Nostalgia del futuro

Una alienación fabulosa

Por Florencia Nikitchuk*

Ser madre me arruinó los planes. Antes vivía una versión de sueños y diseño. En la infancia y en la juventud uno imagina. Tener hijos puede ser como un rayo que abre la tierra y cambia el paisaje.
¿Quién puede hacer de su vida lo que quiere? Sin ir más lejos mientras intento escribir este texto soy interrumpida innumerables veces. Por eso para mí ya no hay planes. Cada día mis proyectos se abren paso con ambición moderada.
Hablo de creación, de que cada momento es irrepetible.
Ser mamá al principio es ser una presencia de cuerpo y psicomagia que acompaña el impulso frágil de un organismo, esa subjetividad-bebé incipiente que palpita y que sin tu soporte puede desaparecer. Por eso comparo a la mamá de un bebé con una hinchada febril que alienta los logros de su hijo: ¡que succione!, ¡que eructe!, ¡que duerma!, que sea feliz, que disfrute. Y cada vez que el bebé lo logra la hinchada festeja. Son años de euforia. Una alienación fabulosa.
Lo que digo no es universal. Voy a contar una historia rota.
Fui dada a luz el día que tuve hijas y quedé desnuda. Ahí estaba yo, gelatinosa, mirando lo que no conocía de esos lugares por los que había pasado tantas veces. La vereda, el ruido de los colectivos, ganar dinero, las preocupaciones de la familia, una comida rica, el miedo. La música, los colores, las texturas. El mundo se me presentaba hipernítido.
Se podría pensar que sufrí un trauma. Y todavía no conté lo que me pasó con la trama de las palabras.
Todas las palabras se me revelaron nuevas en el diálogo con mis hijas. Yo se las enseñaba y ellas me las devolvían. Al principio estaban llenas de baba, porque los bebés chupan todo. Las palabras quedaban húmedas y deformes. La primera que dijo mi hija menor fue “gato”, y sigue siendo su palabra mater. Cuando un desconocido se le acercaba decía “miau” y se escondía detrás de mi pierna.Aprendió a dibujar gatos que reproducía por todos lados y pide siempre que le regalen gatos de peluche: ya tiene siete felinos sobre la cama.
Todo eso es una locura y una fiesta. Después de terminar la carrera yo soñaba con dedicarme a la Academia. Iba a vivir con libros, subrayar libros, escribir libros, dar clases, simposios, seminarios. Una tontería.
Hoy hago mi trabajo y trabajo mucho. Oriento a padres, me ocupo de los derechos vulnerados de los niños varias horas por día, pero eso no importa. Cuando termina la hora cierro los cuadernos, salgo del centro de salud y vuelo como una mariposa nocturna a chocar mis alas contra el faro, el centro de luz y calor que está en casa. Llego al caldero donde se cocinan de nuevo las palabras.
Cuando Amelia, mi hija mayor, tenía cuatro años, me preguntó cómo se llamaban las flores que habíamos comprado.
—Astromelias —le dije.
—Wau, es como si yo estuviera en el espacio —me respondió alucinada.
Libertad tiene seis años y está aprendiendo a atarse los cordones. Llora y reniega, dice que no lo puede hacer porque tiene “memoria a corto plazo”.
A veces no puedo evitar llorar de risa cuando trato de enseñarles algo a las niñas y otras veces hago fuerza para no llorar de cansancio.
Cuando digo que todos los sentidos de la vida se me subvirtieron no exagero. Con mis hijas empecé a ver en los otros la dificultad de estar en el mundo, el ingenio de cada uno por subsistir. Los gestos como creación, las palabras como invento.
Ir a comprar al supermercado chino pasó a ser un momento de preguntas existenciales. ¿Por qué esta familia tuvo que irse desde su país al otro lado del mundo?¿Cómo pueden soportar dejar su lugar y su idioma?
Pienso: los chinos del súper son los más valientes del planeta. La señora sola que cuida a los perros es la más valiente del planeta. El zapatero de enfrente que hace un mini asado en la calle los domingos es el más valiente del planeta. Ellos nacieron y crecieron, aprendieron a hacer, hablan, gustan y visten. Y siguen vivos.
Después camino para ir a tomar el colectivo. Las cosas importantes caben en las grietas de las baldosas. Ahora es otoño y las hojas cambian de color, es inexplicable.
Hay una canción que inventaron mis hijas y que cantamos a coro en casa para hacer quilombo. Dice:
“Un día, sin noches, sin gatos, sin monstruos”.
Así conjuramos todo lo malo y nos damos un lugar para saltar sin sentido y con alegría. Es la fogata que encendemos en nuestra cueva para reflejar hacia los otros nuestras sombras chinas.

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Florencia Nikitchuk nació en Buenos Aires en 1979. Tiene dos hijas: Amelia de ocho años y Libertad de seis. Es psicoanalista de niños, adolescentes y familia. Se especializó en autismo y psicosis infantil. Hoy se dedica principalmente al diagnóstico temprano, la orientación a padres y al trabajo con niños. Escribe poemas en hojas sueltas que se pierden. Algunos quedan guardados en una carpeta de la computadora.