Relatos/Partos

desde Hamburgo

Por Maite Ortiz*

Hace tres años que vivimos en Hamburgo, al norte de Alemania, pero la verdad es que nunca había visto la ciudad tan hermosa como esa mañana del 6 mayo de 2017 cuando volvíamos a casa con nuestro bebé recién nacido.
Viajábamos en taxi y recuerdo nítidamente como se veía el cielo desde la ventanilla, las bicicletas pasando veloz por al lado, y los árboles reverdeciendo. Todo me inundaba de tranquilidad y regocijo. Me sentí como nunca antes agradecida y a salvo en este rincón del mundo.
Pero meses antes de ese viaje, mientras familiares y amigos querían saber si tenía entonces pensado volver o quedarme, yo solo pensaba que tenía que parir y que qué miedo.
Parir como algo extraño y ajeno.
En Alemania la atención médica durante la gestación y el parto es cubierta por igual con cualquier tipo de seguro médico. A partir del día que me acerqué a un centro a confirmar mi embarazo me entregaron el Mutterpass (pasaporte de madre), una libreta donde se anota todo, como una especie de historia clínica con fechas y registro de los controles, los cuales se llevan a cabo con una organización y planificación muy particular.
Durante los nueve meses alterné las revisiones de rutina con una ginecóloga y una comadrona. Ni esa médica ni esa matrona o comadrona estarían en el parto ya que eso dependería del lugar que elija y de quien estuviera justo de turno ese día y a esa hora incierta, porque lo único que no se puede planificar es el parto, claro. Tampoco es posible programar una cesárea en ningún centro médico salvo casos excepcionales. Y no es que pensara hacer eso, no lo sé, pero otra vez la incertidumbre puesta ahí, el parto.
Dado que la matrona que me iba a atender durante el embarazo (la palabra en alemán es Hebamme) también vendría a mi casa luego del nacimiento como apoyo con la lactancia, nuestros encuentros de rutina se volvieron más cercanos por eso un día le confesé que tenía mucho miedo de parir. Pero ella me corrigió y dijo «miedo no, no puede ser miedo» Pensé que me había corregido porque estaba pronunciando mal la palabra: Angst. Pero ella fue categórica: «No es posible que tengas miedo. El miedo es negativo. Mejor decí que tenés respeto porque en alemán la palabra miedo es muy profunda implica angustia o la posibilidad de que no puedas, y vas a poder, suceder va a suceder, es la naturaleza».
Me gustó la precisión con la que me pidió usar el lenguaje. Suceder iba a suceder, sí.
Dejé de pronunciar esa palabra y la reemplacé por esa otra: Respekt.
Aunque mi cuerpo me era desconocido y si bien había hecho el curso pre-parto igual no entendía cómo era que eso iba a suceder. Respeto a mi cuerpo.
Entonces llegó el día de la fecha estimada pero no había señales. Esperé, caminé, tomé los tés de hierbas que me recomendaron, comí picante y subí y bajé las escaleras mil veces. Pero siguiendo el protocolo del hospital que había elegido terminé ingresando a los 10 días para comenzar con la inducción.
Al llegar me dieron un cuarto llamado “Saladeesperadecontracciones» porque las palabras en alemán todo lo describen. En la habitación había una camilla con una máquina para controlar los movimientos fetales, una pelota para posturas y una colchoneta. Podía ir a una cocina común a tomar té, comer pan con mermelada o queso y caminar por los pasillos donde además había muchas parteras dando vueltas. Nosotros pusimos una radio Argentina y nos quedamos en silencio escuchando hablar a otros nuestro idioma. Nunca ví ni hablé con ningún médico. Me ingresé al mediodía pero eran ya las siete de la tarde y como las pastillas no habían hecho efecto le pregunté a una partera si mejor podía irme a casa a pasar la noche. Me dijo que no, que no me iba a mi casa hasta no parir. Podíamos estar hasta dos días esperando las contracciones en esa habitación me dijo textual y sonriendo. Le escribí a mi familia que tanto preguntaban y les dije que estaba en el hospital pero capaz tardaba hasta dos días más.
