Nostalgia del futuro

La luna me está mirando

Por Leila Sucari*

Me acabo de subir a un micro para viajar 14hs con mi hijo de catorce kilos a upa. Es de noche, tenemos sueño, y no entramos los dos en el asiento. Podría estar en mi casa mirando una película, tomando vino con amigos mientras él juega con sus grúas, o mejor: podría estar durmiendo cómoda y desparramada en mi cama. Pero no. Estoy arriba de un colectivo lleno de gente desconocida, tratando de encajar mi cuerpo en el espacio mínimo que queda entre mi hijo, su mochila y la mía.
El aire acondicionado me hace temblar. O será la angustia, la falta de sentido. ¿Qué hago acá? ¿De qué me escapo? Sí, voy a la feria del libro, me digo, pero en el fondo sé que es un excusa para huir. Da igual si presento mi novela en Santiago del Estero o si asisto a un curso de ornitología en el Amazonas. Necesito irme de mi casa, de mis cosas, de nosotros. Alejarme. La distancia es tiempo, y el tiempo calma o destruye.
Nos envuelvo en una frazada de polar roja y me pierdo dentro de mí, afuera la ciudad poco a poco se transforma en suburbio. ¿Qué voy a hacer con este nene de tres años las 24 horas del día? ¿Cómo voy a soportar las 14 de viaje? ¿Y el calor de 40 grados? ¿Ya llegamos?, pregunta y su voz se mezcla con mis pensamientos. ¿Estamos en Santiago del Estero? No, mi amor, falta toda la noche. Ah, pero quiero ir a dormir a casita. ¡Quiero ir a casita!  Shhhh, dice el hombre de al lado. Lo miro fijo y corro la cortina que nos separa. Simón empieza a gritar teta, teta. ¿Qué decís? Si no tomás teta. Quiero apoyarme en ella, insiste mientras lucha por levantarme la remera. Dormí, le digo, y lo acuno como si fuera otra vez un bebé.
Antes de que el paisaje se vuelva campo, se duerme. Gracias a todos los dioses. Respiro. Cierro los ojos sin esperanza de poder dormir. El hombre de al lado pide vino y habla por teléfono a los gritos. Estaba más duro que gato asustao, dice. Si lo hubieras visto, brilloso como muñeco de cera. Shhh, le digo. Se ríe fuerte. Antes de cortar dice que su vida era un semáforo en rojo. Muevo la cortina. Anoto la última frase en mi cuaderno. En algún momento, pierdo la conciencia.

