella, muy canchera ella con su body que me regaló una compañera de trabajo, que dice: Forget de princess, call me president. Así que voy a escribir sobre esta mandataria mientras velo por el bienestar de su estado.
En Escribir, Duras mencionaba una serie de complicaciones sobre el proceso de elaborar una ficción y cuidar un hijo en simultáneo. Ella dejaba un cuaderno abierto en una mesa en medio de la casa. Cada vez que pasaba, y podía, agregaba una frase. Yo no puedo hacer eso. No me concentraría; ni siquiera me atrae esa dinámica. Así que me inventé esto otro.
Dos veces por semana me quedo en casa mientras Úrsula se va a trabajar. Me gusta no ser un papá que vuelve ya caído el día para rescatar a una mamá cansada y una beba insufrible. Cuidarla solo desde tan chiquita creo que fue un acierto. Por los menos hasta que Faustina vaya al colegio, quisiera estar con ella en horarios no convencionales. Quizá sea una forma de conocerla de verdad, o la manera más orgánica que se me ocurre para aliviar a Úrsula de esta demanda irrefrenable.
“El palo en la boca del cocodrilo” está salpicado de óxido. Un palo, un pedazo de madera en la boca de un animal de sangre fría. Las cosas están cambiando, por eso, quitemos ese gustito a fellatio que tiene la imagen porque a su vez inmoviliza, anula, el órgano de la protesta: la lengua.
Otra cosa. Ayer terminé de ver Mad Men. Úrsula no lo sabe. Quizá mañana se lo confiese. O quizá la vuelva a ver con ella con cara de Lucrecia Martel, como diciendo que las series en el fondo solamente nos quitan tiempo. O que las series son objetos concatenados que hablan de la dificultad de estar frente al vacío. Bah, si digo esto, es obvio que se va a dar cuenta que ya la vi. Ayer estabas enganchado, me va a decir.
Sigo en este café careta. Eso es lo único que existe. Una mesa en la vereda. Fausti está más mansilla que Lucio V., volada en el carrito, y yo muevo la mano en el cuaderno a toda velocidad, como si me persiguiera la parte que más detesto de mí. No tengo tiempo de pensar. Pero pienso, me pregunto, ¿qué me empuja a escribir cuando estoy con mi hija, tan chiquita, de paseo?
Hace cuatro o cinco minutos le di un elefantito de tela púrpura que se llevó a la boca. Está en esa. Por momentos me habla. Articula dos sílabas: U y A. Está muy cerca de pronunciar agua, pero al mismo tiempo muy lejos porque todavía nunca la probó.
Ahora volvemos a casa y bailamos un rato, le digo. No da bola. O sí. Se lleva el elefantito a la boca y otra vez sus ojos se disipan en una serie de objetos imprecisos. No me deja concentrar. No porque interrumpa, sino porque quisiera que llore para tener que alzarla y darle besos. La voy a dejar ahí, en el carrito. Lo normal sería interrumpirla cuando está en otra, pero nosotros somos anormales. Miramos el cielo y ponemos caras de nube o de poste de luz.
Acerco mi nariz a su panza, con ambas manos, simétricamente, me toma las mejillas. Traquila Cheetara, le digo. Sus uñitas se están saliendo de control y sus brazos se mueven con fuerza y gran velocidad.
De pronto apareció una vieja y le agarró la patita. Dijo “es absolutamente hermosa” y yo, como un boludo, me dejé embelesar. Le di charla. Fausti se molestó. Lloriqueó. La alcé. La senté en mi pierna e intenté seguir anotando, pero ya era imposible.
Claro, ya son las diez de la mañana y la calle está más poblada. Imposible, siendo un varón, estar con una bebé sin que unas cuantas mujeres mayores se detengan a darte todo tipo de consejos. Que no le dé el sol. ¿Dónde está la mamá? ¿Le das mamadera? Todo por una moneda de cambio, su pimpollezca belleza. Faustina “es un bebé publicitario”.