Nadie entendía nada.
Un poco antes de las nueve otra partera me dio las buenas noches, me dijo que mejor descanse y que por la mañana comenzaríamos de nuevo con las dosis de pastillas. Pero no hizo falta. Ella se fue y las contracciones aparecieron.
Al principio era solo una molestia rara. Por lo que yo creía, las pastillas me habían caído mal. Quería ir al baño, o vomitar, o tomar un té, o mejor comer algo pero me daba asco. Todo junto. Una incomodidad, un asombro, una erupción de ansiedad. El principio de la transformación.
Luego vinieron unas contracciones más fuertes y las reconocía como si fueran un intenso dolor menstrual, entonces me retorcía como sabía hacerlo cada mes para calmarme.
El dolor fue aumentando y como las parteras venían cada vez que uno las llamaba, cuando sentí que era demasiado, pedí una revisión. Quien me asistió me trajo una almohadita caliente para la lumbar que me alivió bastante y después de revisarme me dijo que ya estaba lista para ir a la sala de partos.
Nos enseñó la sala. Un gran ventanal ocupaba todo una pared y era cubierto por unas pesadas cortinas rojo oscuro que entonaban con la luz tenue de la habitación. Una camilla intimidante, otra vez la pelota y una bañera. Ella me sugirió probar entonces la bañera que preparó con agua a 38 grados. Antes de irse me colocó unos adhesivos en la panza donde llevarían el control de las contracciones desde otra sala. Nos quedamos otra vez solos.
Creo que estuve en el agua como dos horas donde cada vez que venía una contracción me sostenía con fuerza de unas barandas que tenía la estructura. Qué bien pensadas estas barandas en la bañera, llegué a decir. Transpiraba mucho y podía sentir como mi cadera se abría, como el agua me contenía con la sensación de que mi cuerpo se volvía gigante.
Una vez que salí del agua ya no pude volver a estar erguida. Una partera nueva se acercó para revisarme y me ofreció alternativas para combatir el dolor. Podía administrarme analgésicos suaves o seguir cambiando las posturas y probar. También podía llamar al anestesista si lo necesitaba, entonces me explicaba cosas serias pero yo no entendía bien sus palabras. Me decía que seguiríamos como yo quisiera. Hablaba mucho, describía los pros y los contras de cada medicina pero cuando venía una contracción esta era ya tan fuerte que no podía escuchar ni responder. Me había olvidado cómo hablar alemán y sentía estar como en un sueño.
Recordé entonces a una amiga días atrás decirme: El dolor no es sufrir. Y el consejo de otra amiga: Que piense en el mar. Y de otra amiga: Que aproveche a descansar entre las contracciones. Armé así mi propio mantra con sus consejos. Cuando venía el dolor imaginaba el mar, su brisa, y mis pies sobre la arena mojada hundiéndose suavemente, no estás sufriendo, estás sintiendo me repetía una voz interna, y cuando la contracción cesaba yo entreabría los ojos, buscaba la mano de Nico y respiraba profundo.
Nunca conté cada cuanto eran ni cuanto duraban, y quizá por eso no logré entender cómo de repente eran alrededor de las cinco de la mañana. El tiempo era otra cosa mientras yo me volvía cada vez más pesada, enorme, monstruosa. Así me sentía.
Cuando creí que no podía más llegó otra partera nueva y me di cuenta que habían cambiado el turno. Ella hablaba suave pero con determinación y me pidió subirme a la camilla para revisarme. Me trepé como un animal herido y grité cuando quedé tumbada. En la camilla acostada el dolor era letal. Me dijo que aún faltaba, que mi útero estaba tenso y se cerraba en lugar de abrirse. Entonces sumé la palabra abrir a mi mantra: Solo es dolor no estoy sufriendo el mar la arena mojada abrir.