***

Hace tanto calor que duele respirar. El aire te aplasta contra el asfalto. Las calles están desiertas. No hay vida humana ni animal a la vista. Apenas un perro sucio acostado en un pozo que él mismo cavó sobre la vereda. Parece muerto.
Por suerte vine equipada con cuatro paquetes de caramelos cubiertos de azúcar y una botella de agua. La presión no es mi fuerte. Caminamos tres cuadras de la terminal al hotel. Llevo el bolso, su mochila, la mía y la de él. Todo encima. A mitad de camino lo bajo, no puedo más. Caminá. No. Caminá. No. Tenés que caminar. No. Si no caminás, te dejo acá. No quiero. Camino. Me adelanto. Llora. Corre. Upa, upa, upa. Lo alzo. Cualquier cosa con tal de que no escuchar sus gritos. Llego transpirada y deshecha. ¿Y Santiago del estero dónde está? Ya llegamos. Ah, ¿Y la playa?.
El primer día es una sucesión de cansancio y sándwiches de jamón y queso. La feria es hermosa, una vieja estación de tren devenida Forum. La gente me recibe como si nos conociéramos de siempre. La habitación es fresca y la cama tiene sábanas blancas que huelen a flores. Creo que voy a sobrevivir.
Nos pasamos la tarde pintando en el sector infantil. La cumbia se me pega, canto por lo bajo mientras mi hijo se enchastra de pies a cabeza. Mete las manos en los potes de témpera y pinta con el cuerpo entero. Las otras madres me miran, lo dejo ser hasta que uno de los tarros termina en su boca. Ahora tiene los dientes naranja fluorescente. Quizá tenían razón, tendría que haberlo previsto. Corro al baño, lo obligo a escupir, le doy agua y me aseguro de que la pintura tenga el cartelito que dice no tóxico.
Quiero dormir, no doy más. Buscamos empanadas para cenar pero no encontramos nada abierto. Compro una ensalada de frutas para equilibrar tanto pan con queso. El chiquito muerde la cuchara, la quiebra. Sacate eso de la boca, le digo. Pero ya es tarde: se tragó el pedazo de plástico. ¿Sos estúpido, nene?, quiero gritarle. No lo hagas más, mi vida, le digo.
Necesito una cerveza. Algo que me saque de este encierro que a veces es la maternidad. Me siento con tres mujeres en una mesita en la puerta de la feria, logro hacer realidad mi deseo etílico. Pedimos una, después otra. Simón se hace amigo de una nena que es puro cachete. Juegan en las escaleras, se tiran al piso y giran como trompos. Corre una brisa fresca, el cielo se llena de nubes. La vida vuelve a tener sentido. La magia del alcohol, pienso. Volvemos al hotel y nos dormimos sin mirar el reloj.
A la mañana siguiente todo es más nítido. De 40 grados la temperatura bajó a veinte. Milagro de primavera. Llovizna. El día gris me llena de esperanza. Desayunamos solos en el comedor del hotel, bailamos pulp fiction entre las mesas flotantes de medialunas, café y cereales de colores. Me guardo en la mochila una manzana para después, él toma un vaso de leche y sonríe. Está radiante. Paseamos por la ciudad como dos amigos de toda la vida. Me sorprendo: mi hijo de pronto dejó de ser una extensión de mi cuerpo. Habla con la gente, se presenta como Moncho, juega con piedritas y forma mares de hojas secas en el parque de la Universidad. Un grupo de estudiantes le convida mate y lo cuida mientras yo escucho una charla de filosofía. “El error empieza cuando creemos que los hijos son una propiedad privada”, dice Darío Sztajnszrajber. “Cuando nace, deja de ser algo propio. La madre retiene al mismo tiempo que expulsa. Ser padre es complejo y extraño, uno quiere poseer y controlar, supuestamente por el bien del chico, cuando en realidad lo mejor que podemos hacer es darle las herramientas para que se emancipe, para que sea un ser autónomo”. Cerrar los ojos y entregarse, pienso mientras lo veo jugar, cubierto de polvo, a embocar piedras en el tacho de basura.
Esa noche, después de mi presentación, se va a dormir sobre mis hombros. Vamos a llegar al hotel, lo voy a acostar y voy a pedir comida y cerveza helada a la cama. Voy a ser feliz comiendo una milanesa con limón. Me voy a sentir libre condimentando mi ensalada mixta, en bombacha, debajo del ventilador, sobre cuatro almohadones mullidos  Voy a anotar en mi cuaderno que la libertad es un destello que se consigue con esfuerzo. Libre no se nace, se hace. Es un eterno proceso de construcción y deconstrucción. Agotador. Fugaz. Brillante.

***

Ahora estoy en el micro de vuelta. Las butacas son más angostas, pero no me importa. Acomodo las mochilas debajo de los pies y al hijo sobre mis piernas. Nos saco las zapatillas, los dos tenemos medias diferentes. Las rayas se mezclan con los círculos blanco y negro. Ninguno habla. Miramos por la ventana el reflejo de nuestras caras que se confunde con las nubes y las copas de los árboles. Miro su boca entreabierta sobre el vidrio, sus ojos, su cara redonda, tan parecida y distinta a la mía. Su belleza me da ganas de llorar. Lo abrazo y me voy quedando dormida. Al rato siento su mano en mi pelo y su voz, como un susurro, que pregunta ¿Mami, por qué la luna nos sigue?

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Ella/Leila Sucari estudió periodismo, artes visuales y filosofía. En 2017 publicó la novela Adentro tampoco hay luz, que ganó el Primer Premio de Fondo Nacional de las Artes. En Twitter es @leilasucari. Este texto salió publicado en laagenda.buenosaires.gob.ar