No sé si está tan permitido que un padre y un bebé pasen un rato tranquilos en la calle. Esta viejas son como esos albañiles que chiflan a las chicas y les expresan su violencia confundida. Soy víctima también: no lo esperaba. Al mismo tiempo, la civilidad me lleva a sostener una charla con la gente que me agrede sin saberlo. Ese es el tema. Nadie sabe nunca y todos son expertos en no enterarse.
Es más, estoy seguro que si Fausti estuviera en este mismo café a esta misma hora, pero con su mamá, estas viejas no se tomarían tantas atribuciones.
Entre las diez y las diez y veinte, seis viejas frenaron para agarrarle la patita. Hasta que la hartaron y lloró.
No dejan que la mamá se vaya y respire un rato. Violencia. Un varón no puede estar tranquilo en un lugar público sin que lo anónimo toquetee a quien no puede rechazar un ofrecimiento.

9 de enero
De nuevo en el café. Fausti está cargosa. Después de que la primera vieja del día vino a desplegar su prepotencia, creo que descubrí cómo disuadir a las demás.
Tengo dos técnicas. Una, mirar ligeramente desviado cuando se te vienen encima (similar a mirarle la nariz a una persona a la que querés molestar durante una conversación). Se alejan. Funciona. La otra forma es recibirlas con una sonrisa donjuanesca e inmediatamente después decir algo así como acá estamos los dos solos pasándola bien sin que nadie nos moleste.

12 de enero
Viernes, dos minutos que me siento a escribir con Fausti y me intercepta una vieja. Le pellizcó la carita en el primer round. La despaché con glifosato cuando me preguntó si le podía hacer upa. Me tuve que parar y moverla hasta que dejó de lloriquear. Después de eso, quiero decir, de completar este párrafo de a palabras sueltas durante veinte minutos de traqueteo, llegó la paz.
Ni ganas de escribir. Creo que es absurdo que intente escribir con ella al lado.
Pasa una piba con una malla enteriza blanca y un mini short de jean con el botón suelto. Raja la tierra. Uf, tengo una calentura tremenda. La vida puérpera se pone paupérrima cuando te acordás cómo cogías antes de tener al bebé.
A los quince minutos la chica de la malla enteriza vuelve a pasar. Aprovecho los anteojos de sol. La puta madre. Quiero que la tierra se la trague un agujero negro.
Fue una mañana tranquila, al final. Fausti miró cielo y gente. Sólo vinieron dos viejas más, que despaché con la técnica de la mirada ladeada. En el fondo, no tengo nada que comentar. 

14 de enero
Se durmió un rato sola en el cochecito. No puede ser más hermosa esta beba, creo que lo primero que sentí que era auténticamente de ella no fue la sonrisa, sino una carcajada bien abierta pero sin sonido. Bah, a veces suelta un soplido seco, pero no una risa. Me hace acordar, por cómo pone la boca, a Oliver Atom, por lo redonda, o por el espacio que ocupa la boca en la cara en comparación a su nariz. Hoy voy a tomar mi café mirándola como un boludo. Ya fue.
Media hora más tarde, estoy volviendo a casa para acostarla y en camino me acuerdo de J., una concurrente del centro de día en el que trabajo. Era mi favorita, también muy hermosa como Fausti, y sensible. Tuvo una enfermedad temprana que le generó un retraso. Seguía siendo una persona muy potente hasta que un día le encontraron un tumor en el cerebro y falleció.
Quedé helado, todo de golpe, su historia, conocer lo genial que era, pum, metástasis cerebral: voló. No lloré. Me ocupé de que el resto de los concurrentes no desbandara. Pero ahora, cuando vuelvo con el carrito con Fausti dormida, lloro. La extraño. Sobre todo en la huerta, la pasábamos tan bien. Lo que habrán sufrido esos papás. Me duelen los pies cuando piso; me agarro la cara como si fuera a escaparse. Miro el cordón, la basura es una ciudad dentro de la ciudad.