Tenía visiones, el dolor traía imágenes que no sé como describir en palabras, me llevaba a lugares ensombrecidos mientras se expandía el umbral.
En lo que siguió del trabajo me quedé en la camilla pero arrodillada y colgada con los brazos de una tela que caía justo sobre la cabecera. Entonces en cada contracción, yo que ya no podía hablar, emitía unos sonidos mmm mmmm y Nico entendía que era la señal para presionar con sus puños mi lumbar mientras yo tiraba hacia abajo de la tela. Luego descansaba. No se cuánto tiempo estuvimos así pero esa era la pose en la que me encontraba cuando entró a la sala una médica hablando en castellano. La voz era alegre con acento andaluz. No susurraba como lo habían hecho las parteras a lo largo de la noche, por el contrario sentí que gritaba pero el escuchar mi idioma materno me despertaba de mi ensueño mudo. Ella parecía estar feliz de hablarlo también. Se presentó y me dijo «Me han dicho que lo estáis haciendo muy bien, muy bien». Y luego de revisarme dijo, también casi gritando, que no necesitaba nada, y nada de anestesia, que ya estaba por ver a mi bebé. Que nada iba a doler más que esto y que ya estaba. Ya estaba.
Las palabras me hacían cosas porque todo lo dicho me recorrió el cuerpo como un escalofrío. Adentro mío había un bebé que estaba por conocer. Eso era lo que le faltaba a mi pequeño mantra.
Cuando me indicaron, me dí vuelta, solté la tela, y me sostuve de Nico al que apretaba con fuerza cuando venía el dolor, pero la doctora sugirió que mejor tome mis rodillas para los pujos. Yo seguí sus instrucciones. «Ahora cuando venga una contracción hacéis fuerza hacia afuera, vamos, venga, como cagando, tú sabes, vamos» mientras la partera me mostraba cómo tenía que respirar respirando ella para que la imite. Pero de repente sentí partirme al medio. Grité desesperada. Aullé como un animal. No puedo más. ¨La anestesia quiero ya, me estoy rompiendo¨, grité. ¨Sí podes¨, dijo la partera en alemán con voz suave y seria. ¨Sí podes¨, repitió la doctora en castellano y a los gritos. «Es la cabeza que está acá, eso que sentís es el aro de fuego, vení tocala», me dijo. También recuerdo las palabras de Nico “Dale Mai si podéis y abrí los ojos que no es un sueño, la cabeza está ahí, acá está Joan, nuestro hijo está naciendo».
Cuando abrí los ojos eran más de las diez de la mañana pero la habitación parecía haberse detenido en el tiempo con la misma luz tenue y rojiza con la que había ingresado la noche anterior. Nico seguía sosteniendo mi mano y cuando volvieron las contracciones empujé entonces todo lo fuerte que pude pero no y en la próxima más fuerte  y me pedían y otra vez y no y espera y todo ahí todo empujar pero no puedo pero ya casi y empujé más pero sentía que me partía que me desarmaba y que no llegaba que me faltaba fuerza hasta que lo ví, lo ví así repentinamente asomarse, elevarse, como si viniera de otro plantea llegando a mi un bebé al que apoyaron inmediatamente en mi pecho. Húmedo, caliente, blando, pequeñito y con un rostro tan ajeno tan distinto a todo.
¿Quién sos bebé? sos un milagro.
Y cuando abracé el milagro una sensación de profunda calma y fortaleza invadió mi cuerpo tembloroso, silenciando todo lo demás.

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Ella/ Maite Ortiz trabaja como ilustradora de manera independiente. Actualmente vive en una residencia de artistas al norte de Alemania en la ciudad de Hamburgo. Se declara como entusiasta de la acuarela. Parte de su trabajo se puede ver en https://www.instagram.com/maite.oz/ o https://maiteoz.blogspot.de/