Acuesto a Fausti.  Voy al cuaderno y escribo esto. No tengo nada que decir.
Vuelvo a la cama. Le agarro la manito. Lloro un poco más. Extraño a J. Recién ahora me permito enterarme. Y tengo miedo. Un miedo con el que no puedo hacer nada.
A la hora lloriquea Fausti, y la alzo. Caliento un frasquito con leche que me dejó Úrsula en la heladera. Lleno la mamadera. Faustina mordisquea, chupa, pero no se alimenta: lo usa de juguete. Muerde y me mira. Quizá con una aguja tenga que ensanchar el agujerito, no sé, algo me dice que lo que falla es la mamadera. Porque Fuasti succiona bien, pero la cantidad de líquido casi no baja.
Pongo en la bandeja el lado C de los Ambient Works de Aphex Twins y bailamos un rato. Afloja el dolor. Cuando llega el último tema, Tpolemy (el tercero, el mejor), ella apoya su cabeza sobre mi hombro. Camino en ochos grandes para que el cuadrado del comedor sea un poco más amplio. Hago sshh rítmicamente con la música.
Apenas la vuelvo a acostar, llega Úrsula. ¿Duerme?, pregunta. Sí, ¿cómo te fue en el hospital? Me cuenta un caso que la tiene intrigada. Nos sentimos tan jóvenes hablando de algo que no tenga que ver con Fausti.
Se despierta. Úrsula le da la teta.
Les doy un beso y me voy a trabajar.

18 de enero
Una vez por año, la carambola de la burocracia sindical tiene un mínimo gesto conmigo. Me regala, como derecho al subordinado, un franco estival. A diferencia de las pascuas o el carnaval, o sea, uno de esos feriados con los que se especula una escapada o parecido, este día no laborable llega cuando menos lo espero. Ni siquiera estoy seguro de que caiga siempre la misma fecha.
Me enteré por mail que el día de gracia sería un 17 de enero, es decir, ayer. Sabía, o especulaba con que iba a dormir bastante más de lo que estoy acostumbrado (Faustina se despierta nueve y media, diez), así que dispuse mi noche para repasar algo que estoy escribiendo y ya no sé cuándo podré terminar. En fin, me quedé hasta las tres de la mañana mirando, básicamente, un documento que no me animé a modificar porque estaba tan cansado que todo lo que se me ocurriera lo anticipaba torpe, de mala confección.
Úrsula también aprovechó mi feriado para hacer cosas que venía postergando. La oí irse. Me dijo que había esterilizado la mamadera, que estaba sobre el microondas. Bueno, dame un beso. Odio cuando se olvida de darme un beso, me parte el corazón. Me besó rápido y se fue.
La extraño mucho.
Se fue y soñé que me daba besos en la espalda. Después empezó a llorar Faustina. A llorar fuerte, de una forma que ya tengo en claro que no tiene retorno al sueño. Estaba roto. La senté en mi panza y me pesó. En lugar de dejar de lloriquear, abrir los ojos y sonreír, aumentó su desolación para presentarme dos nuevos fenómenos: una boquita de puchero y un par de lagrimitas. Nunca la había visto llorar con pena. Fue como decirme, ey, che, papá, no soy un bebé, soy alguien que la está pasando para el orto. No supe si estaba sufriendo más que antes, sí que había encontrado un gesto y una reacción fisiológica que conjugadas, me daban vuelta como una media.
Úrsula se había ido a las siete, eran siete y cuarto y Fausti lloraba como un perro abandonado.
Arriba. A otra cosa.
Fui a la cocina y la paseé. Hice lo que siempre funciona para que la pase bien, pero todo falló. A Fausti le mostrás las plantas del patio y deja de llorar. Pongo el Vol. I de Pappo en la bandeja y se calla. Bailamos, nos sacudimos, hasta que abre la boca y ensaya su imitación de Oliver Atom. Eso en general. O se engancha con Pro Musica de Rosario, o con el ambient de Aphex Twins, o con el lado A de Wish you were here.
Era muy temprano que poner un disco. A caminar.
Subimos la barranca de nuestra calle en dirección a la avenida. Hasta ahí se dejó llevar. El sol daba fuerte y le molestaba. Soltó un llanto tremendo. Me asustó, nunca la había visto llorar tan fuerte. Me hizo acordar a unos amigos de Úrsula que contaban que su bebé lloraba hasta ponerse morado, y como la furia de Fausti avanzaba, desesperé.
No sé si sentía tristeza, dolor, malestar, si le picaba el culo. No tengo idea. Lo cierto es que chillaba como una marrana y yo me sentía mal por ella y juzgado por las personas que pasaban y me veían tan incapaz de calmar a mi hija.
La cargué en un brazo y con el otro empujaba el cochecito. Un poco se calmó, pero igual lloriqueaba. Cuando estuvo por explotar otra vez, frené justo en frente de un cartel enorme de Motorola. Tenía una chica montando un flamenco inflable. Le dije a Fausti, mirá qué grande es este flamenco. Por suerte se calmó, pero no por que mirara el flamenco. Fui yo el que se distrajo con el cartel. La chica no era una chica. Se veía como niña. Rubia albina, con un flequillo recto por encima de las cejas. Me perturbó ese gesto, ese guiño que le permitía a una mujer de cuarenta años expresar un imposible: que todo era divertido y lindo.
Ahora Fausti sí miraba el flamenco. Le dije esta chica es una tonta, pero el flamenco es lindo. Mirá los ojos, mirá ese pico negro que tiene.
Caminamos un montón. Cuando llegamos al café esperamos media hora antes de que nos atendieran. Fue al pedo, porque estaba tan molesta que tuve que tomar el pocillo de pie, paseándola, bajo la mirada atenta de la moza que dos veces se acercó a preguntarme si quería que trajera la cuenta.
Si Freud habló de la envidia del pene, hoy debería mencionarse la envidia a la teta. El pene era el tener. Bueno, yo, por lo menos en este preciso momento, no las tengo. El pene era la palanca que se necesitaba tener para salir al mundo y que tu cuerpo no estuviera regido por una moralidad doméstica. Bueno, Úrsula está en la vida pública y yo en una esfera de lo privado en la que no me molestaría levantarme la remera en plena calle y enchufarle un rico pezón a mi hija en la boca. Pero no lo tengo.
Llegó pasada la una. Cuando Fausti la vio, lloró más fuerte, como un maratonista que ante la meta desfallece.
Úrsula le habló dulce, con un espíritu mucho más fresco que el que se me había secado a mí esta mañana.
La beba dio unos puñetazos a los pechos y después se prendió.
La odié. Si yo tuviera esas tetas redondas de leche, ¡ja!, no me para nadie. Me compro un Cadillac y me voy con Fausti a recorrer la ruta 66.

11 de enero
Día perfecto. No escribí en el café porque ni fuimos. Compramos fruta, bifes y una Guaraná antes de las diez. Sacamos plata del banco. Tiramos en el container amarillo la basura para reciclar.
De vuelta dejé a cero la cocina mientras ella jugaba en su alfombrita. Escuchamos Rubycon de Tangerine Dreams. Puse dos máquinas a lavar. Ordené los placares y luego de ampliar con una aguja (esterilizada con un encendedor) la tetina, logré que tomara media mamadera mientras arrancaba distraída hojas de cedrón en el patio.
Puse bananas, peras y ciruelas en la frutera como si viviéramos en un país tropical y me senté a esperar a la mamá escuchando el único disco blanco que tenemos.
Cuando llegó del hospital, Úrsula festejó que Fausti había tomado media mamadera. Le conté contento que había ensanchado el agujero con una aguja y se enculó profundo. Cerró los ojos, miró para otro lado. Ni siquiera la mesada reluciente apaciguó el disgusto.
Hay tetinas con agujeros más grandes, tenés que prestar atención, me dijo.
Después se sentó con la resignación de una esclava en un banquito (no sé por qué no eligió una silla más cómoda) y entró a darle al sacaleche para reemplazar el frasquito que yo había usado. Tras quince minutos de ordeñe, puso a congelar unos 40 cm3 de alimento sagrado en el freezer.
Un poco me sentí como esa esposa del american dream que le prepara la cena al marido y el tipo, de mala gana, se sirve un whisky, se desploma frente en el sillón y le dice molesto, ya comí por ahí.
Desorientado, en una mezcla de rencor y buena onda, le pregunté si no quería coger mientras la beba dormía. Me sacó cagando.

18 de enero
Recién, dos de la mañana, la chica ésta, mi marido de los años 50, me escribió por Facebook. Bajo, me dijo y adjuntó al mensaje una berenjena. Me alejé de la compu.
Por suerte vino sin el Baby Call. Apenas trajo su remera y no mucho más. Quería hablar y estar conmigo. Por un momento me pregunté si había quedado en ella algo de mi novia. Estaba apurada. Era como una chica que se va, que se tiene que ir y tiene sólo un momento para vos. Quería hablar. Yo también. Hablamos como pavos. Un poco, tampoco tanto.
Después -y no habían pasado diez minutos-, ella misma hacía gestos con las manos, como si se le fueran polillas o mariposas de la cabeza, y quiso saber dónde estaba yo. O dónde había estado. La beba dormía; no emitía ruido; yo lo registraba por ella, con una sonrisa de pibe que te cae bien en un bar y con un radar hipersensible en cada oreja.
Quizá un martilleo, el de saber que yo yacía en espera, o no sé, algo, comprimía el tiempo al tamaño del baño de un avión.
Y en el mismo avión en el que había estado conmigo, después voló a la planta alta.
Me quedé mirando unas telarañas nuevas. De golpe, yo también extrañé a Fausti. Apagué las luces y subí usando el celular de linterna.

19 de enero
Me creí afortunado porque sonó el teléfono a las siete de la mañana. Raro de por sí. Me comunican que no vaya a trabajar, que siga durmiendo. Asiento todo, incluso que puedo mover mis horas para el viernes. Pero la verdad fue que habló por mí el guardián de sueño.
Úrsula preguntó qué hacía hablando tan temprano por teléfono. Le transmití un concepto rudimentario del asunto y soltó: mejor, así aprovecho para hacer unas cosas, ¿podés cuidar a la beba? Sí, respondí. Por un par de segundos abrí los ojos para mirar a Fausti. Son tres horas nomás, aclaró, ya de pie, descolgando una toalla que se secaba sobre un ventilador, enfilando para el baño.
Fausti dormía despatarrada. Cerré los ojos. Las conversaciones que acababa de tener seguían ajenas y cercanas. Úrsula después me dijo que iba a buscar los pañales a la obra social (sabía de lo que hablaba, de los seis meses de pañales gratis que nos dispensarían, aunque Fausti ya tuviera cuatro y todavía no habíamos activado el trámite). No sé si uno es capaz de alejar la conciencia para realizar un deseo, pero lo hice, agarré el sueño de las mechas y lo arrastré a mi caverna.
Cada vez que voy al médico me firman un cosito, me dicen que saque otro turno, que vuelva en quince días o en un mes. Úrsula estaba en una ventanilla. El asunto tomaba años.  Le daban los pañales, pero cuando volvía a casa descubríamos que eran para viejos.
(Y si Faustina era vieja, nosotros ya estábamos muertos).
Me desperté creyendo que me había sacudido la pesadilla. Pero no, fue un aullido animal el que me despertó. Un animal real, cargado de un dolor que sólo puede provocar la inminencia de la muerte.
Fausti seguía durmiendo. Me asomé a la ventana de la pieza. En la calle no había nadie. Después afiné el oído y llegué hasta la fuente del sonido.
La escalera de nuestra casa tiene una ventana que da al patio del vecino. Su perro, un rottweiler viejo, se había enganchado una pata entre dos listones del pallet sobre el que duerme. Queriendo zafar, se había trancado más. Y aullaba. Lloraba con una desesperación que me hacía bajar la presión. Tiraba para destrabarse rasgándose la piel. Estaba a punto de arrancarse un dedo.
Bajé corriendo a lo del vecino y toqué timbre. Evidentemente no estaba. Llamé a otro vecino -el único del que tengo el teléfono- y le dije que el perro de Alejandro estaba en una emergencia. Me dijo que le mandaba un mensaje. Le dije no, llámalo ya, o dame el número, es grave. Bueno, bueno, me contestó. A los cinco minutos lo volví a llamar y me aseguró que Alejandro estaba en camino.
Faustina empezó a lloriquear. Me sentí terrible de haberla dejado sola y salir hasta la calle, pero el aullido del perro podía más. Nos asomamos a la ventana -Fausti en cuanto estuvo a upa se calmó- y le empezamos a hablar al perro. Hice palmas, grité, silbé. Probé todo tipo de lenguaje para que el perro dejara de tirar en la dirección opuesta a la que lo liberaría.
Pasamos media hora infernal. El perro, en una mala maniobra giró y cayó de espaldas con todo su peso doblando su pata herida, tal como la policía tuerce el brazo de un detenido para inmovilizarlo. Duplicó el aullido. Creo que si hubiese tenido un arma le habría disparado. Bah, no me hubiese animado, pero bueno, eso era lo que pensaba. Fausti estaba en otra. Me chupaba el hombro porque tenía musculosa, y si me quedaba demasiado tiempo quieto empezaba a lloriquear.
Por fin apareció el vecino. Lo saludé desde la ventana, le dije, qué bueno que llegaste. No me agradeció ni dijo nada, simplemente intentó voltear al perro. Pero era demasiado pesado y además se contorsionaba.
Ayudame, dijo. Fue la primera palabra soltó. Ayudame a levantarlo así le destrabo la pata. Tengo miedo, contesté, hace no tanto me atacó un perro y casi pierdo las dos manos, de verdad, no sé si puedo ayudarte, ni siquiera me conoce el perro.
El tipo, sin filtro, me puteó. Pedazo de pelotudo, pensé, tenés un rottweilwer en un patio minúsculo; si no te llamo, este animal iba a pasar ocho horas gritando de dolor.
Me fui de la ventana. El perro seguía llorando a más no poder: no aguanté no volver. Alejandro, ¿estás seguro de que tu perro no muerde? No, es bueno, nunca mordió. ¿Qué me iba responder?
Bajé corriendo con Fausti, que seguía obsesionada con chuparme las clavículas. ¿Y si el perro, en su desesperación me atacaba jodido? ¿Si por hacerle un favor al forro éste dejaba a mi hija huérfana, o quedaba lisiado? Ya me había pasado que me atacara un perro. Son dos segundos que te desmiembran como si estuvieras hecho de manteca.
Alejandro abrió la puerta y descubrí que el tipo tenía un templo de guitarras eléctricas en un living de dos por dos. Evidentemente era un metalero. Había olor a metalero, o a pieza adolescente mezclado con snacks. No sabía dónde dejar a la beba y por nada en el mundo iba a salir con ella al patio. Sin pedir permiso, la acosté sobre la alfombra y le hice un corralito con cuatro estuches de guitarra. Desenchufé de una pedalera un flanger (porque era de un color brillante) y se lo puse frente a la vista como a su elefantito púrpura.
El perro pesaba 127 kilos. Mi cuerpo rechazaba todo contacto con esa bestia que gritaba y se sacudía desesperada. Levantalo, me decía Alejandro, levántalo que yo lo destrabo.
Imposible. En medio del maremoto se me ocurrió pensar: traé una pinza y desenganchamos las maderas, ¿tenés una pico de loro? Sí, me dijo. Salió corriendo.
Esos segundos los pasé en el cuerpo de un fantasma. Al mismo tiempo sentía que el perro ya no me iba a morder por más que gruñera y mostrara los dientes. Que prefería nuestra presencia. Que su problema era la pata y no yo, o nosotros. Ya no tenía miedo.
Tal como lo había prefigurado, con la pinza pico de loro arrancó el listón. El perro se desenganchó y se fue rengueando hasta una esquina. Se echó, de a poco dejó de gemir.
Volvimos al living. Fausti también estaba llorando y tenía un redondelito rojo en la frente. Se ve que le dio un cabezazo al pedal y le quedó marcada una perilla.
La levanté. Me quería ir ya de esa casa, pero Alejandro, en un rapto confesional, me pidió perdón por haberme puteado. No, está bien, le dije, fue una situación muy tensa.
Su pedido de perdón era sólo un pie para citar los evangelios. El hecho de que me corriera por izquierda reforzó mi rechazo. Lo raro fue que lo pescó al toque. O algo intuyó, porque cambió el semblante de predicador por otro más roquero, más callejero.
No te preocupes, yo también me puse nervioso, dije ya encarando hacia la puerta, lo importante es que el perro está bien. Lemmy, aclaró. Lemmy, repetí, bien por Lemmy. Igual te entiendo, siguió diciendo mientras reacomodaba los estuches que había usado de corralito, por las manos, digo, desde acá te escucho tocar el piano. Fausti lo miraba. El tipo le agarró la patita y reforzó la idea de que entendía el valor de las manos porque era guitarrista. Estoy en una movida de metal cristiano, dijo después, pero más que el comentario me llamó la atención lo dura que se le puso la mirada, como si anticipara que lo iba a descalificar como artista con esa declaración. Agarré el picaporte. Dios te dio coraje, insistió. No sé cómo, pero Alejandro me llevó arrastrado al hospital después del ataque. De pronto yo estaba recostado con los brazos abiertos mirándolo a la cara, en cruz, y mi desnudez y fragilidad, sobre una camilla azul, rodeada de personas de blanco, tenía algo de la erótica cristiana. Viví otra vez el segundo del perro, el fotograma del ataque. El piano, dije, ni que tuviera veinte dedos podría tocarlo bien. Sonrió. No lo podía mirar. Me sentía en un casting de Roman Pollanski, bajo un influjo que te lleva a hacer algo aberrante sin registro de tu cuerpo. Algo horroroso que, en realidad, nunca sucedió.
Dios te dio el coraje, volvió a decir. Sí, repetí, no tendría por qué dudar de Dios, ni del metal cristiano, Alejandro, me voy, esta nena tiene hambre y sueño y me parece que se cagó.

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Aquiles Cristiani nació en Buenos Aires en 1980. Publicó la novela Silvia y el libro de poemas Roce y Desgaste. Participó de distintas antologías de jóvenes narradores argentinos (Hablar de mí, Nenes bien), además de colaborar ocasionalmente con suplementos, revistas y proyectos digitales. Como músico, comenzó su carrera de adolescente como oboísta en la Orquesta Académica del teatro Colón. Compartió escenario con músicos como Domingo Cura o Cacho Tirao. Participó como miembro estable o colaborador en Félix y los Clavos, Claudia Sinesi, Te King, La vida en familia, Tomi Lebrero, Alvy Singer, Bruno Masino. Actualmente es pianista en Diosque II, un trío conformado por Juan Román Diosque, Duardo Ferrell. Este año se incorporó como tecladista en Camila Barre. Es licenciado en psicología por la UBA.